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Irrupción anárquica del presente caníbal

 


Parte 1

 

    En un artículo reciente de mi blog, titulado ‘’Entre rondas y aquelarres’’, había observado que aquella luminosa observación antropológica de Yuval Noah Harari sobre la imaginación como un don que disparaba el progreso era bifronte. La fantasía paradisíaca y el génesis convocaban siempre su imaginario opuesto: el infierno y el apocalipsis. Esbocé una definición arcaica que parece demandada para estos tiempos bizarros: retorno del balanceo maniqueísta con intensidad renovada, expansión de una religiosidad mítica multitudinaria. Lo que treinta años atrás parecía un vasto amanecer liberal, el final de una minuciosa y esforzada guerra ideológica, con la apertura inevitable de una relajada vacancia histórica en conflictos mayores, había hecho tronar sin aviso otros extravagantes espectros. Sucedía un cataclismo en la subjetividad social, la imprecisa postmodernidad se abría insondable como un océano en el océano. La vaga, pero irrefutable modernidad liquida que había definido Zygmunt Bauman desde su nueva sociología post holocausto, empapaba también los conceptos centrales que la fundaban. No solamente desvanecía las identidades profundas que habían desvelado la filosofía y la historia, también socavaba los semblantes y claves reconocibles del encuentro humano, diluía todas sus referencias menores y pertenencias mayores. Muchas se pudrían en el nihilismo o la frivolidad, otras servían de mascarada para espasmódicos carnavales de espíritu medieval libertario o anárquico. También soltaba su acumulado arsenal mítico para resembrar nuevas visiones místicas en grupos desamparados, sin trascendencia intelectual, sobrepoblados de señales y tatuajes, pero exilados de sí mismos y del mundo en que vivían; adeptos a improvisadas banderas y colores que brindaban alguna carpa parcial a un desasosiego sin discurso.

    El anuncio, más anímico más que político, de “wokes” y “antiwokes” , el furor del pensamiento correcto y las nuevas minorías e identidades transversales, presagiaba un fervor de fábulas, una transformación rumorosa que indicaba la vasta mutación mítica y cultural que ya acontecía entre bambalinas convencionales. La globalización del espacio permite la del tiempo y los lechos originarios de la cultura actual, míticos o filológicos, se mezclaban en turbulencia con el gran orbe de mitologías comparadas; clásicas, sobreseídas, remotas algunas e inéditas otras. Era una revuelta del orbe imaginario que dejaba las raíces al aire de grandes troncos volteados de linaje simbólico. No solamente para los chinos los derechos humanos y la fetichización histórica de la revolución francesa perdían la significación acendrada en Occidente, la historia de modernos derrotados gloriosos se perdía en la neblina junto con aquel pájaro de Walter Benjamín que volaba invertido entre montañas de ruinas irredentas,  tampoco la prístina serenidad olímpica de la Grecia arcaica podía mantener sus predios protegidos: democracia o autocracia, derecha o izquierda se hacían irrelevantes como abanicos verbales. Una población que asistía indiferente a los ahogamientos colectivos de africanos en el mediterráneo, a la despiadada expulsión en Europa de sobrevivientes de Siria o Afganistán, a la destrucción de rohingas y la destrucción traumática de familias migrantes en Estados Unidos, las ejecuciones de mujeres iraníes con velo, y muchísimos etc.,  se rebelaba llena de emoción juvenil postiza, sin inhibición por su enciclopédica ignorancia, ataviada de tercer mundo fotográfico, lista para recuperar el  genocidio temático, que hasta entonces era solo patrimonio cultural de judíos, convertidos en raza de imperialistas y monopólicos que se resistían a democratizar Auschwitz . La actual generación no almacena conceptos, pero olfatean una embriagante libertad mitológica que se despierta en la confusión.  Es cierto que sin el trasfondo orientador amasado por relatos clásicos o por las ideologías que antes heredaban y revestían esas mitologías ordenadoras, la crónica de una actualidad invadida de anécdotas no puede pasar del balbuceo. Una repetición de alaridos estandarizados, una multitud disfrazada y aficionada a las rimas, formadas culturalmente por diestras redes del espectáculo y las pantallas de televisión, cuajada de artistas, declamadores y buscadores de imágenes abnegadas o religiosas, video clips acuáticos y encarnizados festivales de música, no auguran nada provechoso. Esa mezcla de ira banal y estupidez de las multitudes que protestan, una izquierda que en su tiempo fue a veces infantil, pero ahora es alegremente senil, degradada hasta límites impensables para los que conocimos la vieja dignidad que revestía en otro tiempo, se mezcla con una real crueldad social global que no se advierte porque la encubre ese mismo ruido. La gran hambre, que ya es historia para la vieja Irlanda, memoria social para Ucrania y recuerdo vivo todavía para China o India, invade hoy nuevos mapas, el desborde migratorio tampoco calma las predicciones demográficas, y el calentamiento global y la destrucción del planeta están dejando de ser pensadas. Estas amenazas terminan encubiertas por los mismos mitos que parecen denunciarlas. Algo falla a esta reiniciada subjetividad social, una iracundia que calienta borbotones sin narración. Hay camisetas, pero le faltan muchos jugadores al equipo para el partido que se avecina.  La gravedad ensordece, la inminencia, el instante, el canibalismo del presente perpetuo que inyectan las redes, no deja atisbar el porvenir ni reflexionar las sugerencias del pasado.

