Suele afirmarse que la historia es mejor ilustrada, interrogada y entendida por la literatura, no por la filosofía o por la misma historia. Su estofa recóndita es siempre narrativa. El relato histórico no puede escapar a las leyes de la sintaxis o ignorar la semántica. Aquel aforismo "no hay historia solo historiadores", observa todos los documentos y monumentos flotando rigurosamente sobre el lenguaje. Walter Benjamin sospechaba que el historiador podría ser un trujamán, un ventrílocuo con hábiles trucos teóricos sobre la anticipación y la anterioridad narrada. A cambio, el novelista, menos pretencioso de una verdad, puede narrar desengañando. La novela logra es toque revelador de linterna exploradora que apreciamos en Balzac o Stendhal con la burguesía francesa, en Dickens con la revolución industrial, en John Dos Passos con el sueño americano, en Cervantes con la hidalguía española, y en otros con una realidad creada que parece preexistirlos. Pero fue Cervantes y su orbe los que crearon el Siglo de Oro, no al revés. Quizás el lustre fetichizado que se había otorgado a la historia soslayó que la novela también crea la historia, la va fraguando con sugerencias sorprendentes pero irrefutables. Esa formación imaginaria de la letra, plena de convicción emotiva, pero sin fundamento palpable, tiene el mayor efecto "historizante" sobre los pueblos. Como testimonio rotundo viene al caso la invención de "pueblo" o "Nación", entre otras ficciones indetenibles, vastos entes imaginarios que mueven montañas.
La invención de la Historia
Un ensayo pretencioso de Shlomo Sand, tiene el oportunista título de "La invención del pueblo judío". Las premisas que emplea son correctas, tomadas de Benedict Anderson y otros estudiosos que analizaron el sustrato imaginario de las comunidades, pero las aplica solo a los judíos y su conclusión es un nido de sofismas. Supone que los otros pueblos no son inventos. El profesor Sand sigue el espíritu de Renan, que lograba una tímida afinidad con Taine y a la postre con Gobineau. Para Renan, Jesús no podía ser judío, para su alambicada espiritualidad la figura venerada rechazaba esa identidad. Las captaciones de esencias estaban de moda, y los avezados intelectuales olfateaban rápido los perfiles. Esa voluptuosidad del siglo XIX prefería la mitología nacional en vez de la bíblica, y la búsqueda de los orígenes era una inclinación romántica; la expansión política de esta sensibilidad mereció aquella justa burla de Macaulay " decir que hay un gobierno esencialmente católico o protestante es como decir que hay una manera católica de hacer compotas o una equitación fundamentalmente protestante".
Hoy se olvida que esos afanes
imaginarios, trasmutados en pasión publica, desembocaron en el nazismo. Hay una
diferencia entre el cálido sentimiento de Herder por la particularidad y el
impulso discriminador de Renan, entre la literaria relación del gaucho con la
pampa que hizo Sarmiento y el paisaje con alma francesa de Taine. Es fácil
resbalar tratándose de los sentimientos oscuros de lo particular. Lo cierto es
que no hay pueblos o entidades colectivas duraderas sin mitologías, nada indica
que Inglaterra debe ser teológicamente de los ingleses o que los ingleses deberían
estar en Inglaterra. Si se quita el azar étnico, su mezcla arbitraria, y se
separa la mitología de una presunta historia real, lo que queda es simple
intolerancia a la textura imaginaria de la realidad humana. La idea de pueblos
originarios es ingenua, tentada por el fascismo, y una ilusión tan postiza como
las otras. En lo que mas se parecen los pueblos es en la ilusión de creerse
distintos, y para sí mismos todos terminan en originarios.
No cabe duda de que
Borges, por ejemplo, descifró buena parte de la historia argentina, pero antes
fue inventada más arbitrariamente por Echeverría, Mármol, Alberdi, Sarmiento,
Hernández, Hudson, Lugones, grandes narradores de lo que debía haber pasado en
ese incierto país. Ellos configuraron los fantasmas precursores, y los lectores
fertilizaron con otras especies ese lecho narrativo. Cuando Macedonio
Fernández, con sonriente agudeza, observa que los gauchos están en la Pampa
para divertir los caballos, nos iluminaba con su humor este costado de una
escena ignorada, la trama desconocida de la mítica realidad criolla.
