El orden de la historia ha tenido siempre un giro narrativo, una retórica endeudada con la literatura que delata su común origen en el arte de contar. Hay unos 150 años desde que Jules Michelet hizo de la conquista de Constantinopla el epilogo fastuoso de la Edad Media y unos 250 desde que Edward Gibbon iluminase con los desvelos del Imperio Romano el prólogo esplendoroso del inglés. Los mismos siglos, medida con que se organiza el tiempo desde el siglo XVIII, hacían de capítulos de la gran novela que todos escribiríamos sin cesar. Ese rumor imaginario ha cesado, pero nos acompaña todavía como un fantasma. Cuando Freud describió “La novela imaginaria del neurótico”, solo traslado a la subjetividad individual esta dimensión trágica que había adquirido el transcurso público de la vida. Quizás la novela histórica y la dramática interioridad Freudiana sean complementarias, procuren una misma dignificación del conflicto, aspiren un guion que engañe la vaguedad y el azar. No siempre fue así, antes de ese entusiasta calendario, la vida de las naciones, entre las naciones, o regiones cuando no había estados, no tenían narrador, las sagas no anhelaban pretensiones históricas, y tampoco las vidas personales contaban con una exaltación biográfica. Ahora vuelve a ocurrir esa extraña libertad, ese descontrol o esa ausencia. La arcaica lentitud aldeana no precisaba la historia, la alta velocidad actual la disuelve. Una de las características de este siglo parece ser el desvanecimiento del siglo mismo, la perdida de una contabilidad que preservaba cierto archivo, dejaba un perfume de sentido acompañante. Hoy se ha logrado la mayor destreza en las técnicas de comunicar, pero ya no se sabe que contar.
Si algo ilustra
la gigantesca mutación de poder y destino en nuestros días, es su falta casi
absoluta de narración trascendente, y no solo por la ausencia de cobertura
ideológica, sino de simple significación. Los episodios naufragan en la
irrelevancia y no tienen una jerarquía que los vincule. La primera impresión es
que la vertiginosa fragmentación que suscita el internet en la experiencia de
vida, el presente perpetuo que atosiga la expectativa personal, es la misma que
contagia la vivencia pública del tiempo.
Un
acontecimiento como la decadencia norteamericana y el ascenso de China
(episodio equivalente a la caída de Constantinopla para el destino occidental)
no se diferencia de la miríada de acontecimientos informativos que devanan el
tiempo, como el ultimo Twitter de Trump, el éxito de Gal Gadot, la novia del príncipe
o un desplante de Putin. La hipercomunicacion de acontecimientos no deja escuchar
la relevancia que tienen, y nos impiden esbozar el tamaño asible de un destino
humano; el tiempo narrativo, la historia, incluso como rudimentaria mitología, fue
también donadora de sentidos. El trafico actual de modelos de vida no permite
ese ejercicio con las imágenes. La multiplicación de series televisivas y la
disminución de filmes de “ideas”, más allá de motivaciones técnicas y comerciales,
ha disparado una transformación ya instalada sobre el ritmo y la exigencia de
la atención. Por otra parte, ese eufemismo de la mentira que se llama la posverdad
ha promovido una autentica industria de documentales, heredera de la falsísima
declaración “Basada en hechos reales”, para promover estereotipos recalentados
de la ficción. Todo indica que el temido “Hermano Mayor” de Orwell no había
sido una persona sino un sistema perceptivo, un aplanamiento que dictamina los
cambios en seco para un receptor sin escucha. Lo que desaparece es un fondo
narrativo creíble, un legítimo cosmos exterior que trascienda los “barrios”
informativos que concentran la atención particular. Se han expandido
superficies de escucha y sordera, sin codificaciones, pero de intensa
pertenencia, mapas digitales que deparan una nueva identidad. Los avezados
viajeros y exploradores que en otro tiempo unificaron la visión del planeta, no
tienen los émulos que crucen esos planisferios, nada permite conocer las aldeas
informativas aisladas que componen la humanidad actual. La globalización
tecnológica ha propiciado el mas cerrado provincianismo informativo, los
obtusos fieles de la información solamente oyen lo que ya saben.
Las secuelas que sugiere esta nueva
perplejidad no son fáciles de descifrar. La particularidad exacerbada, el
vértigo narcisista, es alentada por estas nuevas modalidades de la
comunicación. La noción de universalidad de lo humano, que probablemente deriva
del Imperio Romano, y fue tonificada con los progresos modernos del derecho, se
evapora al calor de resentidos nacionalismos. Una personalidad de “zapping” es
hoy la más demandada por las redes sociales. Esa atención fragmentada que atravesó los
video clips para invadir la reflexión colectiva y establecerse en los
relámpagos del Twitter, no tolera pasiones largas ni ideas complejas, y solo guarda
para las ideas anaqueles rápidos y estrechos que reciclen su consumo. En ese
rango, las tragedias mayores, las catástrofes masivas, no pueden calibrarse. Posiblemente
uno de los efectos desoladores del nefasto rumbo de Venezuela para su gente,
sea también la dificultad de extraer significado de la debacle, eslabonar los
sucesos en un tiempo y secuencia que permita un sentido. Ocurre también en
Europa, aparte de las impulsivas definiciones nacionales o humanistas, los
achaques de la pequeña y la gran política consumen toda perspectiva. Se asiste
en esos gestos a un final de partida del continente, y solo Samuel Becket podía
haber dictaminado para este desenlace tal encerramiento existencial. En el
medio oriente, rebosante de visiones mayores, predomina la tenaz consigna de
mantener la locura a toda costa, pero ya no se sabe con cual delirio, porque se
han gastado casi todos. La falta de ideología, o la caída de grandes relatos,
no explica este gran vacío que deja las tiranías populistas como únicos
narradores viables. El cambio en seco, sin anestesia, sin reflexión
trascendente, sin asomo de responsabilidad ulterior (como la conducta de los
psicópatas), es propiciado cuando se anula la receptividad narrativa que
alienta la reflexión.
No casualmente Frank Kermode utilizo un reloj
para ilustrar la vigencia de la narración: “En el tictac del reloj hay
narración, hay un Genesis en Tic y un apocalipsis en Tac”. El reloj fue uno de
los organizadores del tiempo, el otro, mucho antes, fue la narración misma,
ejercicio reflexivo del tiempo que además otorgaba un sentido a la vida. La
pérdida o disfunción narrativa afecta la temporalidad; la referencia bíblica de
Kermode es anterior al reloj y lo prefigura.
Uno de los testimonios de esta asincronía del presente es el debate de
la contaminación ambiental, frenado mientras se suceden los desastres
climáticos: inundaciones, huracanes, nevadas y enfriamientos mayores que nos
avisan un destino pavoroso. Esa alerta se pierde sin resto. En la prístina
antigüedad, los remotos escuchas de la especie siempre organizaban un “cuento”
para el mañana, con piedras o rastros del aire solían descifrar las señales que
guiaban su prudencia. Los actuales devotos del cambio en seco no cesan de no
escuchar, mientras el planeta se parece como nunca a una nave de los locos
perdida en el espacio.
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