El 30
aniversario de la muerte de Juan Carlos Onetti rememora su difusa grandeza, irrefutable,
continua, pero siempre impalpable. La evanescencia del tango es uno de sus afluentes.
El convenio con un borramiento ambiguo y la trémula sombra no tuvo frontera
póstuma. Recuerdo haber visto una película uruguaya sobre uno de sus cuentos,
que me convenció que su literatura era inmune a la cámara, igual que García Márquez,
pero desde el otro ángulo. Con el esplendor fílmico, uno perdía la duda y la
penumbra reflexiva, y el otro la insistencia luminosa de la certeza tropical,
que son asuntos palabreros y no de imágenes. Curiosamente, es la descripción,
la mirada lenta, no la acción y el verbo, el soporte de esos ámbitos opuestos.
A Onetti lo pude rescatar mucho después en
una película, pero era turca y se llamaba, creo, “los tres monos”. Era sobre
corrupción y fraude, y campeaban las sombras y las tomas inciertas. Quizás el
director no había siquiera conocido a Onetti, pero tenía su misma devoción por
el claroscuro, una inclinación de la pintura flamenca que Onetti esfumó en la
letra. Para su época, la claridad era pobre, el periodismo aluvional, la
educación, y la difusión masiva de los libros, le habían disminuido a la pluma
el aura constructiva del progresista genérico. Los que escribían a máquina,
como Arlt, mestizaban la espiritualidad con la productividad industrial de su
tiempo. Otros relucían las vanguardias, y se cultivaba la prestigiosa
oscuridad, el nihilismo, el aristocrático desasosiego del escritor ruso para
lectores franceses.
En una oportunidad, Onetti asentó su
diferencia en una conversación con Vargas Llosa. Había observado que la
relación con la literatura del escritor peruano era conyugal, no de febril amante
como en su caso. Conocer que Vargas Llosa estudió letras en la universidad,
mientras Onetti era un periodista autodidacta. que no terminó la escuela
secundaria, podría aseverarlo. Resulta contundente, pero no basta para esa
prometedora definición. Jorge Luis Borges también tenía una relación conyugal
con la literatura, pero nunca abandonó el horizonte amatorio de su sensibilidad,
“la inminencia de una revelación que no se produce”, como dijo del hecho
estético.
Onetti, tradicional y marginal, casado
varias veces con mujeres llamadas “María”, como el pueblo “ Santa María” que
había inventado, poseía con la creación una relación no conyugal. Era amante
sufriente, clandestino en el tormento y gozosamente destructivo. Con un
cigarrillo en una mano, un vaso de whisky en la otra, y recostado en la cama
rodeado de libros mezclados, era el genuino testimonio de que cambiaba su vida
por palabras (como decía Borges del oficio de escritor), entregándose a un
sacrificio que solo debería exigir la imaginación, no el cuerpo. Los amantes
pagan ese paradójico tributo, anhelo y exclusión, intensidad y aniquilamiento.
Son ofrendas románticas, rituales de muerte para certificar la veracidad del
amor, para que el vacío y el fracaso relumbren en los ojos piadosos de la
amada, sin seguridad matrimonial, pero con abismales ilusiones. Esas ilusiones
acompañaron su cuerpo más de 80 años de maltrato, según ilustran algunas
entrevistas, para parir una obra grandiosa y sombría.
Recuerdo
aquí, inevitablemente, una nutrida conversación en Caracas con Sergio Chefjeck,
el joven y fértil escritor que luego falleció demasiado joven en Nueva York.
Sostenía, con impecable lucidez, que algunos escritores muy buenos lo son por
sus defectos, escriben a su manera por sus limitaciones. Lo dijo al pasar, pero
esta tesis, tan inteligente y desmitificadora, se ajusta al escritor uruguayo.
