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Ver lo que queda

 

La suspensión que la pandemia impone a los frenéticos hábitos de la civilización será pasajera, pero sus consecuencias serán duraderas, aunque remotas e indiscernibles. Por lo pronto, el carácter global de la plaga ha brindado la primera experiencia concreta de un mal destinado a toda la humanidad, eso es nuevo y determinante. Mal y Humanidad, los dos pesados vocablos, adverbio y sustantivo que bailaban en el aire, reducirán su vaguedad fijados por un nuevo ángulo. Lo humano padecía la abstracta, repetida e inasible universalidad. Ahora el concepto es pragmático, y visto de cerca respira de manera más modesta por su condición desgraciada y menor. La universalidad geográfica de la especie, como le ocurrió al planeta en el cosmos real, disminuyó su escala cualitativamente. La pandemia además nos relativiza en una hondura ética inquietante. Algunos temen una disolución nihilista, otros creen descubrir un nuevo horizonte, casi todos descreen de las fórmulas previas.  Aunque las alteraciones mentales, la ansiedad y los síndromes traumáticos indican los síntomas de la pandemia, también se perfila en esta revisión un don inesperado.

   Nadie pudo predecir la dimensión de la primera guerra mundial, tampoco el advenimiento de la segunda, ni la caída de la Unión Soviética o el ascenso mundial de China, pero todos esos sucesos eran históricamente predecibles. En cambio, esta pandemia, que incidió de manera inconmensurable en la geopolítica, la cultura de masas, las ideologías, el arte y los procesos ecológicos, era y es impredecible; resulta el fiel y mayor testimonio de la teoría del caos. Nunca sabremos que mariposa inicio la tormenta que arrecia en la vida pública inclinando las convicciones, pero si sabemos que sin esas columnas se derrumbará un templo de certezas y costumbres civilizatorias.

    Dicen que el sol y la muerte no se pueden mirar de frente, pero tampoco la vida humana: polvo de estrellas como el sol y espejo breve de la eternidad. Su desamparo da vértigo.  Con inmerecido privilegio hoy puede observarse fugazmente, desnuda, admirable, y arbitraria, como algunos eclipses. Un paréntesis para la historia y un sorbo de infinitud. El pasaje por esta perplejidad existencial que impone la plaga, será también olvidado, pero habrá secuelas, marcas generacionales, el hábito del aislamiento sedentario, la memoria de una infancia modelada en temerosa distancia al ´prójimo. Quizás la religión del progreso quede socavada, la diferencia entre deseo y necesidad tal vez se ahonde cuando refluya el consumo, pero la sabiduría inconsciente solo será un trauma, la sensación irredimible del gran desafuero.  

   También sucede en el espacio ético convencional: los forcejeos mercantiles y políticos con las vacunas, la cura entorpecida para toda la especie humana, pone sobre la mesa su intrínseca condición malévola, capaz de condenar a la extinción una parte de sí misma.  Este exasperado realismo será una de las impresiones indelebles, y los conceptos que antes lo ilustraban perderán su brillo, quizás para siempre.  La especie se fundirá en su origen animal, con el abismal riesgo que la acompaña cuando su fisiología se desnuda del “aura” humanista. Entonces ¿En qué consistirá el don? ¿El realismo vale de por si?

