En tiempos de barbarie el diablo cita a su favor las escrituras. Se sabe que los pueblos no tienen los gobiernos
que se merecen, sino los que se le parecen, incluso los que se le parecen por
la parte más baja. Una arquitectura jurídica sofisticada también puede
ayudar a sostener esas bajas pasiones. Especialmente cuando desaparecen los
garantes mayores de la ética cívica, el cielo de categorías universales que cobijaba las multitudes. La emergencia masiva de un temple fascista,
alienta ese pesimismo sobre las “sagradas” mayorías que alertaba Alexis de Tocqueville
hace años. Muchas elecciones hubo desde entonces, y ninguna
desmereció aquella profecía sobre la “Collective mediocrity”. En ocasiones,
también canalizó la “collective” malignidad represada en las honduras de esas mayorías. Aunque Hitler es Aquel que murió por todos los
pecadores, la mayoría de los pecadores fueron salvados (muy pocos afrontaron el
liviano Tribunal de Nuremberg; medio siglo más tarde, el juicio casi
tragicómico de unos criminales nonagenarios encubrió aquella complicidad) y
siguen ahí. En Polonia son los ancestros del enardecido chauvinismo polaco, en Hungría
de la exitosa y maquillada ultraderecha antisemita, en Ucrania siguen iluminando
de gloria a los asesinos Bandera y Petliura, torvos próceres que soportan la
parte siniestra del fervor independiente. Imbuido por esta mezcla de patriotismo
y turbias pasiones cosacas, el presidente Vladimir Zelensky pidió al ministro israelí
que reconozca el Holodomor como genocidio contra el pueblo ucraniano. Pero aquella
catastrófica hambruna de Stalin no fue solo contra los kulaks ucranianos sino
contra todos los rusos, y tuvo un carácter político, no un deliberado sesgo
genocida. Al menos, según la definición jurídica de genocidio que había pergeñado
etimológicamente Rafael Lemkin para las Naciones Unidas. En todo caso, podría aplicarse
la atribución de “Crímenes contra la humanidad” que origino el jurista Hersch
Lauterpatch para Nuremberg antes de trasladarlo a las Naciones Unidas. Fuera de la exaltación confusa que genera el termino Holocausto, la definición de
genocidio de Rafael Lemkin no es metafórica, se basa en la recopilación de
decretos y decisiones políticas homogéneas destinadas a la desaparición
deliberada de un pueblo. El uso masivo de este término, primero resistido en
Nuremberg y luego popularizado hasta la distorsión, describe hoy como genocida
cualquier matanza o decisión mortífera, con independencia de sus fines o estrategia.
Con esta ambigüedad se encubre y difuminan los casos de genocidio verdadero. Siempre
puede recordarse aquella afirmación de Tódorov “a las víctimas del Gulag le
importaban poco las razones ideológicas, morían igual”. No obstante, debe
distinguirse el individuo como unidad de derecho del grupo étnico para ese foco;
los específicos derechos humanos universales corresponden al primer caso, pero
el ejercicio social concreto incluyó siempre el segundo. Notablemente, el
profesor de Derecho Internacional Philippe Sand, esclarece este frondoso tema
en su erudita novela “Calle este-oeste”. Mucho de la política actual desciende
de la soterrada historia que esboza este cronista. El escritor ha sido impulsado
por su acervo teórico y la singular relevancia jurídica en casos de tortura,
como el de Pinochet, a quien encausó con habilidad en Londres, la intervención a Irak o el régimen
penitenciario de Guantánamo. En el relato trama con veracidad y eficacia su
historia familiar en aquella zona que Tony Judd bautizó como “Tierra de Sangre”.
Es la faja multiétnica de Europa Oriental donde se registraron los mayores asesinatos nazis, ámbito de los campos de muerte en tierra polaca.
El enfoque de esta narración no procura impactar, pero ese laconismo tiene tanta
veracidad, precisión histórica y compromiso legal que suscita vértigo histórico. No
solo aquello fue apenas ayer, sino que todo el hoy deriva de ese tiempo. Si el
presente, como lo definen algunos modernos historiadores, abarca tres generaciones,
una catarata lo inclina en el siglo XX. Aquella memoria escarlata refluye en esa
crónica, y también anega el presente.
