Cuando en
1927 Sigmund Freud publicó su ensayo “El porvenir de una ilusión”, la ciencia
era la invicta lanza de la razón, y la religión su adversario mayor. Para su
intrépida pasión positivista el conocimiento despejaba el oscurantismo, cada
nuevo microscopio apagaba el cirio de una devoción, y el avance sucedía contra
la vetusta ilusión religiosa. Se desconocía entonces que esa ilusión estaba
atravesada y atravesaba muchas otras. Freud la distinguía como uno de los
grandes costos, quizás inevitable, de la busca irracional de consuelo por la
especie. Las multitudes la preferían a la inteligencia trabajosa de la ciencia,
a cambio los ilustrados solían ser heréticos (dejen el cielo para los
gorriones, decían los descreídos vulgares, mientras un filósofo neokantiano se
compadecía “los que no tienen cultura, que al menos tengan religión”). No
advertían que la creencia era parte de una red más vasta que vinculaba las
comunidades, tejía la identidad, y enredaba sus hilos con fervientes utopías.
En aquellos días, la religiosidad impregnaba con desesperación el pensamiento,
la fe sustituía los proyectos, las ideologías retomaban los cálices sagrados, y,
excepto en la tecnología, toda la razón perdía pie. La exaltación delirante anegaba la política, y
la prudente meditación gastaba una modestia despreciada. La voz deslumbrante de
Hölderlin aún persuadía desde el siglo XVIII: “El hombre es un Dios cuando sueña
y un mendigo cuando reflexiona” (pareció una baladronada romántica, pero fue
una profecía de catástrofe). No obstante, es en el incierto siglo XXI,
desbordado de tecnologías impredecibles, acunado por el fervor de internet,
cuando la especie empieza a razonar recién como un mendigo. Las nuevas
liturgias que facilita la tecnología no promueven el orgullo humano, sino el
protagonismo de las máquinas. En tal progreso, el hombre pierde las alforjas de
sus sueños en todos los ámbitos clásicos. Es el precio de la aluvional presencia
científica.
Con el
descenso del mar imaginario, que deja las ilusiones convencionales varadas en
el siglo anterior, se notan en el actual los viejos ideales que nadaban
desnudos. Abarca esa visión la indefensa epidermis cultural, tatuada de
creencias sin creyentes, borroneadas y sometidas a la inclemente globalización.
Una correntada inexorable arrastra instituciones y nociones amasadas en el
largo tiempo, y también las herramientas habituales para descifrar la historia.
Actualmente, la historia ocurre en tiempo real, y el endémico presente carcome
incesante aquella lenta comprensión. La sustituye una presencia inédita,
experiencias sin conceptos previos, como las migraciones tumultuosas, los
desastres climáticos o el hundimiento de instituciones canónicas. La memoria
generacional fragmentaria, como la adolescencia y la juventud, o de breves
periodos de la música, la moda o el cine, sustituyen la cíclica especulación
histórica. Retorna una inocencia bárbara, reflexiones dispersas, motivos
silvestres de áspera veracidad. Son contadas por los atónitos desplazados de
guerras que apenas descifran, las de los cientos de miles de desnutridos que
entran a Colombia o Brasil escapando del recalentado delirio chavista, las que
musitan en Argentina los ciudadanos perplejos ante la red miserable de contubernios
que encubría la fiereza populista, las murmuradas por filas de apostatas y
fieles desencantados que vacían las iglesias en todo el mundo, o la balbuceada voz
pulsional de las identidades nacionales, la “real politik” de los Europeos que vuelven a enfrentar , “ en
vivo”, la infame complicidad que negaron
durante setenta años. No hay ética general que ordene una escala para enjugar
esos desconsuelos. Hay cultura de diversos ámbitos, no una cultura general, y
lo humano se evapora como abstracción de esas condiciones singulares.
Una
trascendencia mayor de la condición humana denota su ausencia. El arte, que
lograba sublimar anhelos íntimos, como lo hacía la religión, es hoy sostenido
por el mercado más que por el esplendor de la trascendencia. No se trata de la
perdida del “aura” por la reproducción industrial, sino la pérdida del “aura”
del mismo “aura”, el final de un esplendor. Se ha terminado cierto sortilegio
central de la especie, un brillo de mitologías que barnizaban la historia
humana. Caída esa magia, se asiste a una bancarrota ilusional de gran espectro,
porque cada nave imaginaria anclaba las otras. Eran ilusiones, no una ilusión
como pensaba Freud; el reciente desprestigio vertiginoso de la iglesia católica,
es solo un bergantín de la gran flota hundida.