La novela que repta
Al repasar las
generaciones de fieles que estudiaron la sagrada teoría de Marx, el intento
heroico y patético por extraer las leyes de la historia de una Tora de los
impíos, es difícil no recordar el intenso carácter ficcional de la obra. Las
frases reverberan sobre las pasiones que inventaron Hugo, Dumas, Musset y otros hijos de ese siglo. Heinrich Heine, amigo de Marx, reconocia su vocacion literaria, pero advertia su inclinacion de heroe sombrio. Quizas Edmundo Dantes, el justiciero y vengativo Conde de Montecristo,
fue una de sus musas. Desde las sombras sostenía parte de la irritación crónica
de Marx ; otro influjo que avivaba su pénsamiento procedía de " los
Miserables", el impetu que Víctor Hugo había divinizado para siempre en las
barricadas (las metáforas de oleaje revolucionario, mareas históricas desafiantes que chocan y anegan el espacio social, derivan de esa escena). Estos dos románticos se
fundieron en una novela imaginaria (en el más certero sentido freudiano), que
atravesó muchas biografías. Abarco en su drama tanto a Friedrich Engels,
sordo rival de un padre exitoso como empresario textil, como al furibundo
Marx, cuyo matrimonio con una aristócrata alemana no le soluciono el
problema doméstico. Los dos pensadores no tenían ni cadenas ni trabajo que
perder, vivían de sus protectores. Compartían el mismo narcisismo exacerbado
que los arrojaba a las comparaciones inevitables. Sus voces guardan el tono querellante,
el ingenio aventurero, de las patologías románticas. Sus argumentos son
impetuosos, una esgrima de sospechas y revelaciones que pretendían modificar la
realidad, en vez de intentar comprenderla como otros simples mortales. La propia
acumulación de reconocimiento histórico, la avidez panfletaria, procuraban el
nuevo Partenón de la época que ayudaron a inventar. Como a tantos participantes
de la gaseosa filosofía alemana de entonces, los devaneos de Hegel había
suministrado un ideal erotizado del pensamiento, una novela del “pensar”
curiosamente embanderada con” la materia”. La declamación obsesiva, religiosa,
sembró multitudes, no a pesar de las normas rígidas y categorías sagradas, sino
por su ejercicio, una fe que ofrecía el opio más barato.
Es cierto que del carácter novelesco de los textos de Marx no deriva automáticamente el autoritarismo estalinista o maoísta, el régimen coreano, cubano o venezolano. Eso requirió otra novela, "El estado y la revolución", el manual leninista para llevar al matrimonio aquellas pasiones. Separar ese fondo emotivo tiene costos, el minucioso Althusser procuró convertir en ciencia la teoría marxista, higienizarla de ideología, despojarla de sus pasiones, pero se le colaron por la ventana de la locura y terminó asesinando a su mujer. Las pasiones también alcanzaron a Garaudy, otro teórico voluntarioso, y sus ensueños hoy sostienen la ultraizquierda fascista de Melanchon en Francia. El país de la ilustración y la razón es también el país de las letras trepidantes, y Lamartine ya prevenía sus contagiosas pasiones a Hugo. No casualmente Madame Bovary, la novela moderna fundamental, termina en una condena de las novelas, escena postrera casi igual a la de Cervantes sobre la muerte de Alonso Quijano, el bueno, que había sido Quijote en su desvarío.
Es cierto que del carácter novelesco de los textos de Marx no deriva automáticamente el autoritarismo estalinista o maoísta, el régimen coreano, cubano o venezolano. Eso requirió otra novela, "El estado y la revolución", el manual leninista para llevar al matrimonio aquellas pasiones. Separar ese fondo emotivo tiene costos, el minucioso Althusser procuró convertir en ciencia la teoría marxista, higienizarla de ideología, despojarla de sus pasiones, pero se le colaron por la ventana de la locura y terminó asesinando a su mujer. Las pasiones también alcanzaron a Garaudy, otro teórico voluntarioso, y sus ensueños hoy sostienen la ultraizquierda fascista de Melanchon en Francia. El país de la ilustración y la razón es también el país de las letras trepidantes, y Lamartine ya prevenía sus contagiosas pasiones a Hugo. No casualmente Madame Bovary, la novela moderna fundamental, termina en una condena de las novelas, escena postrera casi igual a la de Cervantes sobre la muerte de Alonso Quijano, el bueno, que había sido Quijote en su desvarío.