El documental del caso Nisman, que
actualmente difunde Netflix, resulta preñado de sugerencias sobre aquel eco del
pasado, y rebota sus sentidos en la presente ola antisemita; el recuento de
incidentes actuales es considerado por expertos como el mayor desde la segunda guerra. Llevado
a un plano estrictamente jurídico, el debate argentino es encubridor de esa misma corriente prejuiciosa que permea todos sus sectores públicos, desde
los servicios de inteligencia hasta las funciones legislativas, judiciales o ejecutivas.
Solo eso explica el borramiento flagrante de pruebas sobre el atentado de AMIA,
la construcción posterior de teorías conspirativas, el énfasis sobre la psicología
del fiscal, todo lo que desplaza el estupor sobre los primeros policías enjuiciados
y el largo prontuario nacional sobre el tema. Argentina fue el único país de América
que tuvo un pogrom ( en “la semana trágica” de 1919), cobijó una honda y vasta literatura antisemita, desde
Martel y su novela “La bolsa” al
ensayista Hugo Wast ( seudónimo alemán del ministro Zuviria que dirigió la
cultura nacional por más de tres lustros), sostuvo una amplísima prensa
fascista y antisemita que conto con predicadores religiosos, tuvo en 1938, en el Luna Park, el mayor mitin nazi fuera de Alemania, y fue uno
de los refugios mas hospitalarios de criminales de guerra, sin olvidar que los
presos judíos de la dictadura militar fueron tratados con específica crueldad. ¿Es
sorprendente que un atentado antisemita, el mayor del hemisferio, no tenga
detenidos después de tres décadas? Esa es la primera cicatriz del caso, luego
viene la confrontación entre recibir beneficios de Irán por el sobreseimiento
de la causa, o por el contrario procurar su encauzamiento para que traslade el
peso tangible de la mano de obra local. Una espiral de corrupción envolvente, que
solo el ventarrón antisemita puede elevar a esa altura de malignidad. En
tiempos de Emilio Zola, fundamentó la mayor exaltación de tráfico postal y denuncias
de prensa, hoy es un penoso ejercicio de imágenes, declaraciones de víctimas
inermes y pomposos mentirosos seriales. El documental pudo ser hecho por una
productora europea y deja abierto un escenario que tampoco es ajeno al
hemisferio norte. Los atentados en Estados Unidos, el carácter pirómano de
Trump para apagar incendios, presagian un porvenir ominoso para las minorías.
En Europa, las valientes reacciones democráticas no logran desautorizar las
pasiones del fascismo primitivo que desbordaron su napa original. La bronca respiración
del odio social está calentando todas las sociedades, y ninguna idea alcanza a
contornear la contundencia de los hechos. La pérdida de una esfera ética protectora,
un presupuesto abstracto, invisible como la diáfana atmósfera superior, pero garante
mudo de esperanza global, ha desencadenado este turbión de pasiones
sociales. Es una alteración con no menos envergadura que la meteorológica, y quizás
también irreversible. Esa piel ya se había perdido en la segunda guerra, pero
ahora la carne viva es producida por la erosión de la corrupción, el odio
grupal y los impulsos destructivos sin freno. Quizás por eso la figura fílmica del “Joker” y
su simplicidad fascista del comics para las culpas, como asimismo la
neutralidad orgánica de la película coreana “ Parasitos”, ilustran para muchos la
dimensión indecible de nuestro tiempo. Como otras veces, el arte logra algún atisbo
de la cíclica transformación de lo siniestro. Las pulsiones oscuras se naturalizan. La atrocidad tiene un mercado de cómplices. Una comunión de telespectadores adora los zombis
y las sombras, porque ellos mismos son zombis, muertos en vida de la información, fantasmas de la pantalla, excluidos sombríos de un furor que no entienden. Nadie conoce el centro de ese
furor: en el planeta de internet todo es periferia. Mala temporada para las minorías,
porque solo los chivos expiatorios y el viejo mal pueden llenar ese vacío.
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