      Ya después de la primera guerra, como observó Walter Benjamín, se había lesionado la capacidad de narrar una historia que vertebrase esa experiencia, y la memoria de una bestialidad bélica desconocida había movilizado innominados ancestros dormidos de la cultura dislocada. “El corazón de las tinieblas” que había adivinado Joseph Conrad en África, y la pulsión destructiva que había atisbado la psicoanalista Sabina Spielrin en “La belle época”” y Sigmund Freud había entrevisto luego para toda la civilización, confirmaba durante la Segunda Guerra la sombría acechanza que la Primera sospechaba. Hoy la silueta apocalíptica se agiganta sin tapujos, el ámbito del derrumbe es mucho mayor, el desequilibrio global y un indetenible desastre humanitario levantan cimientos desconocidos en las certezas civilizatorias. El tiempo globalizado por la hecatombe estalla el ordenamiento cosmogónico elemental, retoma sus mitos primarios y fusiona los orígenes con la inmediatez de un presente caníbal. El desfile es infatigable. El frenesí de un presente perpetuo ha devorado su futuro anterior y palpita una remota monstruosidad. Salidos de la estación fría, en los mitos retorna ‘’el mitismo’’ original, la rememoración viva, según la antropología de Levy Strauss, sobre los trazos individuales y orales seleccionados para cristalizar en una tradición dormida.

     El mito, había intuido la penetrante lucidez de Levy Strauss, es un ser verbal que ocupa, en la esfera del lenguaje, una posición comparable a las del cristal en la materia física. Entre la lengua y el habla, entre lo semiótico y lo semántico, ese conglomerado molecular estable de íconos, indicios, signos y señales, pudo quizás hoy desagregarse en una acción inesperada.  En esa sustancia indescifrable del sentido suceden muchas agendas, rasgos coloridos, parciales, fragmentados y sin concepto. Sus iconos eran impredecibles hace menos de tres lustros. Entre los indicios, los iconos, las imágenes, las palabras, los símbolos y los conceptos, hay una escalera que parece haber sido recorrida hacia abajo. En el país verbalizado de Sartre, Merleau Ponti, Emilio Zola, y tantos clérigos de la palabra y maestros del pensamiento, hay hoy movimientos sociales que se distinguen básicamente por los colores, otros andan ataviados de tercer mundo para hacerse entender. El retorno a la preciosa perplejidad de las cosas brutas, que hace décadas poemarios de Francis Ponge o Jacques Prevert, buscaban voluptuosamente entre palabras, hoy sucede como mera desgracia colectiva. No habría que rebajar a lágrima o reproche esta muestra genial de ironía histórica. Hasta J.L. Borges, un devoto de la claridad de los símbolos, reconocía la tentación del oscuro destino verbal imaginario que sellan los mitos, el placer de una absolución de la palabra por la oscuridad de la palabra misma, y que puede concluir en ‘’objetos verbales puros, puros e independientes como un cristal o como un anillo de plata’’.  Un adelanto tan parecido a la definición poética de Julia Kristeva o a los mitos definidos por Levy Strauss, pero ¿qué ocurre cuando en el ejercicio de los rituales opacos que ejercitan sobre mitos una anómala movilidad social, esos conglomerados imaginarios congelados, fieles a una sincronía acompañante de la cultura se desatan, sueltan sus músculos cristalizados para retomar la diacronía original?

