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De las bajas pasiones publicas

 

El reciente premio nobel de economía fue otorgado a dos investigadores que, contra las tendencias numéricas y financieras de las ultimas décadas, enfatizaron el papel decisivo de las instituciones y del sistema de creencias regional. La distancia antropológica del frenesí económico, esa prudencia con la heterogénea realidad, aumenta también el espacio de la reflexión histórica y cultural. Nada más oportuno en esta época de aventureros económicos, filibusteros políticos, impostores avezados en la desinformación, que nadan teóricamente en los vacíos del corrompido espectro público. En este cuarto del nuevo siglo queda claro que la anhelada globalización tuvo una expresión más geográfica que humanista, y ha logrado que todos se parezcan en pretenderse diferentes. Uno de sus efectos fue tribalizar las sociedades, pero reduciendo también los valores colectivos. La aldea global profetizada se ajustó con mala fortuna al aforismo “pueblo chico infierno grande”.  Lo cierto es que la noción del Otro se transformó, los temples particulares más degradados se naturalizaron poco a poco y los estereotipos del fascismo ya no resultan vergonzosos. Una metamorfosis asombrosa hizo de la tragedia una farsa y de las ideologías las caricaturas de un comic universal.   Las distopías amenazantes y las utopías embriagantes, suelen ser hoy los remos mayores de las inciertas travesías políticas, sin otra bitácora que la ambición pasional de corto plazo. Por ello las instituciones adquieren un renovado valor, no solo para los economistas del nobel, también hacen las veces de guías cívicas, columnas de saber acumulado contra las audaces cabriolas de los oportunistas. Sin respiro, los cambios históricos vertiginosos y la creciente ignorancia social facilitan el provecho de gente inescrupulosa, dispuesta a promover el mesianismo, el resentimiento, la autocracia, la xenofobia, el antisemitismo y el goce de las más bajas pasiones públicas.

   En su tiempo, menos denso que el actual, Nicolás Maquiavelo había observado que el miedo y el odio eran más efectivos que el amor para instrumentar la función pública. Cuatro siglos más tarde, el nazismo, el fascismo y el estalinismo extendieron minuciosamente ese corolario. Mas adelante, las estrategias disuasivas de la guerra fría, la teoría de los juegos, la política nuclear de destrucción asegurada, sofisticaron la misma sabiduría despiadada. La irradiación maligna no sucedía por aviesa manipulación ideológica, el universo intelectual y letrado solo entregaba el argumento, no el impulso original. Como sostuvo Bronislaw Malinowski, los pueblos nunca se guían por las causas que los determinan sino por las que creen que los determinan. La macabra tendencia deriva de una condición evolutiva anterior, por la que genéticamente tenemos mayor memoria del miedo y la desgracia que de la felicidad o el bienestar. Se trata de que recordar las experiencias peligrosas o temibles sirve a la supervivencia de la especie más que recordar las de satisfacción. Es un rasgo heredado, protector en su tiempo; hipertrofiado acecha hoy contra la supervivencia planetaria. El ancestral impulso paranoico desbocado enfila hacia enemigos imaginarios, mientras desatiende los riesgos reales del planeta que sostiene la especie.  Esa herencia genética de memes alertas y agresivos, que todavía guardan a los chimpances, tiene consecuencias nefastas para sus descendientes. Nos indica que comer con placer un helado en la tarde es menos trascendente y memorable que escuchar un siniestro noticiero vengativo y embanderarnos en el enfrentamiento. El hecho de que el helado es de una veracidad tangible para la lengua, mientras el noticiero suele ser imaginario, arbitrario, aunque no sea falso, porque siempre es un relato circunstancial, no ayuda demasiado para desatender la jerarquía genética. Ese ímpetu viene ahora acunado por presagios catastróficos.

