“Nadie
sabe lo que puede un cuerpo” sostuvo Baruch Spinoza, y quizás tampoco lo que
sugiere o explica un cuerpo. Derecha e izquierda derivan de las manos del deambulador
mucho antes que de la vida política. La historia recuerda que esas extremidades
fueron rebautizadas para los asientos de aquella asamblea vocinglera de la revolución
francesa. Desde sitios opuestos imprecaban renovación y permanencia, conservación
o cambio. Las manos fueron selladas como signos binarios al calor de los fervientes
discursos. Esas visiones de la vida pública antes eran ambidiestras, mixtas y
cambiantes, como todavía ilustraban las cámaras inglesas o algunos consejeros
prusianos. No obstante, los impulsos que sostienen la notoria división en dos
direcciones preceden esa arquitectura ideológica, son arcaicos, quizás intemporales.
El paralelismo puede asimilarse a las etapas de la vida animal, pasiones ambiciosas
o aceptación inevitable, ardiente entusiasmo o crepúsculo del final,
impaciencia juvenil o tolerancia veterana, tan ancestrales como Eros y Tanatos.
Se revisten como ideologías, pero su ímpetu también las transforma: a poco de desencadenarse
la revolución de octubre, emergieron los socialistas de izquierda y los comunistas
de derecha, que heredaron las divisiones previas y multiplicaron las
siguientes. Izquierda y derecha se definen una contra la otra, y suelen correr
sus márgenes. Mas allá de la anécdota en el campo de pelota francés y la puja entre
monárquicos y republicanos o luego entre mencheviques y bolcheviques, no queda
claro este sentido político del espacio; se debería descifrar volviendo al
cuerpo enigmático que alertaba Spinoza.
Arriba y
abajo, tan empleado para representar el poder, es fácil de discernir: la ley de
gravedad, contra la que se yergue el bípedo, clasifica naturalmente lo que va a
la tierra y lo que asciende. En el cuerpo la cabeza encabeza. Desde arriba el
Erectus lleva la mirada, el oído y el habla. La noción de progreso es algo más
complicada. Adelante y atrás se captan mediadas, son relativas a la propia posición,
pero sin duda se desea y se domina hacia adelante; atrás se deja para otros o
para el pasado. En algunas tribus de Australia, que solo conocen una indefinida
llanura, la lengua dispone de los vocablos adelante o atrás para orientarse, y
solo siguen la espalda o la cara. De manera que el poder, arriba o abajo, y el
progreso, adelantarse o quedar atrás, son metáforas claras del cuerpo. Al
contrario, derecha e izquierda no tiene tal diferencia en el cuerpo, el humano
tiene mitades simétricas y la predominancia de un hemisferio cerebral es menos consciente.
Hay culturas donde los sujetos advierten la derecha o izquierda después de
chasquear los dedos de las manos o de moverlas hasta que emerge la sensación.
Esa ignorancia es frecuente en pueblos de alfabetización reciente, ya que la
escritura organiza decisivamente el espacio para la mirada. Existe también una hipótesis
inversa, aplicada a los idiomas que se escriben de derecha a izquierda, y es
que el grabado de la escritura en piedra obligaba a usar el punzón con la izquierda
y martillar con la derecha. La alfarería, una de las primeras y mejores
muestras de la civilización, procura una notable complementariedad entre ambas manos,
la que fuerza y la que contiene, la que da forma y la que alisa. Estos esbozos
de mutualismo se desvanecen en el orbe político. Hace dos siglos que izquierda
o derecha designan las trincheras ideológicas, aunque no signifiquen nada como
visiones fijas. Es sabido que ambas suelen vestir la propuesta del adversario según
trate la feria. Es frecuente que muchos anhelos clásicos de la izquierda los cumpla
la habilidad práctica de la derecha, no menos que muchas afirmaciones
sentimentales de la derecha resulten el combustible apropiado para inflamar la
izquierda. A falta de propósitos prácticos
que las distingan, les queda la diferenciación teológica, el semblante fanático
de emisarios del bien que cada una reivindica.
