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La jungla imposible (leer hasta el final, o pasarlo a IA

 

 

    La mayoría de mi serie consideraba la próxima etapa desde una contradictoria proyección hacia lo desconocido. Nadie puede imaginar una forma o un esquema que no ha experimentado antes. La realidad es un código y solamente vemos lo que somos, y esa etapa todavía no estaba registrada numéricamente. Apenas esbozaba el cálculo contradictorio de un estallido vago, progresivo y lento. La forjada rectitud nuestra lo aceptaba, incluso lo postulaba, como un productivo temple mayor de nuestra formación, pero nos anonadaba su impalpable grandiosidad. Indefinido, ineludible, inminente, inescrutable, imposible. Los prefijos descendían magnéticamente, pero todos apuntaban a un fenómeno muy “extraño y desafiante”. Inducían ese carácter algunos códigos y señales de estaciones anteriores. En una de ellas, durante el detallado repaso del archivo de citas y aforismos, el invariable supervisor esbozó una sonrisa de inédita malignidad al destacar una salida humorística de Mark Twain: “mi memoria es tan buena que incluso recuerdo lo que nunca ocurrió”. También se había murmurado con inquietud sobre el cambio burocrático de la designación de “jardín” a “jungla”, metáfora más apropiada para los laberintos desvaídos del tiempo y sus ecuaciones inciertas. Sin advertencia, esa revisión parecía ilustrar que disminuía la lógica cristalina y los acertijos alentadores, la perfeccionada agilidad combinatoria que nos distinguía. Lo que venía no era un “jardín”, ese artificio vegetal que inventó la vieja revolución industrial inglesa para conciliar la vida racional y la silvestre. Y no nos dieron la menor sugerencia para afrontar “la jungla”, ni qué procuraba ese ejercicio, tampoco indicaron en qué casos deberíamos repetir la etapa. Era una frondosa estación, un enredo salvaje, algo que, precisamente, por no haberlo transitado nunca en nuestro ancho, constante y calibrado presente, no podíamos conocer, ni tampoco adivinar. Hasta que llegó.

     Pocos han insistido para entrar en la floresta crepuscular, la mayoría imaginó desde los sombreados linderos. Era tan densa que nadie podría saber del todo si está adentro, o está todavía intuyendo desde el lindero. Alguien, en un empinado desvío, alcanzó a verse oteando en el comienzo.  Primero avanzamos en selváticos sueños tormentosos, un claroscuro que nunca había descendido. Otra vez, aislado, me desperté casi listo para entrar en un acto, arqueado de certeza instantánea, como si ya me hubiera aclimatado al oscuro agobio que me esperaba. La escena cambió como un flash instantáneo. En el herrumbrado espejo del baño no reconocí el personaje, el rostro decididamente desconocido que tampoco me conocía. En ese aire estuvimos estacionados largamente. Hice una mueca y un murmullo para ver qué se desataba de aquello, pero el silencio se levantó como neblina de madrugada alrededor del extraño. Luego, a puro impulso, canté un verso que recordaba alguien, “dónde está mi voz lejana, ¿aquella que habla como mi alma?”  La voz rayaba el silencio como una onda científica, y la solté, entonces la canción siguió repitiéndose sola, dentro de mí, ante los ojos fijos, duros, sin espanto. Me hundí en la luz. Di los primeros pasos hacia el lindero, las impresiones relampagueaban lejos, como la feliz amenaza de lluvia, con olor a polvo mojado, el tranvía en la esquina, casi vacío, el motorman que mascaba ceñudo, y por la ventanilla empezó a marchar hacia atrás cada vez más rápido, la  vereda rota, los árboles, la bicicletería, gente conspirativa entre rayos y cadenas, el aserradero, la caja del compresor rojo y el studdebaker verde, óxido de fracaso desarmado, y  los sonidos apelmazados del camión de grandes ruedas, un calentado aceite jadeante ,  las luces de giro de la camioneta recién estacionada sobre la cuneta. Todos bajo el sol detenido de la mañana eterna, una felicidad en alguna parte, imágenes fluviales. La balsa contra la orilla del embarcadero, y no tan lejos la isla, y el rio persuasivo que nos miraba pescar más allá, en el muelle del puerto viejo, donde todo se herrumbraba lento y retorcido, rodeado de agua quieta, y los bagres picaban, movían la línea desde sus almas secretas, en el sueño del sueño, hasta que salían brillando, únicos y airosos, coleteando en la bolsita por la estupenda sorpresa del aire, aunque detrás de la danza de las escamas aparecía  la anciana demente que bailaba frente al espejo del ropero, mirada por el ojo joven de mi viejo antiguo, asustado y curioso a través del agujero de la cerradura, escuchaba la tonada que subía y bajaba, mientras la señora mayor agarraba las puntas de su enagua con elegancia presuntuosa, indiferente y admirable. El rollo despedía las placas instantáneas en cascada, como un vértigo, hombres de respeto, ademanes lejanos, una frente conocida en un mentón desconocido, una sonrisa antigua en cara nueva, un perfil disuelto en un paisaje. Ese chico, de nadie, un insondable, me era contado por mi padre, en una de las noches de vereda al porche, bajo las distancias giradas del cielo negro y semillado de estrellas, como un trueno sin rumbo, con miles de preguntas, apenas florecientes del césped de preguntitas, crecidas para nada. Estaba el ruido detallado de grillos y las chispas frías de las luciérnagas, los bichitos de luz, bucaneros en las botellas que viajaban en la oscuridad, arriba y abajo, como pincelazos. Y entonces un salto del rollo, en otro sol, de nuevo el tranvía en la temible calle Perú, sin que cesen los chirridos del empedrado, amenaza vacía, olorosa, desanimada, hasta que bajaba en la esquina con mi madre, y entraba llevando esa parte verde de las flores que mi madre había comprado en el gran portal amarillo, el sendero hasta la foto de su madre en lápida, bove amarillenta sombreada en marrón gastado. Mi madre acongojada, entintada como el grabado de Enriqueta saltando entre los témpanos y abrazando su niño esclavo.  Las rayas negras que sombreaban el cabizbajo engrillado, debajo de la página, y recortaba arriba el elegante amo desalmado con el látigo en ristre. Ahí estaba también yo, mirando en un rincón, en el secreto blanco de la siesta, deslumbrado por el trozo de maldad absoluta, uranio puro del infierno. Giro de luces. Un Colón solitario en su cáscara de nuez, los tamaños cambiados, corridos por la infamia, como la dorada pelusa de la piel en el terraplén de la siesta, apenas ocurriendo. Un gran claro abrió el follaje. Y en ese momento sentí por primera vez fluir el denso verbo sentir, y cesó una leve vibración remota, y en el silencio matinal se impuso la voz humana del supervisor que dictaba que el Numero 622 ya había incorporado perfectamente la instrucción de memoria personal; solo faltaba el nombre, la creencia, el conflicto, la edad y la biografía, y la locación establecida para instalar su presencia entre los antiguos humanos de la polis.

 

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