En algunos casos, la novela leída era
recibida por la narración imaginaria ya instalada. La mezcla de voces luego
parasitaria al héroe, como quizás ocurrió con los personajes folletinescos de
Eugenio Sue o Knut Hamsum y la biografía reivindicativa que se inventó Hitler.
La misma fabula que luego novelo el inescrutable pasado alemán de las
multitudes. En otros, la novela circulaba por entregas, cambiaba de mano, y hacía
historia con portadores involuntarios de la ficción. Un caso interesante es Jean
Paul Sartre, uno de los pensadores más lúcidos de su tiempo, acostumbrado a
pensar en contra e incorporar la subjetividad en los análisis políticos.
Ofendido por la incipiente tecnología, observo que la bomba atómica era
antihistórica. Nadie entendía lo que había querido decir, pero había una
historia, una novela propia, donde ese capítulo no entraba. También en su obra
“Las manos sucias” ilustro la razón por la que el estalinismo es perdonable,
incluso bueno en sus errores, como asimismo postula su ensayo “El fantasma de
Stalin”. Es el caso de un filósofo, novelista, ensayista de la literatura, que era rehen de una novela univoca, una ficción inscrita que lo pensaba, pero él
no podía leerla.
La letra que circula
Una
fulminante revelación cabalística, acaecida a finales del siglo XVII, permitió
al Profeta Natán de Gaza, entrever en el enfermo bipolar que llegaba como
huésped desde el Cairo, su condición secreta de
Mesías. Como en un cuento de Borges, Sabetai Zevi, el viajero recien llegado, recibio la revelacion y empezó a predicar. Estaba convencido con plenitud de la redención aludida por el otro, y prometió
incluso un ejército libertario para el oprimido pueblo judío. Su trastorno mental se
avenía al personaje y facilito una amplia convocatoria de apasionados creyentes
desde Salónica hasta Holanda. Como psicótico con algún rasgo de sensatez, este mesias también se hizo musulmán cuando el soberano de la Sublime Puerta lo conmino a
convertirse o morir. La apostasía no impidió que sus seguidores la pensasen
como una sofisticada expiación, un mandato secreto que incluía un nuevo
marranismo. Su legado, como precursor del sionismo histórico, ya estaba
sembrado. Fue derivado de las letras cabalísticas del siglo XVII, perduro y
volvió en el siglo XIX con las letras seculares de George Eliot en Daniel
Deronda, quizás la primera novela sionista moderna. Teodoro Herzl, en un
ensayo que también procuraba la novela, escribió al finalizar ese siglo “El
estado judío". Un proyecto tan imaginario para un aristócrata asimilado e
ignorante del idish y el hebreo, que lo pensó materializar en Uganda o
Sudamérica. Zeev Jabotinsky, quizás el líder sionista de mayor incidencia
histórica del siglo XX, recogió esa antorcha letrada. Era cultísimo poliglota,
periodista, novelista, pensador político, conferencista, y además sabia el
papel de la mitología en la memoria histórica. En 1920, luego de arribar a
Jerusalén con la Legión Judía, que había improvisado con ceremonial destreza y
perspectiva politica, estuvo preso de los mismos ingleses que lo habían ayudado.
En la prisión se dedicó a traducir " La Divina Comedia". Escogió el
texto con el que Dante invento una nación, y sino toda Italia al menos a los
italianos. No era casual para un nacionalista como Jabotinsky, que no
desconocía a D'Anunzio y sabía del fervor nacional que convocaba el fascio. El
1926 escribió una novela sobre la antigüedad, la identidad judía y los
filisteos. La trama fue llevada al cine en 1949, un año después de la
Independencia de Israel, por Cecil B. De Mille y titulada "Sansón y Dalila".
El filme comienza con un discurso que permite entrever las ideas de Vladimir
Jabotinsky, muerto nueve años antes, más que al guionista Laski. Fue quizás la
primera muestra de identidad judía nacional que formulaba Hollywood, en el
territorio bíblico y a través de Sansón.
