Al
mismo tiempo que, casi al doblar el siglo, fue presentado el alarmante “final
de los grandes relatos”, hubo poda del follaje retorico, florecieron prefijos y
sufijos (“pre”, “post”, “trans”, “proto”,
“neo”, “multi” ….”), tonificaron raíces y se expidieron nuevas narraciones.
Eran más directas, breves, escenográficas y mezcladas, tejían video clips y Twitter,
los estallidos digitales y las “fakenews”, y proclamaban la persistencia balbuceante
de la pulsión narrativa. Hasta el tic
tac del reloj puede narrar decía Frank Kermode, hay un Genesis en Tic y un Apocalipsis
en Tac. Quizás se procuraban una reducción, como en las ecuaciones matemáticas,
o una síntesis como en la música que, según Oscar Wilde, otorga una historia
incluso a los que no la tienen. No era
un resultado airoso, pero todavía se relataba. Incluso sin el soplo ideológico,
histórico o religioso, el tiempo humano siempre puede respirar en la trama de
un relato. Un reloj no es un cuento, ni un calendario una novela, ni el siglo
una ideología, pero el relato los traducía, los acompañaba, como una fiel
paralela que ni siquiera al final encontraba el punto de fuga. Lo que se agrega
a la vertiginosa sintaxis actual, a las inversiones y bucles, a la relatividad
del texto y sus dispersos lectores, es que la hipotética realidad a la que
aluden también ha cambiado; la paralela ha cedido. Fuera de carril, lo que ocurre
es leído sobre el horizonte de sucesos del agujero negro. Nada escapa a esa “gravedad”,
metafórica y literal.
A diferencia del pasado, lo ocurrido y lo narrado
se cortan en un punto. Todos notan, y repiten, que el desequilibrio ecológico
resbaló del trapecio y va en caída libre, la sociedad distópica es ya una sorda
costumbre, y lo que se llama post-humanismo una mutación de la subjetividad. Repiten en el vórtice, donde el eco es chupado
por la misma repetición. Lo cierto es que está pasando todo sin narración. Se
configura a cambio una sensación difusa. El incesante aumento registrado en los
trastornos mentales, el incremento de la tasa de suicidios, la expansión de
efusiones delirantes, es tan notorio como la tendencia a encallarse de las
ballenas para agonizar, la desaparición de las abejas o el extravío de las
aves. Nuestra especie ha rotado sus sentidos existenciales primarios, y la narración
que antes fijaba rumbo esta vencida para el trance. Hay tumultos y sobresaltos
entre sílabas. Una florescencia de fanatismos, la polución de teorías conspirativas,
toscas identidades, delatan el hambre narrativo anárquico, el afán por una historia
aliviadora, una crónica que incluya este presente perpetuo que disuelve todo
como un ácido. Buscan sucesiones, examinan coincidencias, anhelan líneas invisibles,
pero el bálsamo de sentido no desciende. El origen, un espectro benévolo que nunca
había existido, se esbozó otra vez iracundo, almidonó sus falsas sabanas para
vestir grupos, gente desamparada y confusa, sin talante solidario propio, que
decidieron confraternizar el mismo odio. Un rancio aluvión de escudos y
banderas se abatió sobre la memoria para diseñar causas, predicar, urdir un aliento
discursivo que se junte a la tormenta exterior. Arcaísmos y alegorías remotas se
usaron como refugio de la inclemencia intelectual. Los arquetipos narrativos que, con las matemáticas,
la filosofía, el alfabeto y la teología, habían nacido en el Mediterráneo Oriental,
no fueron olvidados, ni recuperados. Los mitos a cambio retornaron, atraídos por
el mutismo. Como sonámbulos, voces y siluetas desvanecidas reanimaron su destino.
