Es inevitable, en tiempos turbulentos, rememorar la pesimista visión de Alexis de Tocqueville en 1835 sobre la naciente democracia norteamericana. Las pasiones derrotadas de la revolución francesa parecían tonificarse con nuevas multitudes, pero también alarmaban con sus riesgos abismales. Tocqueville no confiaba que mejorarían las sociedades por el dictamen de las incultas mayorías. Las arengas en la calle mayor, discusiones acaloradas en cantinas y abastos, no presagiaban una convocatoria armoniosa.
El respeto ciudadano fue siempre una causa
sagrada de los padres fundadores de la independencia norteamericana. Era el
aliento democrático fundamental de sus instituciones republicanas y el hálito
pluralista de la identidad nacional. La impronta individual permeaba la vida
social. Dicha reserva sostenía el frenético optimismo de Hamilton sobre la
diversidad, el mesurado civismo de Douglas, el rigor que, incluso esclavistas
como Jefferson, enarbolaban en los ideales libertarios. Pero uno de los padres federalistas, Madison,
había advertido, en 1831, que la armonía republicana sólo podía mantener un
engañoso acuerdo pasajero, hasta que la tensión lo rompiese, como ocurrió
treinta años más tarde con la Guerra Civil. Esta contradictoria condición, hizo
de la tolerancia una virtud central de la mitología cívica yanqui. Pero la
tolerancia excesiva, advirtió Karl Popper, no preserva de la intolerancia.
Paradójicamente, intolerancia es el título
de una película de Griffiths, pionero del cine y defensor del racismo y la
causa esclavista confederada. Su desaprobación a la intolerancia democrática y
su lealtad al regresivo espíritu sureño, eran compatibles a la hora de
embanderar sus pasiones. Liberal, esclavista y librepensador, no configuraban
un oxímoron en la tradición americana, siempre imbuida de múltiple rebeldía.
Esa temperada recepción de ideas contradictorias respetó las ensoñaciones
libertarias, favoreció muchas veces la convivencia, pero nunca pudo cesar la
vigilia armada. La impredecible expansión democrática inquietaba siempre los
pactos sociales. El bastón, la cuerda o la pólvora se citaban ritualmente sobre
la incierta herida cívica. En los
suburbios de las instituciones, como ecos ominosos, emergían las figuras del
atávico enfrentamiento; el Ku Klux Klan o John Brown nunca dejaron de cabalgar.
La actual erupción violenta en EEUU del
poder blanco, la xenofobia, la incorrección, el racismo y las innobles ínfulas
de Trump, tienen larga estela histórica. Es una vasta cultura que gesta un
innumerable pasado. Pueden cancelar los monumentos, pero no las fuentes de la
íntima identidad regional. Como había observado William Faulkner, “el pasado
sigue estando, y ni siquiera es pasado”.
En Europa, de manera similar, se remueven
los fantasmas perdidos de su historia, y las convicciones fascistas emergen sin
argumentaciones complejas, naturalizadas como un rasgo costumbrista. Pero la
objeción, la duda o el pudor ciudadano, requieren reflexión. Todo hace pensar
que el final de los relatos, la expansión de la imagen, el vértigo informativo,
afectó el pensamiento crítico, aquel tono reflexivo que acompañaba los
impulsos. En una mutación indetenible, las ideas se transformaron en cascaras
vacías que no dejan pensar. Como si
hubiera habido un derrumbe interior que no se pudo registrar. Si en verdad las
ideologías fueron arriadas por el descubrimiento de una complejidad mayor de la
realidad, esta nueva subjetividad social hizo un resumen fallido. Se desliza en
la dirección contraria, hacia una simplificación torpe y oscura; parece una
ecolalia zombi de fósiles abandonados. Colores, frases, imágenes, sellan un
caudal enorme de pulsiones sin objeto, empujones sociales sin destino, que
nacen y terminan en las olas y redes del océano digital. La manifestación
global indica que esta sustancia es inmune al ejercicio clásico de la
tolerancia, no tiene trato con la crítica, es una nueva aleación entre las
pulsiones más hondas y los mitos más arcaicos.
