En
una de sus luminosas observaciones, el antropólogo Yuval Harari sostuvo que la
imaginación otorgo a la especie humana la condición del progreso: el futuro
emergió de la posibilidad de imaginar sobre lo dado. La mayor confirmación de
esa tesis fundamental sucede actualmente: millones de migrantes, gracias a la
globalización de imágenes y noticias, pueden imaginar no ser los pobres o
hambrientos que acostumbraban en otras latitudes. Ahí no termina el ejemplo. La
imaginación ha permitido amoblar el cielo, pero también el infierno, y ambos
influyen sobre la única realidad tangible. El paraíso procurado por los
africanos ha significado el infierno para muchos europeos, así como antes el
imaginario paraíso europeo fue el infierno de los africanos. La misma
imaginación que gesta el progreso también prepara la catástrofe. Esa fatalidad
merece analizarse.
Mas allá de
las promesas y condenas bíblicas, los lugares absolutos de la dicha o del
sufrimiento parecen arcanos de culturas más remotas. Los antiguos griegos, que inventaron tantos
castigos de ingenio perverso, como los de Sísifo, Ícaro o Prometeo, y los
placeres de Dionisio o Apolo, no dejaron por eso de imaginar un infierno y un paraíso.
El primero casi pegado al otro, pero en las regiones heladas del Norte, donde a
su vez, rodeados de hielo, en cálidas islas moraban los hiperbóreos, seres sin
pesar, trabajos ni batallas. Esa región madre de los vientos fríos que recibía
el Mediterráneo, fue luego la morada de Thor, de los Vándalos y Vikingos y de
las sagas mitológicas más sangrientas de Europa. El Mediterráneo pudo imaginar
la Comedia del Dante, donde la tortura esta individualizada según la falta del
pecador, y los astutos aparatos patibularios ilustran la destreza artesanal de
la época. El amor cortes y los frisos eclesiásticos del averno, deudores de
poesías y pinturas, se repartieron por su parte el hedonismo y el dolor. Fue en
el siglo XIX que el romanticismo, y en especial las negras flores de
Baudelaire, inventaron una nueva versión infernal, también pegada al
paraíso: el goce y el sufrimiento venían
juntos en la imaginería bohemia. Heredero de esa larga herencia, que
expresionismo y fervor romántico habían pulido, el sistema de concentración
nazi había convertido la crueldad en una pasión reconocida y prestigiosa. No
fue el primero ni el último en ese afán, pero fue el mejor, una definida y
estetizada perfección del mal. Cumplía además con el imperativo de fundir
imaginaciones aparentemente contrapuestas, el orden y la violencia, la
exaltación vital y la destrucción. Sobre el arcaico friso del infierno y el
paraíso, la devoción y la guerra, la fe y las cruzadas, el amor y el odio
guardaban la vieja hermandad.
Esa
dimensión nazi infernal solía vincularse en muchos estudios a las pulsiones
destructivas, y también a los ideales utópicos, al carácter complementario del
infierno practico con el paraíso imaginario. El análisis cubría los ideales
públicos fantasiosos, pero también debería hacerlo con las apetencias de la
ambición privada. Con notable agudeza, Klaus Mann había enfocado en su novela “Mephisto”
el paraíso escondido de los trepadores en aquella pirámide de poder. Los
oscuros pactos y prebendas, que tejen y luego cementan el totalitarismo, fueron
descritos con tal escandalosa fidelidad que el libro, publicado antes de la
guerra, siguió teniendo dificultades para reeditarse en Alemania en décadas de
postguerra. Con paralela mirada taciturna, el poeta Joseph Brodsky observo
sobre Rusia que todos habían sido víctimas o verdugos, y a veces las dos cosas,
pero le faltó un término. Hoy sabemos que tampoco la Unión Soviética se mantuvo
solo por el terror y la represión demandada por los voraces agujeros del gulag,
también hubo beneficios que la burocracia acumulaba, altos privilegios,
desaforadas conveniencias, una minoría de “iguales más iguales”, como ocurría
con la rebelión en la Granja de George Orwell. Esta dimensión, el paraíso
escondido en el infierno, es menos palpable, quizás porque la ilusión
ideológica fue sombrilla de ambos o porque desde el paraíso del mal, como fue
la Republica de Salo, hay menos testimonios directos. En China, no es necesario
escarbar ese notorio desenlace, que replica Cuba y en Venezuela se repite como
farsa, pero con la misma eficacia delictiva. Fue Todorov, en uno de sus ensayos
posteriores al derrumbe soviético, quien observo que el nuevo capitalismo
erigido en Rusia tenía sus magnates en los mismos lideres del régimen anterior,
aquellos avezados burócratas que estaban en mejor capacidad de aprovechar la
hecatombe. Esa continuidad es también la del paraíso dentro del infierno. Lo
que más parece haber afectado al pueblo ruso no fue descubrir que lo que decían
del socialismo era mentira, sino que lo que decían del capitalismo salvaje era
verdad. Esta oscura saga del poder no está registrada en los vaivenes
ideológicos. Solo las ficciones se hicieron cargo del costado siniestro.