El antisemitismo, un mito ejemplar

    El reanimado antisemitismo, uno de los soplos evidentes del tsunami de representaciones públicas desquiciadas, ilustró el andamiaje de los valores míticos tramados en el actual remolino. El antisemitismo es un prejuicio antiguo, cuyo núcleo mítico duro es quizás incognoscible, pero su metamorfosis histórica ha imantado innumerables persecuciones e idealizaciones malignas que se creían superadas. Aunque el antisionismo que ahora lo reviste es un engendro moderno, su camaleónica capacidad de adherirse a las construcciones imaginarias de la cultura occidental es innegable. La emergencia mítica burbujea en todas las superficies. Es difícil tratarlo sin riesgo de suficiencia cuando se limpia el tema de las simplificadas digresiones habituales. Resulta un entorpecido callejón argumental, desvariado de aporías intelectuales, debatir la política controversial del Estado de Israel y la complejidad del Medio Oriente, inmerso en esa vasta eclosión antisemita que la ilumina tendenciosamente en todas direcciones.  La chispa es irrelevante para un incendio que combustiona los grandes mitos de otro rango cronológico, una escala mayor que para lo que analizamos posterga los entintados incidentes actuales. Pocos críticos apelarían hoy a la desgastada apelación del siglo XVIII realizada por los sabios de Zion, pero emplean involuntariamente su misma retorica inconsciente para explicar lo mismo en la geopolítica actual. Los mitos se pegan a los dedos cuando te los quieres quitar de las manos. La adhesión creciente de rasgos y pertenencias identificatorias, fragmentadas y menores, el tumulto de avatares primarios y secundarios, los desafiantes escudos cibernautas que trafican en pantalla la gesta cotidiana, confluyen en salvajes marejadas vindicativas de una misma creencia ancestral. Suceden alianzas entre los permanentes sargazos flotantes de mitos, íconos y leyendas pretéritas con la navegación de novicios rumbos sociales. La oportuna soldadura de prejuicios arcaicos con ofensas de coyuntura azarosa no es nueva.  Ya habían sido los judíos culpables de rebeliones plebeyas en la antigua Alejandría, de la peste bubónica medieval de Europa, de los pozos envenenados de Alemania o Polonia, de la decadencia española, del invasivo bolcheviquismo, del malvado capitalismo y del disolvente cosmopolitismo. Era judía la región infernal de los mismos cielos amados en la fantasía compartida de sus renovados perseguidores, prestos agitadores vigilantes, tentados por la perversión de convertir el remolino en un maelstrom (como hizo el salto de los pogromos zaristas al universo concentracionario nazi o los autos de fe ibéricos a la atroz conversión portuguesa del siglo XVI).

