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La esfera encantada

Los escenarios mágicos del fútbol


 El circulo, la esfera, la rueda, la esvástica, el redondel, la medalla, son emanaciones de una misma figura arcaica. La curvatura esboza el regreso y sugiere tendencias del universo. Esa vocación es tan hermética como tenaz.  Los antropólogos solían encontrar ese arquetipo en las más diversas épocas y culturas, y Jorge Luis Borges ilustro en el cuento “Los teólogos” la pasión sectaria de los “anulares” por esa figura giratoria de la fe. La invocación nietzscheana del Eterno retorno, las especulaciones sofisticadas sobre el tiempo recobrado, los ciclos civilizatorios de Toynbee son algunos conceptos que emite esa fascinación visual.   Los indígenas americanos desconocían la rueda, pero no la pelota, como si el primitivo esbozo fuera inexorable para la condición humana, tal como ilustra el redondeado cristo pantocrático o la cruz rúnica, fósiles pictóricos de los anulares. La pelota es solo una de sus derivaciones en el ámbito lúdico. Los mayas la adoptaron y fue impregnada de religiosidad y reverencia, que incluía para los ganadores del encuentro sagrado el honroso galardón de la muerte.  El carácter litúrgico de esa devoción perdura hoy en el futbol, un eco remoto pero tangible que cruza la modernidad. Su presencia logra un aumento geométrico, cada campeonato es el mejor testimonio de la globalización, la espiral unificante de todas las pelotas. Esa globalización, gracias al futbol, no es diferente a las esferas celestes de los espacios antiguos, las sefirot de los cabalistas, el certero universo que precedía a Copérnico, o el orbe filosófico que siempre cobijo con teorías la difusa humanidad.
   A pesar de que los motivos espurios, la corrupción y las conveniencias, los intereses damagógicos y la publicidad, desvían los rayos de este círculo deportivo, su efecto hipnótico perdura, atraviesa el prisma y se expande sobre las poblaciones del planeta. Un lenguaje que todos pueden entender, la lealtad mas conspicua y la confrontación menos cuestionada. Una ceremonia iniciática de la rivalidad ancestral en la relación humana. Sobre este arcano imaginario esencial se adosan los otros: la eternidad juvenil, las identidades nacionales, los mitos raciales, los combates de la vida pacífica, un fervor épico sin aventura.

