De todas las profecías que a fines del
pasado siglo pulularon sobre el final de los grandes relatos ideológicos, la de
Samuel Huntington fue la de menor convicción. Hoy parece la más atinada, o quizás
la más abarcadora de los últimos enfrentamientos locales y globales. El
reconocimiento de las cíclicas diferencias culturales había sido esbozado por
historiadores como Toynnbee, alertado por pensadores como Spencer e incluso
atravesado las cavilaciones antropológicas de Boas, Mead, Levy Bruhl o Mircea
Eliade, pero sobre un horizonte especulativo general. Actualmente, disuelta la
dialéctica de la contradicción de clases o estados capitalistas y proletarios, las
identidades culturales devienen los agentes principales de la diferencia. Aquello
que había permanecido dormido, y cuando despertaba murmuraba mediante máscaras
ideológicas, desata ahora su indignada voz ancestral y la polvorienta musa
vuelve a cantar la “cólera de Aquiles”. Es una furia de antiguo linaje, plena
de ofensas reales e imaginarias, que precisa renovar las nociones psicoanalíticas
del narcisismo para medir sus flujos sociales.
Max
Weber sostenía, en impensada consonancia con Freud, que el poder del caudillo
implica una proletarización espiritual. Pero sabemos después de Weber que
también implica una elevación enorme de la tasa narcisista, un espíritu de
comienzo, ilusión de ruptura esencial con el pasado, fiesta para fieles en
tiempo de epifanía, hasta que la bancarrota de ilusiones los devuelva al tiempo
real. El narcisismo, como el colesterol, es una sustancia natural, y puede ser
buena o mala, según permita la circulación de vínculos e ideales, traumas,
ambiciones y duelos. Las reivindicaciones nacionales suelen estar plagadas de
orgullos rabiosos, ciegas vanidades y memoriosas humillaciones que consolidaron
la unidad nacional. Esos ecos afectivos tejen las alianzas fantasmales de los
estados, la presunción de íntima homogeneidad. Actualmente, con la caída de los
grandes relatos, también se desbarataron muchas naciones imaginarias formales.
La Unión Soviética fue esencialmente una revolución industrial realizada por la
barbarie; carente de memoria social moderna, Rusia nunca cesó su insistencia imperial; Estados Unidos contemporáneo despertó
con el impredecible Donald Trump montado en la antigua discordia que enalteció
la épica de la guerra civil y la infamó periódicamente con el Klu Klux Klan; contra
la optimista diversidad norteamericana que planteaba Hamilton, uno de los
“Padres fundadores”, Madison, un gran federalista, había señalado hacia 1831
que el pluralismo democrático suscita una tensión inevitable por la diferencia
de intereses, y solo fugazmente permite la unificación imaginaria. Su
observación, menos recordada que la de Hamilton, fue profética de la guerra
civil que sucedería 30 años más tarde. Por su parte, China revive el Imperio
del Centro, con un férreo control de su descomunal expansión, pero retoma la legendaria
humillación de la guerra del opio y sus dinásticos orgullos para incorporar su
mitología al escenario global. La disolución actual fragmenta estados, los regionalismos
europeos crecen contra las naciones madres, y nuevos perfiles rememoran e
intercambian mapas. La confrontación se ha tornado celular, sucede en el interior
de grupos menores, donde rebotan los fantasmales ecos vengativos del colonizado
de Franz Fanón o del segregado de Angela Davis. El viejo rencor fertiliza las
nuevas identidades sociales que erupcionan en los estados.
En Israel, que siempre había logrado una oscilante
cohabitación de etnias, creencias y culturas, con micromundos estancos que requerían
un minucioso comportamiento democrático, se exacerbaron los antagonismos de
vigorosas minorías y enardecieron las particularidades religiosas. El clásico
resentimiento destructivo contra la pluralista modernidad nunca estuvo calmado,
y soltó todos sus demonios en una coalición de oportunista personalismo. La
alentada polarización del gobierno es de la misma estofa querellante que usaban
viejos lideres del mundo en vías de desarrollo, el énfasis crítico sobre las
elites para sostener que el privilegio de los paises ricos hizo pobres a los
otros. Esa letanía tuvo tanta convicción que la poderosa China puede emplearla todavía
contra la controversial Europa o la creciente India contra la disminuida Francia.