La polución de rasgos, géneros, identidades y conflictos de
incontrolable diversidad, impide cualquier estrategia crítica. El vértigo evita
jerarquizar pasos en la multiplicidad, de manera que solamente los mitos son
aptos para fijarse en esas microesferas de la contradicción. Son los únicos que
saben viajar transversalmente entre identidades disgregadas. El narcisismo
anterior revestía escenarios integrales, fértil en ideales y referencias de
horizonte simbólico, el actual es puntual, un emblema imaginario para la
pertenencia en el mismo mercado de la moda o el deporte favorito. “Palestina
libre” es el grito erudito de manifestantes universitarios sobre un tema del
que ninguna ignorancia les resulta ajena. Lo acompaña un coro académico que usa
la ideología como emblema, marca que no deja pensar fuera de caja, ese
recipiente seco y vacío que dejaron las pasiones de izquierda. A diferencia de
la caja de Pandora, en el fondo no quedó la esperanza sino una algarabía
fanática. Esa usurpación de reivindicaciones imaginarias sobre géneros, razas,
dietas, colonialismo, imperialismos y culturas, está erosionando el horizonte
científico que debería orientar los claustros. Una creciente imbecilidad
enciclopédica les garantiza los alaridos, sin desconocer que las inversiones de
Catar y otras donaciones sauditas han invadido las universidades. Estas
apelaciones colectivas, en su tiempo honraron la oposición a la guerra de
Vietnam, no la fidelidad al terrorismo, el antisemitismo o la confusión
oportunista de una izquierda degradada. Solo eso podría explicar que estos
jóvenes tan sensibles a la lejanía jamás hicieron una protesta por la guerra de
armenia, las matanzas de Sudan, el millón de musulmanes presos en China, los
seis millones de venezolanos expulsados por hambre, la destrucción de la selva
y etnias amazónicas, los cementerios marinos de refugiados, los rohingas
marginados, inmigrantes del Rio Grande y otras minorías sin subvención
académica. Uno de los efectos de esta ola enfermiza, es que los críticos
genuinos que advierten la complejidad casi inasible del medio oriente, y pueden
tratar políticas, intereses concretos, coyunturas y gobiernos, en vez de pueblos
buenos y malos, no pueden participar sin ser confundidos con esta legión de
desvariados que inunda todos los espacios.
El fanatismo, esa concentración unilateral
que permite una lucidez enceguecida, es una clásica experiencia narcisista. El
narcisismo es bueno y/o malo, como el colesterol, pero es inevitable para la
normal circulación afectiva. La exaltación, la tensión del anhelo, la
idealización ardiente, templan y sostienen nuestra vida psíquica. El narcisismo fluye evolutivamente, con
naturaleza a veces constructiva y a veces maligna. Siempre hubo la posibilidad
de diferenciar la pasión enajenada por la creación estética, la fiebre de
músicos, pintores y poetas, de la pasión enajenada de las turbas del futbol, o
separar la exaltación burbujeante de los enamorados de la delirante entrega de
los nacionalistas y extremistas religiosos. Actualmente, el ojo que sopesa esos
matices del frenesí está desapareciendo. La defensa de la complejidad y el
vigor reflexivo retroceden.
La división entre una dimensión práctica o
inmediata y otra trascendente e inefable, ya tuvo tropiezos, y fue reordenada
muchas veces en la historia. Desde que la religión perdió gerencia metafísica
en la modernidad, y el arte, el romanticismo y luego el totalitarismo se
hicieran cargo de la pura trascendencia, hubo modulaciones en ambas orillas.
Esos espacios eran incondicionales para la existencia. Actualmente, la
velocidad de lo incierto que suministra el internet ha inflado el presente de
manera vertiginosa, dejando vacantes el futuro y el pasado, los dos vértices
claves de la trascendencia. Estos jóvenes no logran proyectarse en el tiempo,
los algoritmos son sus ideas, y las ideas no los dejan pensar.
La mitología, que en su tiempo se hizo cargo
de ofrecerle relieve parcial a la vida cotidiana, parece haber dejado huellas
en el psiquismo como entrevieron muchos estudiosos del tema. Los arquetipos del
paganismo retoman la nueva administración acotada del tiempo. El poder de las
imágenes, su gran espectro semántico, retoma casi todas las figuras de la
memoria cultural y las conduce como en la primera antigüedad. Si la
reproducción técnica despojó el aura de la obra de arte, como advirtió Walter
Benjamín, no es difícil que la alta velocidad que inundó la vida haya
desalojado la trascendencia. Es irrisorio temer un efecto distorsionado de la
inteligencia artificial, ya que el imparable ritmo actual no acepta la
trascendencia, aquel sentido mayor que se estiraba entre los dos tiempos que
flanqueaban el “ahora”.
El fanatismo, tan alabado por ideologías
extremistas, estandarte de pasión libertaria y autónoma, alentó la audacia
creativa de todos los afanes estéticos y cognitivos. Cada creación, cada
descubrimiento, es una mini revolución. Esa exaltación fue pervertida como
tenacidad obsesiva y sostuvo también las grandes campañas destructivas de la
historia humana. Los actuales sistemas receptivos parecen privilegiar la
obsesión más que la pasión, es decir la vocación controladora, repetida y
encerrante del narcisismo maligno. La tolerancia, a su vez, requiere también
ejercerse desde una referencia superior, más duradera que la ofrecida por un
presente perpétuo que devora todo sin masticar.
Si no se frena este delirio concertado, en
poco tiempo soportaremos la alegría medieval de manifestaciones sobre los
derechos geográficos de la tierra plana o la demanda de presupuesto de salud
para la corriente antivacunas. El progreso tecnológico no ha sido gratis, la
estupidez se ha ido acumulando a su costado.
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