Con
clarividencia e inocencia, en “Mephisto”, el hijo mayor de Thomas Mann había
mostrado en el nazismo el destino terrible del “Fausto”. Esta advertencia
madura de Goethe, en lo que había sido su desenlace literario, y quizás
filosófico, apunta por arriba al “Werther”, la primer fusión romántica de Amor
y Muerte, su simiente diabólica. Intuyó que el paraíso y el infierno, el goce
perpetuo y el terror, suelen soplar juntos en los desastres de la civilización
europea.
Existió también la idea inicial de un
paraíso en América, y su busca desenfrenada desato el vertiginoso derrumbe
demográfico de la población indígena. La conquista, como “El Halcón Maltés”,
era de la misma sustancia de la que están hecha los sueños. Los espejismos de
“la cueva de Montesinos” del ensoñado Quijote o de la “Ínsula” del ambicioso
Sancho, conformaron la desvariada y ávida colonización española. Fue “el
Dorado” la fiebre de los conquistadores, también la furia siniestra de Lope de
Aguirre, esa la leyenda que encontró en Venezuela su mayor encarnación. Sitio
geográfico del paraíso, verdadera región del Edén, describía la bitácora de
Colon cuando entraba al Orinoco, y su clima y bienestar también quedo en la
memoria de Guillermo Humboldt, y la consideraban “Tierra de Gracia” , y se llamaba “sucursal del cielo” durante
muchas décadas del siglo XX. El infierno, sin duda, era inevitable, ya que
viene pegado a los paraísos. La descripción de la Venezuela actual asevera sin
reparos esa lógica mítica pendular. La crisis es ahora una disolución, el
derrumbe silencioso, sin guerra, de una sociedad donde lo único ordenado es el
crimen organizado. Una vorágine enigmática que succiona todo él sentido y valor
del estado, las instituciones, el pegamento cívico, la memoria social y la
ética pública. Un “maelstrom”, una “Atlántida” que se hunde al aire libre. Recuerdo que en “El país de las ultimas
cosas”, una novela de Paul Auster que se anticipó diez años a la circunstancia,
quedo documentada proféticamente la actual cotidianidad caraqueña. Héctor
Shamis, en un articulo de estudiada precisión, comparo Venezuela con el Oran de
“La Peste” de Camus. Antes, solo Kafka o el Gabinete del Dr. Caligari previeron
el nazismo. Es como si solo la ficción pudiera dar cuenta de los enigmas
colectivos, cuando los análisis sociológicos o económicos no bastan. En su
ominosa novela “Diario de la guerra del cerdo”, Bioy Casares pareció
anticiparse una década a la dictadura militar argentina; de Venezuela recuerdo
que la poeta Martha Kornblith había escrito “El perdedor se lo lleva todo”,
además de otros poemas y muchas intuiciones del porvenir, mensajes de una
realidad que otros no veíamos. “Es lo que amamos lo que nos subyuga, la feliz
esclavitud” sentencio Aldous Huxley. No era psicosis aquella inminencia enorme
que predijo esta poeta en el paraíso de las ruletas y el dinero, y quizás no
fue la única que sintió venir el ronquido. El magma mortífero y paradisiaco de
un alud populista y petrolero devasto sin sorpresa esta nación adormecida,
sepulto sus instituciones, y la sombra estampada de lo que fue esa Pompeya será
de larga memoria para las próximas generaciones.
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