En la singular política israelí, es una bandera de la derecha contra la
izquierda (entidades que no significan nada, solo invocan el ejercicio obtuso
de la polarización). Cuando descendemos a la mera realidad, las etnias y sectas
barajan, como en otros países, una baja mezcla de envidia y rivalidad mezquina,
disfrazada de nacionalismo y religión. Lo cierto es que el argumento está montado
sobre resentimientos culturales, odios de sus comparativas corrientes migratorias,
y que con el oficio del tiempo constituyeron una identidad. Estas
configuraciones tácitas de tribus políticas, su viciosa persuasión, tiene
probada eficacia para alianzas y coaliciones que pergeñan falsas mayorías.
Es momento propicio para recordar aquella
observación de Winston Churchill, que era también una advertencia: “La
democracia es el peor de los sistemas, exceptuando todos los demás”. Curiosamente,
es la misma democracia, su incesante debilidad de hierro, la que permite todos
los demás. Para entenderlo, es preciso diferenciar el talante democrático de
una sociedad de la superstición numérica que suelen ser las elecciones. Hitler,
Mussolini, Chávez, ganaron elecciones sin abandonar el absoluto desprecio a la democracia.
Con el voto lograban legalidad, pero con el fanatismo transgresor obtenían legitimidad
(la palabra del Fuhrer es la Ley, sostenía Carl Schmitt, el teórico que embanderó
el asalto a la legislación alemana). Esta degradación es genérica, una suerte
de oleaje que recoge los sedimentos de pequeños desacuerdos acumulados en muchos
ámbitos subalternos. Aquí se oponen la puntillosa corrección política, la
minuciosa defensa de la diversidad y la inmensa “minoría”, con una mítica
identidad masiva que siente la grosería como franqueza, la impulsividad como
honestidad, y la ignorancia como providencia. La gente no suele tener los
gobiernos que se merece, sino los que se les parecen o procuran parecerse.
Algunos paises, que guardan instituciones sólidas y una prolija división de
poderes, logran hasta olvidarse del gobierno, otros lo sostienen sin cesar
porque creen que los sostiene a ellos. La causalidad política suele ser
paradójica y enrarecida. Con humor y lucidez, Gregory Bateson observó que quizás
la rata de laboratorio creía que había amaestrado al científico, porque cuando
apretaba la palanca roja le daba el alimento. Y Bronislaw Malinowsky, el viejo
antropólogo, observaba que los pueblos no se guían por la causa que los
determina, sino por la que creen que los determina. Aquí se abre la
subjetividad al ámbito público, la crisis más allá de la economía, en las
oscuridades del alma, en la polarización subterránea que magnetiza el fervor
populista.
No solo los grandes dictadores fueron
populistas, también De Gaulle, Roosevelt, Betancourt, Haya de La Torre, Yrigoyen,
todos los que hicieron política de masas (es decir todos, exceptuando algunos
griegos que conversaban en el Agora). La diferencia es que estos políticos
ejercían el poder desde unas firmes reglas de juego, mientras que los otros
transcurren en estado de excepción, en alerta perpetua por enemigos internos o
externos. Por eso unos tienen adversarios, con los que se puede perder, y los
otros solo enemigos, con los que no se puede perder. Al desasosiego que infunde
esa alarma se agregan las posibilidades de un uso perverso de la Inteligencia
Artificial. La fusión de una alta complejidad cognitiva con las bajas pasiones políticas
es la mezcla más peligrosa de nuestro tiempo, el inexorable agujero negro de la
condición humana. Ojalá la sociedad israelí
pueda esquivarlo.
Comentarios