La aguda observación de que el espacio del arte no tiene
historia, ni causas o relaciones lineales, sucede también en el séptimo arte.
La más tardía, socializada, tecnológica, reproductiva y planificada de las
disciplinas creativas, recibe de la estética el mismo régimen excepcional. Una
lejanía propia, un cosmos, un aura inexorable que se posa en el fenómeno
cinematográfico igual que sigue ornando los clásicos del óleo, el sonido o la
letra. En algunas obras, el aislamiento cronológico
del film, trabajado de vacíos e incertidumbres sin contexto, nos dona alguna captación
histórica, un resplandor, un organismo vivo que atraviesa el tiempo cinematográfico.
La sugerencia conmueve, ilumina el ámbito cotidiano, y destila la narración como
una música. Esta reflexión proviene de haber visto otra vez “Rashomón”, la hipnótica
película filmada por Akira Kurosawa en 1950, cuyo sentido sigue goteando
imperturbable. El “aura” de “Rashomon” emerge como un arcoíris, en la justa
distancia del enigma, sobre la nube de creencias falsas, conspiraciones
imaginarias y pasiones ficticias de nuestra época. Nos regala una ironía delicada
y feroz, en un blanco y negro impecable, sobre el tumulto de convicciones sin
fundamento que laten en la “iconósfera” del siglo XXI.
La primera
aproximación al tema es sobre los distintos puntos de vista para contar una
misma historia. Deriva el film de la ampliación de un guion previo, y la fusión
de dos cuentos de 1928 de Ryunosuke Agutagawa Las narraciones originales, breves
y simbólicas, guardan la poética fantástica, a veces mágica, que el autor
despliega en cuentos antológicos como “El sanin”. En la literatura
oriental, menos acosada por la razón, es frecuente que el suceso onírico y el
de la vigilia se encuentren, intercambien sus efectos y causas, anuden abiertas
combinaciones. La realidad y la fantasía configuran un fácil caleidoscopio. El
acontecimiento, ordenado desde varias miradas, también fue considerado literariamente
por James Joyce en el “Ulises”, por William Faulkner en una novela posterior al
cuento de Katagawa, “Mientras yo agonizo” , y en una muy anterior,” La piedra
lunar”, por Wilkie Collins, un contemporáneo de Dickens. Mucho más atrás, ya había
sido imaginada por Cervantes en la diversidad del Quijote y Sancho, sumadas al punto
de vista del autor del libro y el manuscrito del primer original, versiones irónicas sobre la descripción “real”
de los hechos.
La película de
Kurosawa retoma estas influencias, pero el celuloide las multiplica. Cuando la
filmaba, apenas habían transcurrido cuatro años de Hiroshima, Japón todavía estaba
recogiendo cenizas de la humillación, la derrota y la pobreza. La evaporación del
delirio glorioso, el dolor por las ínfulas perdidas, la disolución de jerarquías
místicas, el hambre y el desengaño, habían asolado la sofisticada cultura
nipona. No solo se desplomó una versión de la realidad, también el eje imaginario
de la historia, las muescas que soportaban los arquetipos, el indiscernible orden
mítico y sus símbolos. Ese derrumbe inicia
abrumadoramente el film. Sucede en el aire inclemente de la presentación, en una
lluvia densa, en la abultada oscuridad de una gigantesca ruina, un portal en las
afueras de Kyoto , donde esperan hombres
derruidos y perplejos. Sobre ese escenario sombrío y azotado, donde algunos desgraciados
abandonaban hijos o familiares famélicos, y desechaban la fe en el prójimo, se
desprende y retorna el relato dramático. Emerge del apocalipsis nocturno y ocurre
luminoso y rítmico, como un friso o una leyenda tradicional. Ubicada la
narración por el siglo XII, los ecos de aquella subjetividad ancestral resuenan
todavía. La duda, la memoria incierta, el doble fondo de la realidad, han dado al
film una vivencia memorable: “El efecto Rashomon”. Es una especie de ambivalencia,
un ontológico principio de incertidumbre que afecta toda historia. Este fenómeno
cognitivo, es el que hoy habita de polémica las universidades y las redes
digitales, atormentadas por controversias históricas y lealtades, la cultura de
“cancelación” y la ira sectaria. La mentira, la verdad, las “fake news”, las
verdades de hecho y de opinión, políticas o ideológicas, pululan en esos debates, siguen naciendo de
las placas luminosas que titilan en este film. Este oleaje que va alternando la
veracidad de los ángulos y enrareciendo las creencias, irradia su resignada
benevolencia en todo el orbe ideológico, y tuvo una particular función en la
subjetividad social japonesa. La pluralidad nipona de devociones religiosas, que
tolera en una misma conciencia la fe del sintoísmo, el budismo, el taoísmo o el
cristianismo, indica una aceptación profunda de lo distinto. Una hospitalidad
que no suele tener el celoso y bélico monoteísmo occidental. Parece una especie
de respuesta metafísica oriental a una larga historia de combates, matanzas y enfrentamientos,
radicalizados por minuciosos roles y
rituales de la diferencia. Ese espíritu combatiente de la sociedad japonesa
siguió latiendo en el Shogunato y volvió a erigirse como valor nacional después
de la revolución Meiji. El poblado desván heráldico era también parte del duelo
que acompañó la posguerra: desconsuelo del samurái, voz ahogada de la mujer, mezquindad
de los compromisos, vanidad sin contenido. Esa desolación hizo notable el gesto
generoso, la virtud y malevolencia que se encienden en las distintas versiones
de un hecho incomprensible. La absolución final, no implicará la existencia de
una versión superior verdadera, solo la disolución del conflicto, la caída de
la polarización. En este film ese final ocurre en una ternura impensada, la adopción
de un lactante abandonado, una apuesta por la nueva generación. Los valores ya no
son ritos tradicionales, no se toman del pasado, vienen del futuro.