  El antisemitismo, observó un sensato estadista, pragmático y consciente de la leyenda, consiste en odiar los judíos más allá de lo conveniente y necesario. Sin duda, resulta un mito ejemplar el antisemitismo por el núcleo radiante casi imperecedero del odio, por su invicta condición inapresable, de una tenacidad solo comparable a la misma identidad judía. Como muestran muchas investigaciones, la persecución ha sido la cara cóncava de la historia judía.  Es cierto que, como había observado Hanna Arendt, no es igual el antisemitismo político de la segunda mitad del siglo XIX que el antijudaísmo religioso anterior, pero esa variación solo confirma el poder inalterado del mito a través de los siglos. Como había historizado León Poliakov, su entraña es permanente, aunque su superficie gire con la vicisitud histórica que relee cada época. Tampoco es igual el Ulises urbano cotidiano de Joyce con el tempestuoso y taciturno Capitán Ajab, el caballero furioso de Ludovico Ariosto con el andariego y conversador Quijote, el intrépido y arrojado Eneas con ninguno de los anteriores, que derivan todos del aventurero original, Ulises rey de Ítaca, inspirador de la serie y desdibujado, borroso y perpetuo ancestro de toda travesía humana en la cultura occidental. Su precedencia anima y legitima el impulso arrebatador hacia lo lejano. Aunque sostenido por la literatura, en toda iniciación viajera u horizonte desconocido real late esa figura heroica nacida de la oralidad helénica.

     También deriva de aquella antigüedad sombreada de edades oscuras y anónimos pueblos del mar, el otro viajero. El expulsado, errante, castigado y odiado, donde late el Otro, intruso íntimo de la cultura occidental, nacido en ese mismo Mediterráneo oriental. Si el de Ulises es un dispositivo para que toda nueva aventura sea también una repetición, remembranza exaltada y ritual iniciático, el judío es un dispositivo para legitimar el odio a lo ignoto en lo humano, para desplegar la metáfora de la impostada univocidad social, la falsa conciencia de voluntad colectiva y la hipérbole esforzada de un nosotros. La entrada de la cultura occidental en un vórtice desconocido despierta simultáneamente esas dos figuras mitológicas.

Imaginarios compartidos, diferentes y opuestos

   Haz América Grande es también una nueva utopía del género bifronte, iluminada desde un pasado más reciente, todavía nimbado por el entusiasmo de Walt Whitman y su felicidad industrial, aunque tan perdido para ese ensueño como Persépolis o Samarcanda. Sus restos ideológicos configuran una integral retro-utopía, idealización iracunda de la pasada dicha conservadora. Fraguada en las primeras crisis capitalistas estadounidenses, combinada por anhelos amasados en tiempos de Lindbergh, del aislacionismo del primer Roosevelt y la rudeza bucólica del K.K. Klan, no había logrado morder en las infamias modernas de los penosos años treinta. Ahora, casi un siglo después, su gutural y pertinaz resentimiento lo ha logrado: fusiona orgullo blanco, la religión tradicional anglosajona, el nacionalismo como religión civil y la memoria idílica de una infancia genérica. Sirven mezclados para un llamado tribal de los ingentes grupos sin norte. En las pantallas se complementaron veteranos mitos querellantes con comunicaciones de urgente banalidad. Las vertiginosas redes sociales electrónicas y la detenida y hosca épica rural del medio oeste y del Sur se pudieron abrazar sin usar sus capuchas blancas. Los judíos, una identidad flotante propicia a la interpelación nacionalista o religiosa, completó el espectro querellante. Esta ambigua minoría étnica, sin sustancia formal tangible, y sobre una ambivalencia original que marcaba el primer monoteísmo, permitió como otras veces concitar la fluencia del odio al extraño. La condición de intruso procede de reservas culturales remotas, de la condición ancestral judía de intermediario comercial, cultural, religioso y mítico entre culturas. Resbalador innato de pertenencias, fue siempre el judío develador flagrante de ocultas diferencias reales, esa poderosa cualidad crítica que Thorstein Veblen había considerado su gran aporte a las culturas anfitrionas. En su remota particularidad abstracta, extraordinaria y fascinante para Occidente, suele gestionar en su contra el espejo de la unidad social en el filo de la disgregación.  Recibe el ardiente furor contra el Otro, el enemigo consagrado por la identidad imaginaria de nación, pueblo, reino, raza y los demás artificios del ensueño social. Cuando estas configuraciones pierden poder imaginario o se debilita alguno de sus espejismos centrales, como el progreso, el porvenir como premio y castigo, se desconecta la fusión del sentido biográfico personal con las edades de la vida social y se disuelven prevenciones racionales. En el vacío embriagante sucede la confusión radical del ubicuo enemigo, la inminencia del ataque y la fuga. “Ataque y fuga” fue la precisa denominación que dio el psicoanalista Wilfred Bion a uno de los tres temples que registró en la descripción dinámica del grupo humano; las otras dos eran “grupo de trabajo” y “grupo mesiánico”.