Los ancestros velados
Es sabido por los estudiosos que, fuera de
una costa y dos islas antes de Ítaca, el viaje original del Odiseo siempre ha
sido honrosamente ignorado. El enjambre de mutilados relatos, desde el caballo
de Troya hasta las multitudes del Hades, nunca encontraron la tierra firme para
posar una verificación. La historia
académica mantuvo una dogmática y respetuosa abstinencia. Mas tolerante, la
literatura se familiarizo con el histórico vacío que asolaba el mar inaugural de
todas las travesías lectoras. Esa ausencia latente, un pujante silencio que
parece haber respirado en “La Edad Oscura” de la historia griega, fue apaciguada
por leyendas y aventuras posteriores o anteriores que entusiastas aedas, incluso
minuciosos escribas, habrían inducido en la antigüedad para multiplicar las
estrofas. Algunos presumieron la gestación anónima, inexorable e inexplicable
de Occidente. El convencimiento erudito de este artificio, una quebrada ondulación
lirica en el odre sin fondo de los siglos, le ha dotado un inagotable esplendor,
pero nunca gozó una certeza unívoca. Pese a la repetida convicción de una
torsión imaginaria, nada pudo impedir la sospecha de que las leyendas escritas
y alfabetizadas por los griegos hayan viajado por el Peloponeso y la Helade en
muchas etnias y siglos antes de la guerra de Troya. Que” los muchos hombres que
fueron Homero”, como dijo Borges, incluso los imprescindibles dos vates que cantaron
la Ilíada y la Odisea, hayan bebido sus mitos en diferentes cronologías. Esta incertidumbre
invadió la devoción lectora. Era ineludible interrogarse sobre la unidad del
autor, la unidad de la obra, la precursora tradición oral y su organizada difusión
escrita. Tenaces estudios, difíciles armazones
reflexivas, suscitaron la exploración comparada de los mitos y costumbres que ilustraban
los versos. Dinastías de curiosos abrevaron en la traslación escrita y guardada
en la biblioteca de Alejandría, o en las señales de participación de
divinidades aliadas en Troya. La homogeneidad dio paso entonces a una visión corporativa
del arte, una creación escrita colectiva como en las gigantescas artesanías medievales,
el cine o la ópera. Fue entonces resignada, con previsible pesar romántico, la
ilusión renacentista de un creador único. Lo que nadie atisbó entonces, distraídos
por la intriga literaria, era la dimensión forense del misterio.
La sospecha
inabordable
No
se ha ahondado, quizás por reverencia a la trama o a sus personajes
principales, la ética real o ficticia de los mismos. Sabemos que los valores y
virtudes de Ulises, pese a su fuente aristocrática y a su investidura monárquica,
distaba mucho de la condición excelsa y la divina arbitrariedad de los dioses.
El uso profuso que practicaba del disfraz, la mentira, el truco y la astucia, lo
acercaba no pocas veces más a la plebe que a la aristocracia. Los sordos enojos
de Poseidón delataban quizás la furia superior por el turbio extravío “humano” de
un rey que, pese a su ingeniosa licencia, no era siquiera un semidios. Los crueles
padecimientos y las muertes que provocaba su arrojo eran infligidas a la
confiada tripulación. ¿cómo soportaron sus marineros la condición precaria de
la castigada flota y los desenlaces mortíferos de las tortuosas hazañas? ¿Comidos
los camaradas por los perros de Caribdis, eructados por el ciclope después de
merendarlos, permanecía inalterable la lealtad marinera y la fe sobre el tino
del héroe? ¿No pueden haberse resentido por
la gravedad creciente de las pérdidas? Que ningún escriba haya sugerido una protesta
natural de la tripulación, indica quizás una resistencia, rumor de rebelión
viscosa y encubierta, desoída por los aedas y omitida por la literatura. No obstante,
la irritación conspiratoria esta insinuada. Quizás la ingeniosa presentación de
Ulises con el apodo de “Nadie” cuando conoció al terrible Cíclope, o el disfraz
que confeccionó para presentarse ante Circe, sugirieron a sus marineros el
anhelo ilegítimo, el truco de la sustitución, la treta de una impostura para
sobrevivir, usurpación de identidades entre ávidos seres vivos. Para
explicitarlo de una vez: ¿Es ese Ulises de la guerra de Troya el mismo que
llegó a Ítaca? La pregunta es forense, no literaria, y obliga iluminar algunos
pasajes.
Aquella advertencia reveladora que había
recibido Ulises del Dios Eolo, fue escuchada distraídamente también por sus
desesperados marineros. Devastados por constantes aventuras oyeron: “vuelve a Ítaca
Ulises, Penélope, tu mujer, está agotada de destejer y es forzada por parientes
y pretendientes para casarse otra vez; si lo hace, tu desaparecerás de su memoria,
olvidará también a tu hijo Telémaco, y se entregará con su reino al nuevo esposo”.
Esa prudencia sombría revelaba fragilidad, destilaba y dejaba gotear una audaz tentación
sobre aquellos aventureros miserables.
Es probable que los marineros, analfabetos
privados de leer a Homero, en el caso que ya le hubieran escrito sus rítmicas
recopilaciones, pudieran haber conocido por costumbre los cantos de los aedas y
las estrofas divulgadas en la gente baja. La Ilíada y la Odisea existían oralmente
antes de la Edad Oscura, y sus rimas deambularon durante siglos ausentes de escritura
en la desolación infligida por los pueblos del mar. Rudos navegantes, casi sin
saberlo debían conocer las historias que tejían los gastados versos. Los envolvían
desde mucho antes de la versión escrita, y con sus ecos liricos era factible esbozar
el tema, procurar su desenlace, enhebrar diálogos corales y culminar declaraciones.