El imperio de la esférica 

Mas allá de las críticas y debates de la época, la globalización no es un mero proceso económico voluntario o el programa de una estrategia geopolítica. Su carácter es conflictivo, pero indetenible, hunde raíces en sociedades remotas y resulta un rasgo antropológico. Las causas históricas no dan cuenta cabal de esta dimensión espacial de la sociedad, esa expansión incesante que va centrifugando las memorias hacia un presente perpetuo y multiplicado. De ese fenómeno cultural abarcativo, el campeonato de fútbol es su mayor expresión. Ese privilegio no es extraño, y aquella aseveración sobre este deporte como "la mas importante de las cosas sin importancia" resulta sobreseída torrencialmente por su presencia insoslayable. El imperio de la "esférica" reclama aquel aura originaria de inextinguible divinidad. La observación de Borges "el fútbol es universal porque la estupidez es universal", no deja de ser cierta, pero no invalida analizar su devoción igual que a otras religiones menos espectaculares. Ese rigor es pertinente cuando caras creencias de la ética, como la universalidad de los derechos, se evaporan en el recalentado pragmatismo de la política mundial. Aquel legado de exaltación unificante, que el imperio romano había transfundido al orbe religioso y la convicción legal, hace agua por todas las mamparas. Esa exaltación injustificada, que permitió derivaciones hacia el nacionalismo y otras ideologías de amor-odio, arrastra en su naufragio también la noción de "derechos humanos". Sin el cobijo de lo universal, picoteada por la insomne particularidad, la desconcertada humanidad retoma las primeras reglas del juego, y el fútbol deviene su mejor púlpito. Es también la mejor máscara: traslada la complejidad y la política al músculo y la voluntad. Así lo hizo la dictadura militar argentina: ignoraba los derechos humanos y torturaba sin control e ironizaba que "los argentinos somos derechos y humanos", mientras propulsaba el mundial de fútbol sobre una república del silencio. Notablemente, en sus cárceles secretas, verdugos y torturados seguían los partidos por radio y televisión, como tributo perverso de los asesinos a una pasión superior. También el mundial de Rusia sirve para encubrir la represión, la homofobia oficial, el apoyo a las matanzas en Siria, su sólido alianza con la corrupción y la delincuencia internacional. Tiene esta rémora rusa gran afinidad con esa Comisión de la ONU que ha politizado con incesante degradación los derechos humanos. Como un capítulo gigante de la Historia Universal de la Infamia, no ha ejercido censura sobre las masacres de Venezuela, la represión de Irán o Corea, los aplastamientos étnicos de China, la violencia gubernamental de Filipinas, las censura y las cárceles de Turquía, los miles de muertos y expulsados de Birmania. Solo ilustra su "humanismo" destacando "el uso desproporcionado de la fuerza" israelí contra una turba planificada que ataca su frontera. Esa manipulación ha rebajado la trascendencia de las Naciones Unidas a un nivel menor que la Liga de las Naciones después de la  primera guerra, y su efecto es tan inocuo como el esperanto sobre las lenguas. Como sus instituciones daban validez a la difícil noción de universalidad, la ética internacional acompañante resulta hoy una carpa con todas sus lonas agujereadas.
   El final de la guerra fría ha fragmentado y multiplicado los polos del poder, la globalización ha desatado su propia gravitación y muchos fenómenos se hicieron autónomos. Los cruces civilizatorios, las indetenibles migraciones, la revitalización de los regionalismos, la digitalización de la cultura ha modificado con hondura la perspectiva. La información en tiempo "real", la disolución de jerarquías, centros y periferias ha transformado la noción de humanidad sin regularizar su significado. Por otra parte, se han corrido los sentidos en esa circulación vertiginosa, y las redes utilizan hoy conceptos como "genocidio", "holocausto", "racismo", con una ligereza pavorosa, incluso el Papa ha comparado Auschwitz con el aborto terapéutico (poco falta para que alguien describa su depresión como un holocausto interno, o un partido termine con un genocidio de cuatro a cero). Ninguna solvencia anida y empolla los conceptos que nacen en la red digital. La historia transcurre en tiempo real, la avalancha del futuro invade el "ahora" y todo se torna presente, sin que la memoria pueda frenarla para organizar nuevas categorías. El fútbol, deporte que se desata sobre avenidas de rápida adrenalina, es paradigma de esta nueva condición. Su vértigo seductor promueve identificaciones masivas, y entrega en las pantallas la ventana para que la gente retome en tiempo "real" la confrontación, el desafío y las reglas de un universo perdido. Esta apetencia de reglas es sorda, pero resulta tan poderosa como el juego mismo. Explica quizás la citada atención compartida de verdugos y torturados argentinos, algunas improvisaciones de equipos de fútbol en los campos nazis, aquellos campeonatos en Ucrania que incluyeron fusilamientos, como si frente al Estado de Excepción totalitaria hubiera sido necesario retomar la regla, hacerla vivir incluso como simulacro. El juego entrega una lógica al brío desaforado de muchas pulsiones, las encauza y las ensaya. Fue Charles Darwin quien observo que el juego es un mecanismo adaptativo de la evolución, y cuando observamos la pasión actual por el balón en las pantallas mundiales, quizás asistimos a un episodio de la especie en la globalización del planeta.
 