En su
cuaderno de la guerra de Guerrillas, la seca prosa del Che Guevara relata un
íntimo momento en el monte, cuando frente a la proximidad de la muerte recordó
el personaje de Jack London que enfrenta con coraje su desenlace en la nieve.
El recuerdo fue preciso, Jack London, el aventurero que edito libros con
fortuna, y que junto con Joseph Conrad era uno de los narradores mayores de la
aventura romántica imperialista. La épica de London nutrió Hollywood, con el
que convivio antes de morir, y su aventura en Alaska y los mares en busca de
fortuna fueron la gloria del hombre blanco. Lo que quizás no contradice su
protesta socialista, considerada blanca entonces. Es difícil saber qué novela o
filme de aventura ha creado el imaginario de muchos guerrilleros, qué “Tesoro
de la sierra madre” los empujo al monte. Sin duda, estaban más cerca de
Hemingway o de John Red que del abstruso Hegel, de John Ford o de Huston que
del radical Jean Luc Godard. En algunos casos perduro el guion original de la
ideología, pero la industria de drogas y secuestros que degrado en Colombia
esta narración sostiene el dinero y el poder mas que las ideas. El caso de
Venezuela no es igual, no fue invadida imaginariamente por una novela, los
delincuentes y estafadores del chavismo usaron una telenovela. La pasaban por
capítulos, sin creer en ella, como un remedo de la exitosa “Por estas calles”, melodrama televisivo que la virtud locutora de Chávez continuaba con
categorías políticas. Sea como fuere, todo indica que la novela más que
reflejar la realidad la crea, es su auténtica productora, y la única crónica
posible de la historia parece la novela misma.
La realidad y la letra
Una de las
maneras de explorar las fuentes ciertas de la realidad, esa mezcla hipotética
de solidas resistencias, fantasías, ensueños y deseos, es reencontrar la
sorpresa, el chiste o el desatino iluminador al estilo de Macedonio. Sucedía
ese espléndido fogonazo con aquella mesa de disección y la máquina de coser, pero
un surrealismo por prescripción no ofrecería el mismo resultado. La poesía
tiene una extraña capacidad para encenderlo, y suscitar un preñado silencio
cuando se apaga, pero por su misma delicadeza no puede llevar sus faroles a la
vida pública. En cambio, hay señas de lectura, encuentros extraños, escondidos o fugados a los
lugares más imprevistos de un relato, con salidas y un rodeo para entrar de
nuevo.
Stephen Crane, demasiado joven para participar de la guerra civil
norteamericana, escribió "La roja estrella del coraje", la crónica
del frente más fiel para los genuinos veteranos. Stephen Crane constituyo esa
memoria colectiva desde la letra de su imaginación. Al revés, Lewis
Wallace peleo airosamente con las tropas de la Unión, termino como oficial
laureado, luego gobernador de Arizona, pero no relato sus fatigosas campañas.
De su vasta experiencia bélica escribió una enmarañada y popular novela de
aventura histórica para adolescentes, " Ben Hur". El libro ilustra un
derrumbe civilizatorio fácil de comparar con aquel sur llevado por el viento, y
le canta honor a la derrota, pero en la antigüedad. En el caso anterior, la
literatura selló la memoria de la Guerra de Secesión, en este la guerra
gesto una literatura histórica, pero sobre otra antigüedad que escondía el
pasado del presente. Todas las direcciones imaginarias se cruzan, no solamente la vida
debería desembocar en novela, como planteaba un romántico, sino que la novela
nos exige culminar en la vida. La novela imaginaria que Freud detectó en los
neuróticos, ese fantasma fundamental, venía apropiándonos desde muy lejos, con gran tamaño y hondura. La postverdad, el universo de “fakenews”, la
expansión de la mentira publica, la bulliciosa fragmentación digital, no
sustituyen las novelas, están organizadas sobre sus sinuosos espectros. No es
todavía claro si la mirada matinal a la pantalla para saber del día, en vez de abrir la ventana exterior sobre la calle “real”, es más novedosa que la anhelante espera
de la diligencia en las aldeas rurales inglesas, para recibir el periódico y el
folletín por capítulos. Los detallados episodios de Dickens también contaban a
la gente “su” realidad y moldeaban las noticias que vivían.
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