El grupo de Bion

  Aunque aplicado a sus especulaciones psicoterapéuticas grupales, hace más de ocho décadas, su validez es una de las más perdurables de la experiencia clínica. Por otra parte, en el amplio campo social y político, las polarizadas teorías nazis de amigo- enemigo del jurista Carl Smith, confirman plenamente su postulación experimental.

      En el ciclo permanente de configuraciones, esbozadas por la interacción de pequeños grupos estudiados por Wilfred Bion, se sintetizan supuestos básicos elementales. Según sus económicas y precisas definiciones, el mesianismo, el trabajo y el ataque fuga, parecen girar sobre una inexorable complejidad transhistórica. El grupo de trabajo, la fase más provechosa, tal como el juego para los niños o la creación para el artista, tiene el canon y el sentido forjado en la propia acción, gesta su propia regla creativa como sucede con la poesía y el arte. Cuando en una crisis se pierde esa convicción intima grupal, se procura afuera la regulación perdida, ya sea con la ilusión lenta del mesianismo, o en el peor caso con el tormentoso escenario del ataque y fuga; este último en dimensiones macroscópicas puede destruir sociedades enteras, como ocurrió con Alemania, Rusia o Camboya en los momentos más negros. Con esas referencias pensamos que los altibajos fantasmáticos de la acechanza paranoica son propios de los remolinos míticos cuando encuentran aquello que perturba el equilibrio nuclear. Crisis económicas masivas, epidemias inexorables, trastornos naturales desconocidos, como el calentamiento global o hambres y pobrezas multitudinarias como la crisis de Weimar, se erigen entonces como otredad (recuerdo pacientes venezolanos sobrevivientes, traumatizados por el deslave de la Guaira, que fusionaban visiones telúricas de fin del mundo con la vertiginosa y extraviada fanatización Chavista iniciada poco antes) . Son acontecimientos que no logran descifrarse, carecen diagramas míticos receptivos, traumatizan sin elaboración posterior y afectan la fe que sostiene la idiosincrasia colectiva. Finalmente remueve los sustratos inconscientes del lazo social. Se trata esencialmente de un terremoto de ideas y afectos, tormenta en el modo de concebir el mundo, trastorno imaginario y simbólico vecino al delirio psicopático sobre la perpetua realidad. No casualmente, el populismo, ese liderazgo mesiánico de un significante vacío, sin referente real, como el vocablo ‘’ pueblo’’ y su correspondiente ‘’antipueblo’’, suele anticipar en las sociedades la atmósfera mesiánica y apocalíptica que Bion también encontró en los grupos.  

   El modo como se nombra la realidad compartida es aceptado pero cambiante, centrado desde la perspectiva invertida de un espectador que siempre es parte del espejismo porque el escenario crea el espectador. La imaginación ha separado y unificado esos intentos y los ha moldeado en los mitos acompañantes, los eslabona en el tiempo y luego sostienen el tiempo, tejen el soporte de la hipérbole y la metáfora pública, guardando un límite intangible, real reprimido o sustraído, que está vedado sortear sin el riesgo de descalabrar el cemento de espejismos mayores. Las grandes narraciones ideológicas los reescriben siempre como escenarios. En esa dimensión imaginaria transcurre el drama que tratamos, el universo de ideales públicos donde circulan las apetencias narcisistas limítrofes exacerbadas por la sobrevivencia.