Un antiguo oficio japones,
tan noble como discreto, es la restauración de las obras de arte rotas o
fragmentadas. El artesano procura una nueva creación, un fervor reparatorio que
asciende desde el daño. Trata de pegar las partes sin ocultar la grieta, la
hace brillar triunfalmente con polvo de oro. La cicatriz de la historia no empobrece
la porcelana, la enriquece de experiencia y enaltece su belleza original. Esa
práctica piadosa con la ruina es admonitoria. La reflexión ilumina como
historia la ausencia de una plenitud material, usa el fracaso, y es también un
ejercicio ético. Subyace en la perplejidad de “Rashomon” el eco de esa paciente
pluralidad, la creatividad de lo roto.
Vi el film en los días
de las crecientes manifestaciones israelíes contra la reforma judicial, ese
proyecto gubernamental de romper los cálices que contuvieron siempre las
diferencias. El afán de homogeneidad siempre resulta opresivo, una voluntad estetizada
por el control dictatorial de la población. El uso de la superstición estadística de la mayoría
no es nuevo, un simple truco demagógico para destruir la democracia
institucionalmente. La democracia es un tejido frágil cuando es eficiente, o
quizás, como argüía Churchil, es “el peor de los sistemas a excepción de todos
los demás”. Esa inermidad resulta tentadora, la tendencia a destruirla es
permanente, su formidable diversidad invita a los hambrientos de pasiones
posesivas, amantes de la homogeneidad, deseosos de identidad y exaltación
narcisista. Tienen pasión por cementar con furor absolutista, antípoda del
pausado jarrón japones, que acepta la geografía de la porcelana y cultiva la
diferencia de su historia. Cuando se odia la diferencia, todas las minorías corren
peligro, incluso la de cualquier individuo, que siempre será minoría subjetiva para
las abstracciones políticas. Cabe recordar que fue el obligado derecho a la
igualdad, no el derecho a la diferencia, lo que ensangrentó la revolución
francesa. El ensueño utópico rechaza lo
distinto, aspira siempre al goce de la ilusión colectiva unificada, el mismo
apasionamiento obtuso de los fanáticos del futbol, con esas multitudes que
tanto se parecen. Fue el método de Mussolini, de Hitler, de Chávez, y de todos
aquellos que proclamaron la mayoría como sagrada, el pueblo como la Voz de Dios,
y la oposición como un “antipueblo”. La confianza inquebrantable en la
estupidez de la mayoría nunca les falló, hasta que llegó el desastre y el jarrón
se pulverizó. La homogeneidad es siempre una bomba de tiempo, y la paradoja es
que la democracia requiere la tolerancia de esa enfermedad que la acecha, la
acompañante salud de hierro de una patología esencial. El malestar en la
cultura, nos dice Freud, no se supera, solo se acepta. En el caso japonés, como
parece sugerir “Rashomon”, los fragmentos se lograron unir por la integridad de
los bordes, por la aceptación anticipada de “lo roto” , un estado precursor del
jarrón restaurado. La sociedad israelí siempre estuvo fragmentada, tenía micromundos
estancos, pero navegaba, condenada a las coaliciones, a la falla crónica de la sociedad
fragmentada, y esa fue su virtud. La homogeneidad, la identidad verbal
apasionada, la condición única, son enfermedades acechantes con las que será preciso
convivir cíclicamente. Esa virtud es frágil, pero es necesario guardar la fisura,
sin agrandar la grieta, porque el jarrón nunca puede alisarse totalmente. Las
fuentes sionistas que regaron Israel requerían el racionalismo de una cultura
laica que pudiera administrar una independencia y un estado, pero no hubiera
sido posible sin una vocación irracional mesiánica que sostuviera el empeño.
Esos anhelos distintos, y a veces opuestos, tienen mucho para inspirarse en “Rashomon”,
un film luminoso para contemplar la diversidad de los relatos, frenar el furor
uniformante, y dejar que la sociedad se cure en “enfermedad”, porque es
imposible curarse en salud como pretende la utopía.
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F. Javier Lasarte Valcárcel