Mi generación puede recordar que, en la quinta década del siglo XX, a pocos años del derrumbe nazi, el exterminio de los judíos europeos era silencioso. Solo un saber taciturno y acotado, una lectura insistente, pero privada, entre desconcertados judíos sobre una memoria imposible. Algunas novelas, pocos diarios o ensayos balbuceaban el tema, films como “Hiroshima mon amour” desviaban el desastre de la guerra hacia el sufrimiento de una colaboracionista francesa y una víctima japonesa, y el mismo director, Alain Resnais, en su documental “Noche y niebla”, desplegaba un discurso genérico sobre los campos; a su vez los films soviéticos enfatizaban “La Gran Guerra Patria” y eludían las víctimas específicas, y los de Wadja incluso tenían sesgos antisemitas. En los años sesenta, aumentó la información, el juicio a Eichmann hizo del genocidio un asunto nacional originario, se conoció la investigación maestra de Raúl Hilberg, se difundieron los primeros textos de Primo Levy y en los “70” el gran documental “Shoah” permitió a Claude Lanzman abrir el enigma anestesiado en Europa, también el film de Luis Malle, “Lucien Lacombe”, ilustró el colaboracionismo francés, y comenzaron a conocerse nuevos estudios sociológicos e históricos sobre la hecatombe; la perplejidad filosófica se hizo inevitable. La lupa cultural se acercaba con ambivalencia, y textos como la filología de Víctor Klemperer, ilustraban la sociedad nazi, mientras otros indagaban el psiquismo del verdugo, pero también emergía el revisionismo histórico del nazismo y el negacionismo diversificado. Se revelo con el tiempo que pensadores excelsos y escritores “democráticos” habían coqueteado con el nazismo, un Papa estuvo en las juventudes hitlerianas, un estadista de las Naciones Unidas había integrado los batallones pardos, un ministro francés fue un comprometido hombre de Pétain, y aunque no se encontraban los verdugos, hasta que ya eran octogenarios con demencia senil, se registraron conmemoraciones, monumentos, museos y declaraciones universales. Se trató que estratégicas fechas absorbiesen un olvido confortable. Fue vano, no cuajaba la memoria histórica, y los fantasmas de las victimas siguieron tironeando las sabanas después de cada conmemoración.
Las fechas que se irradian desde los picos humeantes del Holocausto: Auschwitz, el gueto, cámaras, Nuremberg, Eichmann, configuran un calendario propio. Es un archipiélago de materia oscura que flota por su cuenta en el océano de tiempo. No vuelve cíclicamente, permanece ahí. Pese a todos los intentos de medir el espesor, categorizarlo, ordenarlo en el paisaje histórico, atarlo en un sitio comprensivo, siempre se suelta hacia el cosmos. Esta condición elusiva deja vacante la función misma del calendario, artificio tranquilizante que dibuja un mapa del tiempo, como la geografía lo hace con el espacio. Ese derrotero cronológico permite transitar la historia. Pero las fuertes rememoraciones, los homenajes, los hitos del recuerdo que procuran convertir los acontecimientos en bienes simbólicos, dar sentido al pasado y esbozar el rumbo, no lograron amansar esta entidad esquiva y creciente. No cesa de no ocurrir cabalmente, sucede en un destiempo que se escapa.
La palabra Holocausto es demasiado litúrgica, la palabra genocidio demasiado etimológica o jurídica, nada atraviesa la presunta sustancia de materia oscura. Sucede en otra onda y el esforzado concepto patina sin alcanzarla. No tiene referencia comparativa. La dimensión radical, tremenda, del mesianismo judío, el trato con un vértigo imposible, inmediato y remoto, tiene quizás esa misma estofa concentrada que deshace el pensamiento. Como atinó a observar un desolado judío de Varsovia a la llegada de los Nazis: “el Mesías está por llegar, el Mesías es la muerte”. Como había observado Kafka con precisión, “el Mesías llegará cuando llegue, pero un día después que haya llegado”. Se inaugura entonces en otra dimensión de la inminencia. Es en ese sitio donde se cavan “las fosas de aire” del poema intemporal de Paul Celan.
Conmemorar setenta u ochenta años de algo que fue tejido con instantes eternos es irrisorio, una muda impotencia contra la gravitación del abismo. Ese borde tremendo fue macerado largamente por la paciencia judía, una milenaria erosión, un retiro abismal que solo oteaba el tesón medieval de los cabalistas, pero ningún judío desconocía. La inminencia mesiánica se respiraba en ese borde. La persecución, la violencia, la penuria y la costosa sobrevivencia acompañaba siempre la milenaria continuidad del borde. También ese vacío ¿prometía? ¿, acechaba? con la presencia mesiánica?
Un tropel infernal de caballería cosaca, negras atrocidades medievales, los martirios y expulsiones, fueron la segunda piel de aquella incertidumbre mayor. Empero, para el siglo XX, la aparición fue gigantesca, al filo del barranco. Lo novedoso fue la casi unánime participación de la sociedad europea, occidental y cristiana, por complicidad, indiferencia o aceptación, en la compleja eficiencia del exterminio. Fue la entrada en la Historia de aquel abismo particular, con su consecuente disolución de toda la historia corriente por el ácido que desata su hondura. A partir de eso, la clasificación que sostiene la civilización, la idea misma de la especie humana, su estatuto particular y su consigna, fueron suspendidas. La cultura y su barbarie interior, quedaron expuestas, la ética debe reformular sus premisas, y nada logra entenderse si omite el genocidio de la segunda guerra. En esa tesitura, los judíos son casi aceptados cuando desaparecen, y porque desaparecen. Como concluye aquel guardián del cuento de Kafka, mientras cierra la puerta al hombre que espero paciente hasta su muerte: estaba abierta solo para él, para que no entrase.
Las paradojas que giran y aletean sobre el holocausto proceden de un orbe sin historia, como la metafísica, la teología o la cábala. Hay que reflexionar con hilachas, porque la lógica civilizatoria se evaporó, no queda progreso ni pasado escalonado históricamente, solo las ondulantes reglas nuevas de la vida, una inconclusa microfísica de la ética. Aquella ilustrada potencia civilizatoria que modernizó el odio también descalificó la razón, y dejó la cultura fosilizada como un resto. Las redes sociales, la implacable globalización digital, son ahora nuestra biología, y la especie humana se transforma incesante hacia el contagioso abismo. El holocausto fue una enigmática preparación de la condición actual, con una pandemia incontrolable y cíclica, como las unánimes plagas bíblicas, y una naturaleza impredecible, como los arcaicos diluvios y maremotos de las eras descomunales. La Shoah extrajo el formidable abismo de la escatología y lo depositó en la Historia. El mesianismo tomó entonces las medidas domesticas del sionismo, las diásporas se multiplicaron y los presagios planetarios usurparon el abismo. No sabemos ahora si todos se han vuelto judíos, pero hay una puerta gigantesca que se cierra, y en la que nadie podrá entrar.
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