Las reglas del juego

El juego, que investigadores como Huizinga dictaminaron ejercicio originario de la sociedad, tiene como fundamento las reglas. En su estudio, Jean Piaget había enfatizado para el desarrollo infantil el pasaje al juego reglado, etapa paralela al vínculo con otros niños, juegos en grupo y primeras lógicas de cooperación. El equilibrio, la reciprocidad, la reversibilidad, la equivalencia nacen de esa experiencia universal. El juego en grupo es quizás el primer esbozo de “ciudadanía”. Sin juego no hay reglas, y sin reglas no hay juego, como pronto aprenden los niños.
El juego distancia y une con la realidad común, pero esa controversia varía. Es notable la diferencia entre juegos de azar, ajedrez, tenis o carreras. Los modelos oscilan desde la competición y la suerte al vértigo y la mascarada, como había clasificado Roger Caillois. Y no solamente afecta los participantes. Es notable la diferencia entre públicos de béisbol y fútbol. El último acepta las relativas reglas de juego dentro de la cancha, pero fuera de ella tiende a turba anarquizada por sus pasiones. Y ese fervor abandona la noción de reciprocidad y equivalencia que exigen los juegos. En el béisbol, la pasión está más acotada, demorada hasta un desenlace que no es violento. Desentrañar esta diferencia implica cotejar dos expresiones normativas, más allá del deporte. Incluye la sociedad y la administración de emociones lúdicas, pero también de normas sociales y políticas. En el plano jurídico, me animaría a afirmar, la diferencia sugiere la de los teóricos Hans Kelsen y Carl Schmitt, la vigencia independiente de “la norma” o el vulgar “estado de excepción”.
Aunque siempre el juego demanda un ámbito propio separado de la realidad, el entusiasmo “excepcional” del fútbol aumenta ese aislamiento. Enfervorizada en la tribuna, la conciencia se separa del ciudadano, y se sumerge en el tiempo alucinante del encuentro. Son rincones anímicos intensamente narcisistas, envolturas fantasiosas de fusión con el ideal deportivo. El equipo, una íntima pertenencia del hincha, suscita la identificación masiva y hace burbujear las emociones más hondas. Un periodista norteamericano, Bill Mumford, que pasó siete años acompañando las barras bravas de un club inglés, escribió “Entre los bárbaros”, notable crónica de esa embrujada compenetración. El relato ilustra la transfiguración pasmosa de los ciudadanos que integran las pandillas del fútbol. Advirtió el pasaje del sistema normativo individual a la transgresión absoluta de los grupos fanáticos. En la exaltación, se mezclaban himnos nacionalistas británicos con cánticos deportivos, y había una mezcla creciente con las emociones más hondas (que llegaron a perturbar al mismo cronista). Sus correrías vandálicas descendían a un estadio primitivo de identidad y pertenencia. Esa polarización primaria también se advierte en extremistas políticos, como si el fanatismo deportivo fuese expresión antropológica de un desvarío general.
 