   No cabe duda que nuestra convención del tiempo, la bóveda del porvenir o el estruendo del pasado, son productos más colectivos de lo que pensábamos. Basta este remanso de silencio para que los calendarios particulares vibren desquiciados por la ausencia de referencias, y que incluso las agendas obsesivas terminen martillando el vacío. La pausa nos disuelve. Sin los otros que nos hacen públicos, nuestras vidas privadas también pierden el rostro. Pero extrañamente, sin llamarlas, reflotan nociones filosóficas y metafísicas sembradas en la historia sin historia del “carpe diem” : el erudito “Kairós” de los griegos, el genuino tiempo mesiánico que procuraban los cabalistas, el presente perpetuo de las pulsiones y  los sueños, el infinitesimal momento “sin memoria ni deseo” de las especulaciones psicoanalíticas de Wilfred Bion, el rotundo “aquí y ahora” del deslumbramiento injustificable, la absoluta primera vista de todo acontecimiento. Para muchos, dicha revelación es el don, un imprevisto presente ético y estético. Lo que ha sido buscado arduamente por sabios y mandarines en solitarios monasterios chinos, en las penosas cumbres himalayas o en la teatral Selva Negra, es entrevisto ahora en el parpadeo existencial de la pandemia.

  Es difícil que las multitudes escapen a la opacidad que las constituye, pero en este caso, y no solo por la distancia social que dispensa el virus, la noción grupal se disgrega, por instantes la arcilla humana vuelve al barro elemental. La epidemia que nos retorna radicalmente al cuerpo, solo remarca el desasosiego en multitudes que habían perdido referencias y pertenencias políticas, y ya vivían desnudas de identidades sociales. Regresados al origen ahora procuran una identidad. En ese retorno, una nueva soledad tonifica la lotería de Babilonia, algo baraja el mazo y se abre el juego nuevamente. La heterogeneidad que confunde también nos abre senderos para volver a pensar. Contra a esa posibilidad luminosa acecha su amenaza, la búsqueda se realiza en un terreno de maligna materia oscura, y la luz al final del túnel podría ser la de un tren que viene de frente.

   Es más que probable que el actual desvanecimiento de ideologías complejas resulte un proceso a su vez complejo y difícil de entender, porque fuera de la crisis teórica anuncia una realidad irrecusable. El agotamiento de familiares categorías, la forzada y falseada oposición de derecha e izquierda o democracia y populismo, sucede hoy por la emergencia de otras subdivisiones más básicas. La inauguración de este escenario no calza en el anterior, y rompe la escena. Ciertas contradicciones no pueden ser captadas y procesadas. La digitalización que nos aleja en las redes convive con el acercamiento vertiginoso de la carencia brutal. La presencia real de hambre y sobrevivencia, salud y muerte, poder desnudo y anulación criminal, que subyace a los temblores ideológicos de superficie, eleva otras ondas bajo el mapa conocido. Quizás el desinterés por la política convencional, la suspensión de representaciones conceptuales y la emergencia apasionada de imaginerías racistas, religiosas o nacionalistas, indique esa capa geológica que pulsa esta modernidad reciente. Fragmentos de otro mineral, bultos que pujan por su espacio en otra naturaleza, otra demografía y otra tecnología.   No es el retorno del fascismo y las mitologías localistas o una torpe simplificación de viejos fanatismos. Parece menos una repetición que una gesticulación exasperada, una declaración de flagrante impotencia, de un imaginario revulsivo frente a una dislocación desconocida; perspectiva engañosa que se muestra igual que antes, pese al efecto penoso de sus transformaciones.

  No hay nada nuevo bajo el sol ya decían los antiguos, y eso es cierto, pero solo para el sol, para nosotros es nuevo, y será preciso quitarnos la venda para saber lo que nos queda.

 

 

 

   

Comentarios

ASHER FROHLICH dijo…
No, mis amigos.Esta pandemia no fue inesperada.Es que nos olvidamos que no somos los duenios de la Tierra o el Universo,que no somos Superman que podemos volar sin tambien caernos,que no poemos conquistar la Naturaleza sin muchas veces descubrir que somos parte inseparable de ella.El falso narcisismo neoliberal que nos lleva al borde del abismo sera reemplazado ,quizas por la fuerza,como al ninio que quiere comer solo golosinas,por la necesidad implacable de la solidaridad,que es lo que nos hace humanos.
Y sino,y sino sera asi,esa humanidad que aun queda,se hundira en el abismo como
los dinosaurios en la Prehistoria.

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