   La condición irreversible es el sino de nuestro tiempo, el desequilibrio climático y ecológico lo estampan en los desechos crecientes de la historia. También ocurre con los cambios subjetivos de la sociedad. La caída de los grandes relatos, el abandono de la lectura, la merma del lenguaje simbólico, la multiplicación de identidades por imágenes, el creciente desierto conceptual, presenta un futuro no menos abismal que el clima. No todo ´puede mutar voluntariamente, y menos si desaparece el sujeto de esa voluntad. A los destructivos impulsos se une hoy un notorio déficit intelectual en la recepción colectiva. Privados de los ideales que sostienen los relatos, el insondable rostro del Otro que irradiaba en la ética de Levinas, se ha reducido a las neuronas espejo. La complejidad de la relación humana se evapora y la recíproca “teoría de la mente”, propia y del otro, esta naufragando.

     La revolución tecnológica ha permitido una facilidad asombrosa, pero también ha dejado vacantes enormes predios simbólicos. Entre twiter, noticias falsas, fragmentos de experiencia y espasmos narcisistas, se cuece la comida chatarra del pensamiento actual. Las malas artes persuasivas del fascismo, el oscurantismo religioso, el antisemitismo y el nacionalismo vuelven a prosperar por su afinidad primaria con los rasgos concretos. La conjunción de una idea con un atributo anecdótico particular tiene convicción inmediata, logra el flechazo para un ámbito operatorio elemental.

   Gravita cada vez más la simpleza de los términos, proliferan teorías conspirativas, contagios perversos, descendencias oscuras, orígenes míticos, extranjerías peligrosas, el insoslayable color de la piel, identidades y géneros trastornados. Los pensamientos complejos se rechazan con suspicacia por abstractos, cernidos por una tenebrosa aristocracia mental, y el pensamiento concreto impera literalmente en cosas y nombres de corta distancia.  Cuando aletea una perífrasis, y alcanza la metáfora, no pasa nunca de la referencia al cuerpo y sus alrededores: contaminación migratoria, el cáncer judío, venas abiertas de paises, pureza de sangre nacional, perversión de los niños, hacer grande América otra vez. En una ignorancia histórica anterior, menos amenazante pero de ingenuidad similar, se alegorizaba con los jóvenes turcos, la joven Italia, el país moribundo de Europa, padres fundadores o madre patria. Son términos disparados para crear una atmósfera narrativa estereotipada, como los ejecutados en cuentos de hadas por gigantes, madrastras, gnomos, princesas y brujas.  Es posible que este discurso persuasivo actual, dirigido a un ánimo ciudadano con retraso infantil, no lograse su objetivo si antes no hubiera habido un entrenamiento infatigable de mensajería digital. Es el arte entusiasta de “jibarizar” los relatos. Frases, retruécanos, bravatas, microcuentos sin conceptos ni síntesis, que minimicen todo pensamiento. Un ancho bombardeo en alfombra de la materia gris colectiva.

  Como defensa de las bajas pasiones públicas, cabe decir que sus políticos portadores tampoco entienden lo que pasa, el mundo se les ha vuelto muy complejo, pero no pueden mostrarlo porque perderían poder y salario. Solo extienden y alisan el argumento conveniente, en el peor caso imaginan la historia posible que sugiere el golpe de dados, y prosiguen el triste oficio de representarse a si mismos como si fueran muchos otros. Recuerdo ese ejercicio enfermante en la Venezuela de Chávez, el huevo de la serpiente del neopopulismo criminal que se extiende como la peste. Recuerdo sus payasadas, su festejada locura, la persecución de la corrupción para perfeccionarla, la laboriosa conversión del país en un pozo séptico, la planificación esmerada de una sociedad mutilada. Recuerdo como un faro en la infamia un camión frigorifico volcado en una autopista céntrica de Caracas, con su chofer malherido agonizando en la cabina, mientras una creciente turba rompía las puertas del acoplado para saquear los costillares y embutidos. En esa época no había empezado todavía el hambre, solamente la disolución de los lazos sociales en la degradación general. También recuerdo mucho antes, los tiempos en que la deficitaria democracia argentina estaba asolada por el populismo, y Borges, heredero del inteligente desencanto de Tocqueville, había observado que en algunas ocasiones las multitudes pueden no ser innobles. Era una justa y benevolente prudencia con las masas exaltadas, pero el don virtuoso al que alude sigue hoy  vedado a los perversos y cíclicos administradores de las pasiones públicas.

   

 

  

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