    En la gran obra ‘’ Los Persas’’, Eurípides pudo acercar a los espectadores griegos sus permanentes enemigos del antiguo Oriente. Los mostró sin censura, sin prevenciones, con la memoria todavía viva de la guerra. Los teatralizaba como un pueblo equivalente al propio, como lo había descrito Heródoto o Tucídides, sin que el drama afectase sus referencias patrias ni la entereza de creencias locales. Los conmovió esa obra equidistante que tanto los concernía, un testimonio deslumbrante de tolerancia antigua. En cambio, sabemos que los atenienses- podrían desterrar, incluso condenar a muerte, aquel que osase movilizar los cánones menores del panteón olímpico. Esa mitología, tan celosa de los ciudadanos, se caracterizó paradójicamente por su notable variación diacrónica. Ese cielo era capaz de tornar las potencias olímpicas, girar dioses y atravesar diversas culturas y religiones. No solo extendió la filosofía y sus saberes universales, también fertilizó el cristianismo con sus íconos, llevó Apolo a Jesús, incorporó la saga de rebeldes a los dioses, como el Prometeo donado a los humanos, como el humano sacrificado hijo de Dios, para luego remodelar a los imperiales espíritus romanos y más tarde susurrar ese esplendor y enaltecer el Renacimiento, enfebrecer el romanticismo y hasta configurar la genealogía cinematográfica de los nazis. Pero esa variación mitológica insólita ilustra la persistencia poderosa del núcleo primero del mito, aquella poderosa narrativa oral que perduró hasta la escritura y sus dogmas. Esa decantada oralidad, pulida con la inteligencia tribal de los aedas, había permitido las vitales funciones de la tribu antes que la sublimase la legislación ciudadana. 

    La enrevesada dimensión imaginaria, la trama cosmogónica y sus frondosas ramificaciones, sostuvo la celeste homogeneidad social griega, no el suelo terrestre y la facticidad de las diferencias vividas. Los persas de Eurípides resultaban equivalentes a los griegos desde la reciente guerra del Peloponeso porque no se dirimían en el Olimpo. La economía imaginaria y el transcurso de nubarrones de fantasía no suceden en las estanterías materiales conocidas, ni siguen la cronología inventada para la Historia. El universo mítico tiene una movilidad propia, con limitaciones y posibilidades singulares. A la inversa de la hipótesis de Marx, parece la superestructura la que imagina la estructura y le imprime su propio ritmo mítico.

    No es difícil que la física cuántica, esa nueva tierra de nadie de la llamada realidad, haya sido soñada alguna vez por Demócrito o que la impensable teoría del Bing Bang haya deslumbrado alguna vibrante revelación de Moisés o el Profeta Elías, suscitando los asombros habituales del Minotauro o la zarza ardiente. La imaginación, sea la materia que fuere, tiene tiempo, luz y velocidad propia, burla las presunciones de la razón y entabla densas asociaciones. No hay un pensamiento prelógico como creía Levi Bruhl, pero si hay configuraciones míticas en todo el espacio cultural, con independencia de su cercanía a la imposible ‘’verdad objetiva’’, ese mito que nos había sugerido la modernidad desarrollada.

  La superstición y la verdad son entrañables primas hermanas, a veces hermanas y a veces la misma deidad inasible y compartida. El sueño de la razón produce monstruos, escribió Goya sobre la negrura, pero son hijos de los mismos monstruos de la sinrazón abandonada. Si esto atraviesa luego la feroz racionalidad de la ciencia, como ocurrió desde la alquimia a la química o de la astrología a la astronomía, mucho más ocurre en la incansable imaginería social: nadie puede organizar con meros hechos el magma imaginario de millones de conciencias separadas, cuya sustancia es más afín a los sueños que a las cosas.