En “El pozo”, su primera novela, el
argumento es disparado como en el primer cuento, “Un tal Baldi”, con la
imaginación expansiva del mitómano, y la impostura para cubrir la carencia y el
fracaso. En este caso, como había comentado el mismo autor con desenfado, había
iniciado la breve novela para descargar la rabia de no haber comprado los
cigarrillos el viernes, en un tiempo de prohibición. La abstención desencajada, la descarga de
resentimiento del personaje, a diferencia de otros relatos, superpone varias
veces la voz del narrador, el personaje, con el autor real, y desdobla al
primero. A veces es la voz de un marginal de sordas y sórdidas apetencias,
misógino por educación de la mala vida, y en otras un nihilista de alto vuelo
que cita el surrealismo y argumenta con fantasías de cuentos de Jack London; el
lector puede advertir con nitidez el personaje intelectual naciendo del autor. En
la placenta de esta novela corta, de párrafos muy largos, tampoco es ajeno Dostoievski,
el Nietzsche furibundo que se leía en los años treinta, algo de “Los Siete
locos”, y siendo uruguayo, también un hálito de Lautréamont. Tenía por entonces,
como compañero de ruta a Roberto Arlt, aliados en esta voz del escritor anarquista,
y la idea del escritor como protagonista genuino de la historia. El periodismo
en “Crítica”, a su colega Roberto Arlt, lo modeló, le permitió configurar la
marginación como género, sin perder la perspectiva laboral, institucional, social,
teatral, y hasta mimó la suerte capitalista del inventor. En Onetti, que llegó
a dirigir la agencia Reuter, ese entusiasmo estaba sobreseído, impediría la
sombra que quiere imprimir al relato. Arlt tampoco era conyugal, aspiraba
siempre al puñetazo creativo, pero no es conyugal de otra manera.
Una herencia de Faulkner, la respiración
entrecortada de la sintaxis, la gloria invicta de la derrota, la oscuridad
insidiosa, parece la marca más notoria, en Onetti; los otros originales
herederos del norteamericano, inventores en su escritura de Comala, Macondo,
General Vallejos, no indican en su idiosincrasia otra afinidad que el afán
melancólico de una geografía propia. El ultimo, Manuel Puig, que había sido
desdeñado por Onetti, quizás por su escritura oralizada, presentó a cambio una
subjetividad tan hermética como la del uruguayo, pero sobre la voz, lo más
íntimo del afuera (lo inexpugnable), en vez de la representación del adentro
que practicaba minuciosamente Onetti. El enrarecimiento, la sombra, la sintaxis
afectada por sentidos ocultos, recuerdan a Faulkner, y le abonaron el ondulante
susurro íntimo, un eco poético del monologo interior. Aunque, incluso antes de
Joyce, Joseph Conrad había probado esos acordes acelerados en “El corazón en
las tinieblas”.
Lo que en alguno es acción, aventura,
episodios tramados, en su caso permite la descripción sombreada, la
concentración diminuta de la escena, que más tarde practicará Antonio di
Benedetto o Juan José Saer, con clara afirmación de la mirada poética y la
polivalencia de la imagen.
Un psicoanalista kleiniano, Jacques, recuerdo
solo su apellido, postulaba hace casi un siglo que había dos tipos de
creadores, los que morían antes de los cuarenta años, como Rimbaud, Lord Byron,
Keats o Sylvia Plath, y los de largas edades, como Thomas Man, Bernard Shaw,
Tolstoi o Anatole France. Los primeros se consumen en una erupción creativa
fulgurante, los segundos esperan un segundo aire, tienen un horizonte de
maratón vital. En el Rio de la Plata, hubo dos casos paradojales de esa
clasificación, uno es Borges, que pasó los ochenta con su viva obra completa, sin
abandonar nunca la perplejidad que afilan los poetas radicales, el otro es
Onetti, que cultivó el desdén de Baudelaire, el desplante de Céline, pero murió
en los venerables años ancianos de Thomas Man o Anatole France, sin dejar el
Whisky y el cigarrillo que enardecían su ávido interior. Aunque su excelente
novela de 1954, “Los adioses”, logra el prodigioso equilibrio sereno de la
perdida consumada, y modera, sin hipérboles dolientes, la distancia justa del
punto de vista sobre el enigma, y la alta dignidad del daño. Es difícil
conjeturar si por entonces la reciente relación con la gran poeta Idea
Villarino, le permitió esa distancia. Mantuvo la neblina amistosa y el esbozo
insinuado de un triángulo de equívocos que flota sin tormento. Eso ocurría en
la Córdoba de las sierras terapéuticas, y absorbía su calma taciturna. En Santa
María, el lector que habitaba Paraná, podía sentir en los cuentos sus calles,
el rio, el Hotel Plaza, la fábrica de portland, el cementerio, la calle Perú.
Para alguien gestado con memorias del Plata, que vivió mucho entre Argentina y
Uruguay, y que como Felisberto Hernández o Quiroga, no desconocían ese interior
provinciano al otro lado del rio, esa ciudad le permitía mudar confortablemente
sus espectros.
En el siglo XXI Onetti se afantasma mucho
más, el monólogo exterior del internet ha consumido al otro, y el frondoso
interior es un eco lirico del pasado. El pensamiento del afuera hoy desertifica
la lectura, y creo que aquellos textos ubérrimos de sentido, tan fieles al
siglo XX, han perdido aquel encarnizado lector que boxeaba con las sombras.
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