Sigfried Krakauer afirmó en sus estudios sobre cine que la producción
colectiva del film y su colectiva recepción lo tornaban eficaz revelador de rasgos
velados para toda sociedad. Esa observación, construida a mediados de la tercera
década del siglo XX, fue confirmada por las propias investigaciones del crítico
sobre las anticipaciones del cine alemán al estallido ideológico del nazismo.
Advirtió que, inevitablemente, las imágenes expresionistas respiraban el aire
tóxico de la época, se empapaban de sus tendencias con mayor plenitud que lo
escrito. La teologización de la política o la banalidad del mal transitaban en
la decoración y los carteles, antes que en las tesis o artículos, la utopía
maligna florecía en formas y colores, más que en la retórica y los adjetivos. La
intemporalidad múltiple de la escena, los atributos cruzados de luz, sonido, forma
y color, agregaban una andadura propia a la traslación lineal del texto. Esa
gravitación visual de la época había ocurrido siempre, de manera morosa pero
inexorable.
La “relaciones
peligrosas” de Laclos, “La carta robada” de Poe, “Los papeles de Aspern “de
James y hasta las cartas incriminatorias del caso Dreyfus, exaltaron el misterio
postal del siglo XIX. El “Otelo” en la Opera de Verdi despliega la sospecha del
moro alrededor de una carta, no de un pañuelo, como en Shakespeare, enfatizando
la fetichización de la letra en las intrigas líricas. Tres siglos mediaron entre aquellos dos
ejercicios escenográficos de la suspicacia. Esas señales mínimas que iluminan
los contextos y las microhistorias son hoy vertiginosas. En menos de una
generación, el cine entrega la reproducción de un relato que delata cada nueva
mirada del tiempo que nos atraviesa. El espectador ve su pasada mirada desde la
nueva y ésta desde la anterior. El cine, cómplice oficioso del ojo, nos muestra
como vemos y dictamina la escena que nos incluye. Las “remakes” cinematográficas
transparentan el modo como se tornean las creencias y sus percepciones. Recuerdo
la segunda versión de “Cabo de miedo”, de Martin Scorsese, con el empleo como actores
secundarios de los que fueron protagonistas centrales en la primera versión del
thriller. El cuestionamiento de la ley y su representante, la complejidad del vengador,
la disolución de los vínculos, las nuevas pulsiones perversas del crimen, emergían
en la segunda versión; ilustraban el candor, la linealidad maniquea y
conformista de la primera. Pocos cotejos iluminaron de modo tan minucioso las claves
perceptivas de esas décadas. Se puede sentir como vibra el tiempo al comparar los
personajes. No mostraban solamente los meandros de un tiempo técnico cinematográfico,
también los valores en ambos momentos históricos.
Recientemente, el film
de Guillermo Del Toro, “El callejón de las almas perdidas”, fue el remake de un
film del mismo nombre, dirigido por Edmund Goulding en 1947 sobre una novela de
William Lindsay Gresham de 1946. La historia esencial es la misma. En la versión
cinematográfica actual transcurre en 1939, en la producción de 1947 es contemporánea
a “los cuarenta”. Para la instalada en 1939 hay una mención ligera de Hitler, sus
bajas pasiones, y se enfatiza la manipulación, la demagogia, la humillación y
el abuso del sufrimiento social sin redención. Se hace rebotar sobre el avasallante
presente aquella sombra totalitaria. En la de 1947, la manipulación de las
creencias, la influencia laica y liberal que ya había prefigurado Sinclair
Lewis en Elmer Gantri, la audacia del charlatán y la degradación del estafado son
relativizadas, permiten una esperanza de redención. La primera versión atravesaba el ambiente
venenoso que anticipó al macartismo, la segunda sugiere el actual mundo
inexorable de las redes digitales, las “fake news”, la expansión de teorías conspiratorias,
y el cerco demagógico que gestan hoy las
autocracias. Dos vivencias del mal en la
misma trama, para una humanidad que escucha y mira distinto. La victoria de la
infamia es similar, pero la esperanza residual distinta. Cabe cotejar también la
novela que originó el film. Se trata del mismo título original, “Nightmare
Alley”, escrito por un novelista alcohólico, melancolizado, que intentó
infructuosamente otras obras de mérito. Había tenido éxito literario con una de
las más sombrías y flagrantes historias del fracaso, pero luego sus demonios no
tuvieron un desempeño similar. No es un dato menor el idealismo que pareció
haber precipitado ese derrumbe irredimible. Grisham se había afiliado al
partido comunista en 1936, viajó a España junto a la Brigada Lincoln, era uno
de los mitológicos voluntarios internacionales de la guerra civil. Aquella conflagración,
de heráldico brillo para la memoria de izquierda, le dejó conocer, en la pausa
conversada de una tregua, la historia de un hombre explotado en una feria. Estaba
esclavizado en un acto grotesco como “monstruo” y obligado a comer pollos vivos.