La Iglesia argentina, “tan lejos Dios y tan
cerca del Papa” como parafraseo Loris Zanatta, había tramado sus ilusiones con
las del fascismo hace mas de un siglo. No casualmente el gran Congreso
Eucarístico de Pio XII se realizó en Buenos Aires, tres años antes que el mitin
nazi más populoso fuera de Alemania colmara el Luna Park. El actual
oscurantismo contra el aborto, que desechó olímpicamente la voluntad indignada
de la mayoría, hereda aquel clericalismo nefasto. Las imaginaciones son contagiosas,
se apoyan entre sí, y a veces se funden, como hizo Hugo Wast, el ensayista
furibundo de aquella intelectualidad católica y fascista. Pero las alianzas
imaginarias no se mantienen, varían sus socios. El Papa actual comulga con las
tendencias populistas, sus corteses condolencias no ocultan su simpatía por la
dictadura venezolana, cubana o nicaragüense. Usualmente, el seguro temple
fascista, y el temor al ateísmo comunista, dictaban las preferencias, ahora el
populismo y la pobreza sin rumbo es la clientela favorita del Vaticano. Precisa
ganarle la carrera a los evangélicos que mostraron más destreza publicitaria en
Latinoamérica. El nacionalismo ruso tampoco es una ilusión aislada, se entretejió
otra vez con la Iglesia Ortodoxa, como antes con el estalinismo, vastos
orgullos compartidos de la misma estofa zarista. El aislacionismo
norteamericano es pariente con la supremacía blanca, el patriotismo ramplón, el
cinturón de la biblia y el odio a Darwin. El nacionalismo turco, que tanto debe
a la modernización de Ataturk, es hoy enrolado por Erdogan con el atrasado
conservadorismo islámico. Ocurre cómo en aquel verso de Borges “no nos une el
amor sino el espanto”.
En la
moderna y liberal Israel, dispersa en muchas memorias familiares, culturales, generacionales
y étnicas, los religiosos judíos se mantienen en la burbuja de la memoria
sagrada que siempre los contuvo fuera de la historia. La milenaria
intemporalidad preservo siempre su trashumante autonomía, pero adecuándose a
distintos regímenes (Como también hacían drusos o gitanos) sin hacer mella en
su identidad mayor: Los judíos de Burdeos o Alsacia apoyaron a Napoleón,
mientras los lideres jasídicos de Rusia excomulgaban a sus partidarios. También
el Estado Judío resbalo sobre sus convicciones religiosas, pero la adecuación fue
mucho más abigarrada y sutil. Desde ese
baluarte construido con mitos y mística, despliegan una notable astucia para
centralizar su dominio y transar con un estado que pierde sus esplendidas
pasiones seculares, mientras precisa memorias de largo plazo que legitimen su
particular historia. La frenética política regional, disminuidas sus pasiones
históricas, requiere renovar certezas. Precisa anclar el estado en una larga
memoria que soporte la historia. Las arcaicas ilusiones sostenían siempre las
memorias colectivas, pero en este tiempo global vertiginoso, se disgregan,
borbotean en las fragmentaciones del mundo digital, y el soporte generacional
no basta.
Los prejuicios y leyendas que sostienen las
ilusiones nunca prosperan aislados, precisan de otras certezas imaginarias, aliados
que eviten la misma realidad. La textura inconsciente que analizo Freud tenía
muchas hojas pegadas, y el cielo que auguraban los científicos optimistas, luego
del declive eclesiástico, no habría de ser sólo de los gorriones. El cielo se
amplió a los nuevos espacios cósmicos, la presencia tecnológica avanzo en la
galaxia, la atmosfera fue agujereada por el ozono, y la figuración alegórica
del cielo y de la tierra fue cambiando. También cambio la criatura que había
gestado aquella vigorosa devoción celeste. No es solo variación de la fantasía,
nuevas figuras para narrar lo humano en la naturaleza, como el pasaje del
Leviatán a los unicornios, de la abarrotada luna de Ariosto al astronómico
satélite de Verne, o del metafísico planeta que surcaba Moby Dick a la esfumada
esfera de Bradbury. Hoy se registra la perdida casi absoluta de signos
enaltecidos, merma toda referencia natural que ilustre la trascendencia del
destino humano. La caída de los grandes relatos, y las alteraciones de la
tecnología, arrastro también las vastas creencias que cobijaban un sentido, y
la condición significativa quedo a la intemperie.
Existe la
certeza de un extraordinario e irreversible progreso tecnológico, pero no la
seguridad que ese acierto no sea también un error de la especie. La creencia científica llegó a un tope con
respecto a la dimensión humana, y los fenómenos climáticos, los desafíos de la
alimentación que hacen rememorar los presagios de Malthus, no permiten que la
confortabilidad otorgue confianza al largo plazo. Los éxitos son inmediatos,
localizados, parciales, porque no invocan la perduración de la especie. La
ausencia de ilusiones globales trascendentes, esa función que solían tener las
religiones, el arte, los mitos y las ideologías, no alcanzan para alentar la
contemporaneidad. A pesar de que todos los datos indican una mejoría del nivel
de vida, y hasta un aumento de la fugaz felicidad cotidiana, no existe seguridad
sobre el ancestral privilegio del devenir humano.
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