Solo ese título podía convenirle: “Historia
de sombras que se bifurcan”, no para rememorar un cuento de Borges, ni por dar
aire estético a una tragedia y mayor misterio a la historia, sino para esbozar
la ambigüedad viscosa que la asediaba desde el principio. Una oscuridad que la
fue entintando como una nube invasiva. La conocí apenas como rumor en un
tanguero bar nocturno de Rosario. Una madriguera borrosa de los “sesenta”, tan
oscura entonces como sigue en la memoria, y que algunos estudiantes universitarios
usábamos para nuestra ingenua práctica bohemia. El lugar convocaba timberos, bandoneones
aficionados, cantores vocacionales, guapos de barrio, con no menos de cuarenta
años de pasado vencido. El grupo de jóvenes nos arrimábamos a una mesa cercana a
la entrada, para protegernos mejor de la atmósfera pesada, ronca de amistades
turbulentas, felices de palmadas y cachetadas jocosas. El morocho Galarza, un
veterano maleante de mucho respeto, solía acercarse siempre. Nos distinguía y
apreciaba por algunas frases afables y consejos en que había lucido una lacónica
sabiduría rea. Practicaba un gesto medido con la mano, centrándola ancha y
derecha, y soltaba unas pocas palabras sobre la vida. Fue entre sus pocas
observaciones, y las puntadas que entretejía uno de los estudiantes, que me
llego el casual relato. No me hubiera concentrado sin el apellido Osterheld, que
yo asociaba a Hugo Pratt y las revistas de cómics y aventuras. Se trataba de la
desaparición de Arturo Isaac Osterheld, primo de un historietista, que para
Galarza se lo había llevado la “cana” por una vieja boleta que a nadie incumbía.
Lo dijo mirando preventivamente, antes de irse con sus pares al fondo del local.
Sentíamos, como todo universitario, que policías y malevos son astillas del mismo
palo. Nadie agrego nada a esa convicción, y tomamos el vino en silencio sobre
unos patéticos acordes de “Madame Ivonne” que reblandecían la audiencia
veterana.
El relato retornó días más tarde, casi
casual, durante una caminata distraída con el estudiante, cuyo nombre se me escapa,
a diferencia de su rostro, afilado, tenso y arrasado de intenciones y frases impulsivas.
Isaac Osterheld era hijo de una tipa de La Varsovia o la Migdal- dijo sin ningún
prologo- y no tuvo padre conocido. Quizás fue secuestrado, sí, pero por otras
razones, asevero antes de callarse. Atajó
luego con monosílabos mis pocas preguntas a la intempestiva acotación. Contra ese
obstinado hermetismo, fue justo que me interese en la historia. Todo por mi curiosidad
sobre la vieja prostitución judía, esa red asombrosa de cafishos y polacas,
cuyo cementerio casi abandonado había conocido poco antes. Aquel tema sobreseído
concentraba mi morbosa a atención, pero el vago era renuente, dijo poco y me
dejo entrever con fastidio que eran parientes suyos. La madre de Osterheld,
Fanny Schwartz (extrañamente recuerdo el nombre de una desconocida y no el de mi
interlocutor), había fallecido pocos años atrás dejando, me dijo casi con risa,
una enorme biblioteca de libros de Corin Tellado, revistas de historietas y una
pila de rayados discos de tango de “78” , y unos cuadernos en idish que por alguna
razón fueron a parar a su inmutable abuela. Ella, dijo con recóndita lealtad de
nieto, guarda las herencias. El trazo rápido de esa anciana nunca precisó otro contorno.
A
pesar de mis diferentes aproximaciones e insistencias, dentro y fuera del aula,
no volvió este amigo sobre el tema, hasta una sorprendente oportunidad, cuando
le devolví un libro en su lejano domicilio, y me hizo pasar del zaguán, y me
presento con mucho protocolo a su abuela. Estaba sentada en la galería del
patio, rodeada de malvones, como una estatua en sombra. Noté que sus ojos espiaban
desde una maraña de arrugas, con boca quieta y manos abandonadas sobre la
falda. Era como una presencia incesante tras la quietud. Igual nos sentamos con
desenfado en la glorieta, después del formal saludo, y trajo el mate y retomo la
historia. Todo era confidencial, susurrado, y cumplía algunas pausas para
recibir el asentimiento de su abuela, que parecía transcurrir solitaria,
reverenciada, pero sin signos ostensibles.
Volvió mi amigo a centrarse en Osterheld, llamándolo Isaac con voz respetuosa,
y recuerdo ese nombre declinando suave, tanto como el olor diluido pero preciso
de los malvones. Parece que Osterheld, que el siempre llamaba Isaac con apagada
intimidad, tenía inquietudes ciudadanas y escribía. Había ejercido la crónica y
redactado para “La Capital” y luego hizo una columna del diario “Critica”. Lo
cierto, quizás me lo explicó bien, pero no recuerdo con detalle, es que se
enredó en una nota sobre Agatha Galiffi, de la mafia rosarina, y de apuro lo
enviaron al exterior. Llegó de corresponsal a Francia en los primeros años de
la guerra. En el 43, creo que dijo, y se volvió después de otro lio con la administración
de Pétain, que en este caso afectaba las buenas relaciones con el gobierno
argentino. Se había vinculado en Paris con otro compatriota, al que conoció,
eso si recuerdo perfectamente, a través de Teresa Markowitz (Teresa Mar) una
modelo de Picasso. Este argentino, conocedor del arte de imprenta, había confeccionado
pasaportes falsos para salvar a los judíos de los nazis. Cuando lo descubrieron
los SS y mandaron a Auschwitz, Osterheld, que era su cómplice inmediato, logro
esconderse, zafar y volver a Buenos Aires. Existía entonces para la pequeña
colonia rioplatense francesa, la presunción de que Isaac era hermano de Dora Mar,
por parte de madre, pero también que eran en verdad amantes, amantes secretos,
pero muy acechados por Picasso. Lo cierto es que incestuosa o no, la relación logro
salvarlo, mediada por la intervención de un notable pensador fascista. Se
llamaba Drieu La Rochelle y mantenía cierto favoritismo con la argentina.