Veamos que
nos dice el cuerpo sobre esa primera unidad imaginaria cuando llega a mayoría o
minoría. Basta una crisis de angustia para que la síntesis del Yo se estremezca,
basta mirar un rato la propia mano para sentir la rareza física, la intuición que
no somos el cuerpo, solo lo representamos. Si esto sucede con lo más próximo, ¿qué
carácter sustantivo podría tener lo lejano? El rostro familiar que al girar
bajo la luz parece extraño. ¿Era cierto lo familiar o lo extraño? ¿O aquella
imagen sin dueño que reflota en un villorrio de la memoria? Sobre esa incipiente
presencia subjetiva se unifica el Yo y suelen continuarse las minorías. El
cuerpo en fragmentos, las zonas erógenas, las vivencias, las pulsiones, las
insinuaciones del inconsciente, son una muchedumbre de minorías que delegan su
poder al Yo. Si abandonamos la certeza titilante hacia el escenario social, los
vagos deseos se eslabonan en palabras, sumadas en frases, delegadas a
instancias, instituciones, hasta llegar a los muchos que somos en alguna entidad
abstracta como la ideología, la nación o el país. Cuando descendemos de ese
tren de símbolos, la superstición estadística nos empaqueta en mayorías y
minorías. La expresión personal desaparece, y la vida pública, con la carne
perdida del individuo, florece en unos brotes toscos de aquel comienzo.
Excepto para grupos que apenas excedan el centenar, la vivencia individual del lazo con el otro suele desvanecerse.
Los socialismos utópicos nunca fueron más allá del falansterio de Fourier o las
agrupaciones de Owens, o el kibutz en nuestro siglo. Los socialismos mayores desembocaron
en la burocracia o el sometimiento a una dimensión abstracta y anónima. La
democracia nunca conto con mayores éxitos que la Atenas de Pericles, que prescindía
de la participación de los esclavos y las mujeres. Todo indica que mucho más allá
del cuerpo, la relación con el otro desata un universo social distinto, algo
que la especie humana administra mal, como si el tamaño de las bandas de
cazadores y recolectores del humano primitivo todavía perdurase en nosotros. La
humanidad es una entidad abstracta, y ninguna filosofía sustituye la proximidad
del rostro real.
Usualmente,
la minoría autodesignada es una afirmación orgullosa de la identidad, como
sucede con judíos, negros, homosexuales, masones o gitanos, cuando es designada
desde la mayoría resulta una exclusión que menoscaba. Los dos términos son
ficticios. La minoría suele suscitar una lealtad más íntima y la mayoría un
sometimiento a poderes superiores con el subterfugio de hacerlos creer inferiores.
En ambos casos, se supone que algo personal asciende al trono, y no participar
de la mayoría sugiere en la minoría una cercanía a la vaguedad
subjetiva de nuestro ser. Mayoría es igualmente ficticia, suma la multiplicidad
de deseos y para ello los deforma aplanándolos en una convicción vacua. Solamente
se define desde el poder, desde la representación de la misma mayoría que, como
se sabe desde Hegel, origina un exceso, una adiposidad, la representación excede
a los representados y vive de ellos. Además, como había enunciado el antropólogo
Bronislaw Malinowski, los pueblos son históricamente determinados por la
mentira que creen no por la verdad que ignoran. Alejados del cuerpo por obra de
la distancia digital, actualmente los representados son telespectadores, y la
vida política una rutinaria escena luminosa. La información se parece cada vez
mas a la publicidad, el pueblo a una audiencia, y los conceptos son fósiles resecos
de significado. Mayoría o minoría resultan chicles sin proteínas, masticables
de la mente, para los Zombis de la vida publica que han perdido su cuerpo
verdadero. Hay mucha comunicación, pero nada que decir, en parte porque nadie
sabe lo que sabe el cuerpo. O bien lo saben por el hambre o la enfermedad, como
sucedía en la antigua China, la vieja Irlanda, la Ucrania estalinista, el
Leningrado del sitio, Haití, Sudán o la Venezuela del siglo XXI. En muchas de esas
hecatombes, se evaporan las ideas, se agotan las ganas de decir, todas las
palabras llegan entrecomilladas, para oídos exhaustos de descifrar el viento.
Comentarios
Gracias, Fernando, por confundirme...