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Fuentes y afluentes de las identidades

    Época paradójica: crecen las pasiones colectivas mientras las identidades se van licuando en las pantallas digitales. Países, culturas y regiones remachan señas identificatorias, exaltan orígenes y ancestros con frenética convicción, pero los sujetos de esta marejada abandonan su intimidad y padecen una perplejidad aluvional. Una especie de zombis, cada vez más ahuecados, se afilian a estas definiciones colectivas que enmascaran el vacío. La carrera hacia el origen, para adueñarse de la historia y los mitos, se ha desatado en escala ecuménica. Es casi una reacción directa a la disolución de identidades personales. Una transformación inevitable: el Yo deriva del Otro y la Otredad se ha fragmentado y cambiado de manera radical. El prójimo de Internet no es el de los templos, los sindicatos o los barrios. Un remolino tecnológico ha disuelto las claves recónditas de la presencia humana. Las infatigables figuras ofrecidas ´por internet no logran dar sustancia a la desolada interioridad del viajero digital. Quizás por ello las formas primarias del cuerpo y el espacio retornan al lugar vacante. Casi en continuidad con la algarabía aldeana del futbol, las banderas abstractas e imaginarias de las regiones vuelven a colorearse, entregan una epidermis pasional a la identidad perdida. Podría suponerse una repetición de la desgracia europea, aquel síndrome de identidades evaporadas por la recalentada modernidad. Un desconcierto peligroso, inquietud que en su tiempo muchos, como Harold Laski o Erich Fromm, habían descifrado en la tardía unificación nacional de Bismarck o Garibaldi. Sin embargo, la nueva sopa fanática nacionalista no parece la reposición del fascismo de los treinta, tan rememorado por la crisis económica o ideológica. A cambio, sugiere que el mundo líquido, característico según Zigmunt Baumann de la vertiginosa cultura actual, requiere también diques, isletas y escolleras para frenar el tsunami globalizador. Soportes inéditos contra el ciclón de las nuevas referencias digitales, un asegurador pasamanos para sus resbalosas andanzas.

 
     Las agrupaciones que antes socializaban a los ciudadanos y les permitían “saberse” entre los otros, se resecaron entre pantallas luminosas. Como temía con agudeza aristocrática Alexis de Tocqueville, ha desaparecido el suculento debate real, la fértil experiencia de grupo, la jerarquía y los valores que sostenían el grueso tejido democrático. Los medios de comunicación de masas ya no son medios, y la entidad platónica de las masas suscita sombras indiscernibles en la caverna electrónica. Los flashes informativos mezclan lo importante y lo irrelevante, disuelven los matices y separan las visiones abstractas de las experiencias ciudadanas reales. El vértigo comunicacional no permite comunicarse. Esa pérdida masiva de orientación no hace retornar los grupos a las ideologías abolidas, van mucho más atrás, a las vivencias primarias del entorno y sus matrices. Sin las narrativas mayores, quedan los núcleos básicos de experiencia inmediata y prejuicio que marcan cercanías y distancias. Las tumultuosas manifestaciones de los chalecos amarillos franceses es un testimonio. La importancia del color, la busca de “visibilidad social” , sustituyo el “ hacerse escuchar” de la civilización de la palabra. Estas protestas amarillas no tenían dirección ni configuración política sustantiva, pero estaban  movilizadas por la iracundia ancestral de las multitudes. El antisemitismo (la pasión preferida de los necios), la xenofobia, la violencia envidiosa, el odio personal, emergían como su espuma más genuina. No era un indeseado desvío, como muchos biempensantes interpretaron, sino su fundamento básico. Era la vuelta al origen sin tamizar de las primeras creencias colectivas. Las arcaicas masas que estudiaba Gustav Lebon y fascinaban a Elías Canetti, retornan a la escena del crimen. La carencia de circulación entre la experiencia social “real” y la narración colectiva, disgregada entre mentiras, publicidad e irrelevancia, gesta estas viejas-nuevas masas “descabezadas” en doble sentido.
    En mayo del 68, las protestas de Paris, que deslumbraron de vanguardia aquella generación, eran barnizadas por la mejores tintas intelectuales. Todos los gestos estaban enfermos de ideología, las paredes transpiraban filosofía, abundaban las agudezas chisporroteantes, y eran tan inteligentes que no servían para nada. Casi la contrapartida del actual fenómeno social, sin inteligencia pero con un poderoso vigor político que deriva todavía sin dueño.
   Las fuentes mayores de las identidades nacionales suelen estar cementadas de mitos:  intrépidos galos, devociones épicas, la iglesia, la revolución, barricadas y bohemia empedraron el pasado francés. Algunos fervores heredaron el Gaullismo o la tradicional izquierda, pero han desaparecido, y la despersonalización que impone internet deja esa sociedad en una confusa orfandad mitológica. La triste comparación de estos nuevos movimientos con la “Primavera árabe”, solo aumenta su desconcierto; la mezcla con el temido terrorismo islámico o las pasiones que desata la inmigración de África impide enmarcar con nitidez su ámbito social. El reclamo de la periferia de la capital, la atormentada condición de muchos oficios sin porvenir, la automatización invasiva, son los nuevos afluentes de una identidad sin cauce, que cruzó desde el tradicional romanticismo social a un confuso presente, constante, sin pasado ni futuro.
    El duelo por Amos Oz, excepcional escritor y penetrante ensayista ha reflotado muchas de sus vívidas y vividas reflexiones sobre la identidad, la historia y los cambios.  Uno de sus análisis entregaba a sus padres como ejemplo de los judíos venidos de Europa hacia Israel, nos ilustraba que esos judíos rechazados por cosmopolitas, igual que antes por lo contrario, habían sido a la postre los auténticos europeos. Como los asteroides y meteoros que llevaban a los planetas las partículas biológicas, trasplantaban el humanismo europeo, la espuma de la ilustración, los avisos de Kafka o Benjamín, a su nueva vida. En su semblanza, Oz daba lugar a la nostalgia de esa generación, pero también a su orgullo israelí. Nuevos afluentes a la herencia humanista tan cara a los judíos, y también indicaba, a contraluz, esa abismal perdida de la que Europa, como se advierte, nunca se recuperó. 

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