Era una obvia alegoría del “canibalismo” que permeaba los crueles
enfrentamientos sociales durante la infame década. Ese recuerdo anidó en la
derrota, y creció en ella. Su retorno a EUU estuvo atravesado por el trauma bélico
y la decepción, así que abandonó el partido, se hizo súbitamente religioso, también
devoto del alcohol y las drogas. El orbe oscuro que contenía su inspiración se
desató en aquella magistral novela negra. La feria circense, el mundo de “Freaks”
que ya había explorado Todd Browning, el disfraz, el oficio de la farsa, se
prestaba a la ilustración de la sociedad como espectáculo grotesco, la ominosa parte
de circo que acompaña el pan. Su esposa, una poeta comunista, lo abandonó y se llevó
sus hijos, y aumentó con gravedad su convicción autodestructiva. Ahogado por las
sombras, se suicidó años más tarde en un hotel de Nueva York. Su prosa agónica,
original, de luctuoso resplandor, respira poesía pero no tiene un horizonte
redentor. El poderoso escepticismo que le dejó la guerra civil fue igual de radical,
aunque menos teórico, que el de George Orwell. La última producción cinematográfica
hace honor al presagio inclemente de su novela, la primera en cambio la suaviza
por el imperativo mercantil.
La diestra versión
de Edmund Goulding, más temeroso de Hollywood, vacilaba frente al abismo del
mal. Había escepticismo, claro, pero como el de Gramsci, cuando observaba en la
cárcel que era pesimista en la práctica, pero optimista en la teoría; otros de sus
contemporáneos enarbolaban el “pueblo”, el “humanismo”,” la sal de la tierra” o
“el amor” como recursos imbatibles para los desastres. El espiritismo – que ya había
brindado sus ilusorios servicios a los sobrevivientes de la primera guerra-
retorna aquí en el desesperado mentalismo del embaucador, adivino y religioso, cuya
infamia también reclama la esperanza. Max
Weber había anticipado hace mas de un siglo la teologización de la política, Sinclair
Lewis con Elmer Gantri ilustró la teologización de la miseria, pero este film
hereda el radicalismo de Gresham, precursor de la industrialización de la
teología, un operativo de feria que anticipa siniestramente la comunicación digital,
la dictadura oficiosa de las pantallas como púlpitos. La mentira que persuade masivamente,
la electricidad de la silla eléctrica, la prueba electromagnética de la verdad,
son los esbozos simbólicos que remedan en el film la invasiva tecnología actual
de la manipulación.
La carga de
sombras que acecha este film, la crueldad esencial, el interminable
presentimiento de lo que termina mal, excede el doloroso realismo de la primera
versión. A pesar del enérgico blanco y negro, persisten islas de consuelo, fraternidad
y esperanza en la visión de Edmund Goulding. Según sostenía Jean Luc Godard,
todo documental bueno remite a la ficción y toda ficción buena tiene algo de
documental. En este caso la primer ficción remite a una caída de las creencias
que remacha el desaliento, pero deja vivo el anhelo, la fe y la culpa en un
ambiguo archipiélago de escenas y personajes. Prevalece una baraja en la manga,
la experiencia de caída. Se sabe por los
influjos de Freud que el buen desenlace de la tragedia edípica es siempre un
fracaso, y ello permite seguir nuevos caminos de reemplazo, también por Nietzsche
sabemos que la “muerte de Dios” tenía algo de baladronada, porque lo seguían
buscando. Por el contrario, la colorida y fastuosa “remake” guarda el pesimismo
más radical, una bocanada de Schopenhauer, un drástico no va más de la ruleta histórica.
El cambio de textura de la fotografía, la variación del color entre la parte
inicial de este film, la intermedia y el final, no atemperan la fatalidad que
el último parlamento profiere como una maldición. Volviendo a Freud en su obra “El
malestar en la cultura”, cabe recordar que la incomodidad parcial es lo mejor
que puede pasarle a la cultura. Cuando la especie rompe sus primarias
prohibiciones tribales, el canibalismo o el incesto, la sociedad entera se
destruye. El incendio enigmático del comienzo, y la siguiente aparición
mortecina de la feria, tienen un poderoso valor simbólico. El trauma como
memoria original y repetición insoslayable, signa el film de Guillermo del Toro.
Pese a esta concentración ficcional, emerge el documental fantasmal que citaba
Godard, porque es la crisis económica, intelectual y ética, el descontrol ecológico
del planeta, la enfermedad y los desastres, lo que acecha la simbólica feria.
La posición del impostor como pastor, incluye en esa rima la fusión actual de
la mentira y la verdad, el contexto presente que envuelve la persuasión, y la
presencia inevitable del mal. No es necesario citar nombres contemporáneos, no
hay duda de la presencia pública de “freaks” en nuestra feria. El fragilizado planeta,
más extravagante que nunca, va viajando como una nave de los locos, manejado con
fiebre de vodevil por otros locos desalmados. Nada indica el infortunio
psicótico de la humanidad como estos perplejos encuentros en escorzo, el lamento
de las pantallas de cine en las modulaciones del mal.
Comentarios
Mery Castillo