Guardaba además una deuda con el país derivada de regalos criollos que le hacían
llegar escritores del Sur, afamados paquetes de queso, vino y dulce de leche.
No obstante, Isaac nunca abandono la sospecha de que la delación procedía de
colaboracionistas cercanos, intelectuales neutrales, amigos de Picasso o quizás
del mismo Drieu la Rochelle.
Un resto
de la historia creo que lo recibí del mismo estudiante, pero semanas o meses después,
de manera mezclada, inconsistente, en un café de la calle Córdoba, y antes en
una Plaza soleada frente a la Biblioteca Municipal. O quizás algunas cosas me
las dijo anteriormente, pero por alguna razón se enredaron con los reflejos
vidriosos de ese café, o con aquella soleada plaza que recortaba la sombra
frente a nuestro banco. De lo que no hay duda, es que lo que contaba se iba tiñendo
con el lugar donde estaba, por ejemplo, el encuentro incidental, a poco de
llegar a Buenos Aires, y en la blancura luminosa de Plaza Once, cubierta de
palomas. Había tropezado, antes de cruzar Rivadavia para tomar el ómnibus a
Rosario, con un militar del gobierno que abruptamente le prometió venganza por
su compromiso con el enemigo. La amenaza le estallo como una burbuja.También, cuando en el salón aireado del café, todo
encendido de rizos y pestañas, ojos muy abiertos y minifaldas, la voz me susurraba
que al llegar a Rosario Isaac encontró su madre enferma, marchita para siempre,
y luego lo apabulló una marcha nacionalista por Boulevard Oroño que lo acabo de
convencer del destino nazi del país. Había quedado, se lo dijo su sapiente abuela,
desanimado y sin esperanza durante mucho tiempo. Lo terminó la noticia de que
aquel falsificador argentino de documentos no había sobrevivido Auschwitz. Eso
desbarató su alma, dijo la abuela. Lo encontraron varias veces en la plaza mirando
el vacío, y una vez lo golpearon unos manifestantes oficiales de un grupo de
choque sindical; lo sospechaban de zurdo en muchas partes, pero los comunistas
lo creían un tibio reaccionario. Según aquella abuela, que se comunicaba con su
nieto con la mirada, por aquella época fue que Isaac conoció al otro Osterheld,
su primo, que se interesó por su historia, lo escuchaba con atención y era buen
tipo, muy decente. Ahora que estoy rebobinando, pienso que aquel encuentro en el
“Tango Bar” con el morocho Galarza, no debe haber sido en los sesenta, sino en
los setenta, cuando se iniciaba la “guerra sucia”, y había ya muchos detenidos,
torturados y desaparecidos. Ahí se me refalaron diez años, pero es lo único que
explica la precaución del morocho. En ese clima paranoico se podía haber confundido
un Osterheld con el otro, ya que al historietista lo secuestraron por aquel
entonces. También puede haber ocurrido que los fascistas, que nunca duermen en
Argentina, y se la tenían jurada a Isaac desde los años cuarenta, aprovecharon
la coartada del tumulto represivo.
El ultimo testimonio me llego de un pariente
suyo, que no quiso reconocerse abiertamente, pero lo mostró sin intención una
planilla médica. Esa coincidencia sucedió mucho después en Israel, en un viejo
retiro de Kfar Saba, donde me acompaño un funcionario amigo. Me intrigó la lectura
casual de su nombre, y elevo más la intriga los chismes que agregaba mi amigo.
El anciano empleaba Osterheld como un segundo apellido, sabia francés y conocía
Rosario. Cuando comencé a comentarle las coincidencias vi congelarse su amable
sonrisa. Murmuraba apenas en varios idiomas. Me inundó una marea piadosa y no
quise perturbar su insondable vejez. Me fui cortésmente a mi cuarto y apenas logre
escuchar algo que nada tenía que ver con el tema, lo escuche claro, paciente, pero
en mi confuso embarazo no lograba descifrarlo. Vuelve ahora su voz aspirada como
un trino alargado. Todavía, cuando cruzo por el parque, lamento no haberlo
visitado antes de su muerte, y haberle hablado, y crece la duda de si no era el
mismo Isaac, ya centenario y guardado en las sombras. Pero lo que más me inquieta
es que creo, o así me lo confirmo mi amigo funcionario, que también murió, es que
no capté un comentario, se refería a una historia del cuarenta en Francia, que
luego Héctor Osterheld había impreso en uno de los primeros ejemplares de “Hora
Cero”. Todos los vagos del colegio leíamos esa historieta en los sesenta, y también
después la genial del “Internauta”. Pienso cada tanto en la alegría de esos
trazos feroces y los rostros abundantes de tinta china, las incisivas lapiceras,
y aquella negrura trepidante que empujaba los recuadros de la página donde se escondía
usualmente el delator.
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