Cabe conjeturar que el ritmo de los ardientes hexámetros atravesaba el tiempo y
sembraba la memoria de saberes dormidos. No sería raro que, antes de pasar por
la Isla de las Sirenas, anticiparan el episodio como una música recordada, intuyeran
el vago peligro de las Nereidas, y escucharan luego con dócil malicia la propuesta
de Ulises: cubrir los plebeyos oídos de cera y luego atar su rey al mástil para
que recibiese sin daño mortal el encanto de la melodía. Ulises no advirtió la
erección ingeniosa de su propia trampa. Después de desatarlo y dejarlo irse
obnubilado por las Sirenas solo quedaba elegir quien de ellos lo habría de
sustituir para el regreso; quizás, oteando por la borda, inventaban o
recordaban nuevas islas y leyendas mientras el impetuoso Rey de Ítaca quedaba
brillando con los otros huesos de la isla. Que esta hipótesis haya atravesado
dormida mas de treinta siglos es una de las grandes epopeyas de la sombra. Mantener
y enriquecer con aportes generacionales y milenarios la proeza, fue inocultable
testimonio de una voluntad mayor. El archipiélago de mitos, en el océano de
imaginaciones de aquel mediterráneo, indica un voto de creencia inocente, pero también
un pertinaz encubrimiento. Mas sorprendente que el crimen es la cadena
cuidadosa de velamientos. No hay duda que el disciplinado alfabeto griego,
cuando el ritmo llego a los papiros e hizo historia, termino de sepultar aquella
verdad monstruosa que tal vez latía en las rememoraciones orales. Las
predicciones sucesivas de la escritura alfabética expurgaron el expediente de
sus fantasmas. Probablemente, Franz
Kafka, habituado a las injusticias y contubernios de su época, entrevió aquel
tejido de reverentes complicidades, y no cesa de notarlo la penetrante intuición
de su relato “El silencio de las sirenas”. Mientras Penélope siga destejiendo y
Ulises retornando, la trama del relato continúa, y nadie escucha el simbólico
silencio acusador, ni presiente su escala. El retorno a Ítaca fue guardado de
manera fundante, como una fe, quizás como un voto primario, el anhelo de una civilización
que ya había tenido su lugar, y viajaba siempre al origen, sin mella de la guerra
y el tiempo. Al sur del derrotero marino, en el mismo destiempo, y corrigiendo
esa vocación, Moisés, el caudillo del pueblo judío, vagaba hacia una tierra
desconocida. También encontró complot y violencia, y sofocó una rebelión
idólatra, pero murió cautamente sin llegar a la tierra prometida. En otra versión
solapada, ese mismo pueblo también venía de otra parte, sin la pétrea legislación,
pero con una promesa inmortal. Variaciones en los horizontes opuestos de dos
bitácoras. Los del desierto siempre vienen de otro lado, tampoco tienen fijado nada
entre manos, puesto que Moisés rompió las tablas y tuvieron que recomponerlas en
una lengua de consonantes pobre de vocales, imaginando y descifrando casi en el
aire. Solo los tripulantes originales de ambas expediciones fueron testigos de
lo que ocurría antes de lo que fue escrito. No solo las direcciones del rumbo
eran opuestas, también la escritura, ya que el escoplo usado en la piedra obligaba
al hebreo a grabar golpeando de derecha a izquierda. En ambos casos, los
tripulantes de Ítaca y las tribus del Éxodo desembocaron en una escritura y una
lectura posterior de lo ocurrido, un documento que alejo radicalmente la escena
central. Los vibrantes y absolutos salmos de la comunidad terminaron en biblia,
papiros o páginas escritas, los resonantes coros marinos en formulas métricas
del orgullo griego. Los testimonios desangelados por los escribas atenuaban el
brío, apagaban la sonoridad, pero dejaban gravitar su diferencia entre el mar y
el desierto, la invitación nostálgica del viento y el abismo abierto en la
desolación.
Está claro que la aventura marina no impone la
misma severidad que la terrestre; la última, incluso sobre arenas estériles y
montañas, tiene vocación sagrada, guarda mayor distancia y respeto a las alturas.
Los cielos bíblicos son turbulentos y tronantes, no facilitan complicidades y combinatorias
persuasivas como las concedidas a los marinos de Homero. Los espacios que surcaban
las floridas trayectorias mitológicas de Atenas resultaban mudos, vacíos e
irredimibles en Jerusalén. Esa diversidad pulsa todavía las mareas de agua y médanos
del Oriente narrado. También más allá siguen palpitando esos retornos contrarios.
Unificadas por el desastre actual de los grandes relatos, ambas tramas vuelven
a tentar el viaje narrativo. Dos historias son retomadas sin cesar, la que busca
el origen de un reino y encubre un crimen, y la que va a conocerse en lo
desconocido y esfuma el líder en la frontera.
Cuando las noticias ilustran la agonía de
una fila de ballenas extenuadas en las costas patagónicas, se estremece el alma
de Melville y amaga la furia inmortal de Moby Dick. Cuando nuestra especie rebusca
la voz extraviada y tiene cada vez menos que decir frente a la creciente oferta
de teléfonos inteligentes, vuelve a cantar la ciega cólera de Aquiles, cunde la
idolatría y se presiente otra vez el viento marino y el desierto perdido.
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