    Hoy las redes sociales, los algoritmos, los memes, intensifican los mitos, pero ya estaban instalados en nuestra subjetividad, y también en la del software. Tratar la mitología de nuestro tiempo, el modo como repta entre la sorda ideología y las reflexiones, los conocimientos y las pasiones místicas, obliga a rodeos que eviten las sanciones de tiempo y espacio que no conciernen al universo imaginario. El poder de los mitos es tanto o más poderoso cuando se los desconoce como tales, cuando parecen conocimientos puros. Usualmente, los que tratan con mitos, incluso los antropólogos, poetas totales o investigadores cuidadosos, terminan fagocitados por ellos. Sus mismas herramientas fueron alimentadas de mitos y se ejercen contagiando. La simpatía fascista de Mircea Eliade o Cioran, Ezra Pound o Gustav Jung, Heidegger o Lugones, Gabriele D’Anunzio o T.S Eliot, alentados por un fervor jacobino no es casual; el amor a los mitos inevitablemente termina mitificando, y los desenlaces de comprensión total son su horizonte encantado. Esto no ocurre por un desliz lógico, sino porque el preciado logos, como había observado el notable mitólogo Hans Blumenberg, no es una naturaleza esencialmente opuesta al mito, solo una fase inicial, que el mismo mito luego habrá de sostener. Los antiguos lo sabían. Hesíodo había tratado y coleccionado los mitos griegos sin diferenciarlos del pensamiento filosófico, y Homero era un maestro colectivo del pensamiento que sembraba valores intelectuales y éticos en todas sus peripecias.  Contra el cerrado clericalismo de su tiempo, Nietzsche proclamaba estar seducido por la frivolidad creativa de los dioses griegos y el mismo Heine converso apostaba por ellos en sus apelaciones románticas. Sin duda, la ausencia de subordinación articulada de los mitos y los ritos griegos, su democrática promiscuidad entre dioses, semidioses, titanes, héroes y humanos, su divulgación estética y la exaltación en imágenes, la expansión del teatro, poesía y festivales de difusión mítica, había facilitado el expansivo ejercicio piadoso, reverencial y también reflexivo. Ese temple democrático de los griegos alentó el vigor bélico colectivo, promovió el orgullo de sus ciudades, pero no favoreció la estabilidad cívica ni sus anhelos imperiales. Los romanos lograron y estabilizaron un imperio, pero no fue con una democracia politeísta sino con la centralidad monoteísta prestada por el cristianismo.

   En las creencias judías originales, y parte de las que luego se trasladaron a otros monoteísmos, perduraba a cambio de la movilidad trascendente helénica, la preeminencia enfática de la ley, la norma restrictiva y, como una verticalidad sobre el desierto, la afirmación absoluta de la inmanencia divina.   Rodeada por el silencio y el vacío, solamente la voz original indicaba esa presencia. Cuando Raphael Patai y Robert Graves trataron los mitos griegos y judíos, tan entrelazados en su fértil estudio, destacaron esta diferencia y advirtieron que no es lo mismo hundir una flota para castigar el ejército de Agamenón que castigar unos fieles por el pecado que se habría de cometer allí 1000 años después, o inflar los odres de Eolo para desbaratar a la armada de Ulises que convertir en sal la mujer transgresora de una mirada prohibida. En los griegos, los poderes divinos se usaban pluralmente y con intermediarios, las fuerzas naturales mediaban en las vicisitudes. Ahí cabía claramente la observación que Goya escribió con retraso, ‘’la razón produce monstruos’’, o los sirve. Para el caso de los judíos, excepto por algunos ángeles ayudantes, sucedía el poder absoluto e intemporal del supremo. Estos universos fueron cruzados en las fuentes míticas de occidente y derivaron cánones y transformaciones de distinto rango en la representación imaginaria compartida. Sus sesgos se revelan todavía en la pluralidad de muchos ámbitos culturales y sostienen literaturas enteras. Los espacios permitidos al hechizo y la magia eran distintos en ambas arquitecturas litúrgicas, y también en el pensamiento que derivan. Entre la imagen, el relato, la palabra y la voz, suceden distintos estadios de la representación que inciden en todas las mitologías y reciben todavía los ecos religiosos originales.

 

 

 

 Proxima Parte 2

Comentarios

Anónimo dijo…

Comentando:
Una civilización hipermoderna, poseída por dioses antiguos y atrapada en un presente caníbal.
Comprender, aun desde la amargura, sigue siendo un acto de lucidez y la última forma posible de resistencia.

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