La pulsión y la norma

Todas las sociedades, a través de la historia, contemplan dimensiones de fiesta, aspectos orgiásticos, epifanías y carnavales, y permiten una suspensión parcial de las convenciones acostumbradas. Es un paréntesis para que lo idealizado anule vertiginosamente la distancia con los otros. Esa carencia de regulación es siempre goce pasajero. Lo problemático es que cristalice y no permita la estabilidad psíquica para la vida corriente. Una sociedad normal puede conjugar con reglas aspectos satisfechos e insatisfechos, perdidos y recuperados. La dimensión saludable transforma con esfuerzo la realidad y los ideales, y acepta los límites y los duelos. La idealización absoluta del fanatismo no lo permite, paraliza la capacidad de pensar porque el pensamiento es siempre un trabajo, el intento de resolver un problema. La idealización fanática es la anulación del problema mismo, su ahogo en la ciénaga narcisista. La perfección del objeto y su fusión fantaseada con el sujeto regula el psiquismo hacia un mínimo de tensión intelectual. La idealización constante tiende a estupidizar.
Ese pasaje a la acción de la pasión fanática tiene su paradigma en el fútbol, y es más difícil en el béisbol por las mediaciones que lo frenan. Los períodos codificados del béisbol, la administración progresiva, ordenan el espectador, hacen de rampas de frenado, diques al narcisismo sobreexcitado. El fútbol carece esas represas, sucede en tiempo real, el fanático está absolutamente identificado con el jugador y sigue la pelota con un vértigo que lo consume. Las reservas lógicas caen en el vacío delo suspenso. En el béisbol hay que hacer cálculos, combinatorias, pausas que ordenan los puntajes y distancian el yo de lo idealizado. La turbulencia de pasiones colectivas es parte de la condición humana, pero hay mediaciones que logran acompasar la exaltación, relativizar los ideales, y promueven la diferencia entre una audiencia y una turba. Los trámites demoran y apaciguan los anhelos, organizan una tendencia universal que afecta desde el amor hasta la política.
Enamorarse, decía Bernard Shaw, no es más que exagerar los rasgos de una persona en relación a los demás, y podemos agregar que ese exceso sugiere un fanatismo que la vida conyugal atempera. Por el contrario, el amor-pasión sin modular lleva usualmente a la destrucción. El fútbol padece ese riesgo pasional, mientras el béisbol codifica el entusiasmo, y es naturalmente más “conyugal”. Así como en los procesos de enamoramiento suele haber escalas y etapas, también los distintos fanatismos tienen distintos sistemas de regulación. La intolerancia a que el equipo pierda un partido ha llevado a las barras bravas al homicidio anónimo, a la destrucción real para vengar una afrenta imaginaria. Los grupos políticos enfervorizados pueden llegar a matar o disparar contra edificios, porque sus habitantes son de “clase media”, “alta”, otra creencia o color. Sostienen el empuje de una turba con reivindicaciones imaginarias, y la llevan a preferir el suicidio si no pueden asesinar. El enfrentamiento deriva de la enorme lesión narcisista del fanático, cuyo yo exaltado ha quedado fundido con el ideal. El fanático aterroriza para evitar su propio terror. ¿Y cuál es el terror central del fanático? Enfrentar la distancia irreductible con lo idealizado: desposeído de ese ideal no puede sostenerse, le faltan reservas narcisistas en otras áreas. Los fanáticos son emocionalmente endebles, con un vínculo de fusión imaginaria que los sostiene en un orbe cuasidelirante.
   Cuando pierden los equipos, aunque haya habido trucos o transgresiones, reconocen un veredicto que legisla la derrota (protestan, pero primero la aceptan). La reacción en el fútbol es violenta porque la regla es absorbida en la pasión del encuentro. El público de béisbol puede distraerse, comentar el partido, y no registra la misma vivencia. Los modelos de estos deportes pueden trasladarse a la política, también una mayor mediación institucional permite reglar las confrontaciones de un modo que no lo hacen los movimientos ideológicos pasionales. En el primer caso hay un ejercicio simbólico de la política, en el segundo imaginario, más ligado a la identificación, el rapto emotivo y el vértigo.
   La noción de pueblo, una fantasía sin mediación suele desencadenar la turba. Las hipótesis sobre el origen del totalitarismo, ese alimento ideológico de los desclasados, indican como freno las instituciones. La división de poderes logra mediar, regular pasiones y permite su expresión reglada: sin instituciones no hay fecundo ejercicio político. Viene al caso señalar que el modelo de una democracia participativa es más atractivo para el fanatismo que el de una representativa. La representación obliga a pensar, delega trabajosamente, tiene un recorrido simbólico, exige metaforizar el alejamiento del poder. La participación, aunque se apoye en una falacia económica o política, y el poder siga vedado, mantiene un imaginario de cercanía y fusión líder-pueblo. Igual que en los juegos, distinguimos una sociedad mediatizada por instituciones de otra que transcurre, no en tiempo simbólico, sino en tiempo tomado por la imaginación y el mito (y también enunciado como “tiempo histórico real” por los voceros ideológicos). La falsa historia suele ser “descifrada” mientras se la “vive”, y narrada como en un match. El fanático está pegado a los rasgos del líder, y en la fusión del carisma puede haber mucha palabra, pero no hay pensamiento, solo persuasión y uso instrumental del lenguaje. No prueba la resistencia de la realidad o la pluralidad del mundo, solo la fusión imaginaria con el ideal. Es una perspectiva egocéntrica que anula la complejidad y sus enigmas.
   Si el fútbol tiene un fervor que parece más cercano al populismo, el ajedrez parece remedar el juego mismo de la razón, con reglas diáfanas para el incuestionable resultado. En uno de sus mejores cuentos, Stefan Zweig relata la dramática condición de un jugador de ajedrez con el mismo paralelismo que estamos presentando. Un exiliado del nazismo, ajedrecista que viaja en un trasatlántico, queda extraviado en laberintos obsesivos. Su derrumbe, emblema dramático de los excluidos en la década de 1930, era casi expresión de la crisis de Zweig. Un cerebro adiestrado en la límpida racionalidad del juego se va desquiciando por efecto del maltrato y la irracionalidad colectiva de su patria. El relato es la progresiva debacle de la razón como secuela de la ruptura en las reglas del juego.
   Una legislación que modifica la aplicación de la norma, como postulaba Carl Schmitt, inaugura el “estado de excepción” porque distingue la Ley de la aplicación de la Ley: la violencia discriminatoria se ejerce sobre ese borde jurídico resbaloso. En su contrario, sostenía Hans Kelsen en su “Teoría Pura del derecho”, la norma requiere rigurosa autonomía. En el caso del futbol, “la mano de Dios”, de aquel gol de Maradona, es un ejemplo aceptado colectivamente de la permeabilidad de las reglas en la frontera caliente de las pulsiones. Se usa la divinidad para santificar la transgresión humana, como es tradición. No obstante, el anhelo de la regla y el azar, el abismo de vértigos medidos en cada partido, reabre la apuesta y permite escenificar un fantasma que nadie puede materializar, algo que a todos alerta en el riesgoso aire actual.  El planeta se parece cada vez mas a la nave de los locos, y este ejercicio de pujas, reglas e impulso, son también intentos "evolutivos" de una tenue y futura racionalidad.

 

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