Quizás no
sea azaroso que sea precisamente Israel, el primer país casi enteramente vacunado,
de verificada inmunización, recientemente entrado en la flamante “normalidad”,
el sujeto de este brusco y enorme zarandeo de todos sus pilares conflictivos. Este
pasaje de una plaga a otra tiene el carácter de una admonición bíblica, y
tienta a la interpretación oportunista de todos los ángulos políticos. Creo, no
obstante, que posiblemente sea el adelanto experimental de algo que sucederá en
muchas partes: el comienzo de una era radicalizada, sin las referencias que
antes frenaban, dosificaban o acompañaban reflexivamente los acontecimientos.
No es sorprendente la masiva mirada tendenciosa y critica, enriquecida con manifestaciones de aquellos que nunca levantaron un dedo por los sucesos de Birmania, el secreto genocidio chino, la brutalidad turca o rusa, la infame degradación chavista o de Corea del Norte. Es solo el remate triste de una historia moral. Después de la primera guerra mundial, la pérdida masiva de los influjos de la Ilustración, suscitaron entre otras transformaciones el derrotero teórico de Sigmund Freud hacia una plausible pulsión de muerte. Esa presencia fue primero advertida como tendencia autodestructiva por la psicoanalista Sabina Spielrin, que murió fusilada en Rostov por los nazis. No sabemos si sus especulaciones teóricas fueron mas abonadas por la abusiva relación con Jung o por la Primera Guerra, pero en la Segunda los campos las confirmaron plenamente. La destructividad, el mal, la sombra oscura, suceden cíclicamente con nuevas lecturas de la pulsion. Pero hace décadas que suele ser el Medio Oriente lo que vuelve a los bien pensantes a sus orígenes morales, a los saludables prejuicios de antaño, esa facilidad de entender el mal de una sola vez. Ignoran la geografía,el idioma, la cultura, pero tienen una maravillosa soltura para opinar que no arriesgarían en otra región. Quizás por eso no advierten que sus sociedades han resquebrajado los mismos ladrillos, erosionados por esta pandemia sin edad; buena parte de las paredes apenas sostienen certezas de opinión, y cuando llegue la inmunidad empezaran a soltar el revoque improvisado. El fascismo que impera en Europa, el nazismo en Alemania, el populismo ingles o el oscurantismo francés, no es el de la anterior guerra mundial, resulta una sustancia más fluida, ya naturalizada y primaria, tan arbitraria y pasajera como cualquier otra, por ejemplo el humanismo, los valores trascendentes o el respeto, tibios fósiles abandonados del Otro como referencia. Cuando vuelvan a llenarse las autopistas, bares y hoteles, volverá casi todo lo normal, menos algo inasible y sin peso, el sentido humano de la especie.
La facilidad de los
asesinatos familiares y vecinales en EEUU ilustra que ya la gente esta dejando
de discutir, no sabe hablar, ni buscan pensar mucho, no les gusta simplemente, y
entonces disparan la escopeta. Y eso crece. Una herencia de la pandemia fue el
miserable comportamiento de la mayoría de los políticos y estadistas, el
despiadado abandono de valores que siempre parecieron centrales, relevantes
para la dignidad ciudadana. Y eso hará síntomas en la postpandemia, eso se acumuló
en la tierra de nadie de una nueva condición humana. Ya había ocurrido de
sociedades y países que tienen una conducta suicida frente a lo nuevo, como
ocurre con los Lemings cíclicamente o las ballenas cuando pierden la orientación.
Ha pasado con países, el chavismo por ejemplo fue un ejemplar gesto suicida de
toda una sociedad, el Brexit britanico fue mas leve, Trump fue un testimonio incendiario, pero el apasionado oportunismo de Hamas es mas vigoroso y despiadado. El problema con esos suicidios nacionales es que la víctima
sigue viva, tiene tiempo para mirar pasar su propio cadáver. Cuando llegue la inmunización, no habrá inmunidad
para los impulsos destructivos. Eso no estará, se huele la muerte del hombre
como entidad distinguida, aquel resplandor ético protector que solía
solidarizar los grupos o inhibirlos. Lo que Israel estrena en esta “normalidad” es el nuevo
mundo a secas, sin apariencias ni anestesia, porque ya nadie logra siquiera
disfrazarse.
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