Ir al contenido principal

Un duelo en las tinieblas

 


 

Cabe recordar que, después del oleaje último de epidemias y desastres climáticos, fueron abandonadas muchas investigaciones, se entorpeció la estadística de secuelas raras, y cesó el comentario de los trastornos indefinibles; no eran biológicos, ni mentales, ni físicos. La vaguedad de los síntomas fue clasificada como “Brain Fog”. Las rarezas terminaron sumadas a la rutina, o fueron obviadas como simples cambios del tiempo. No obstante, hubo mucha gente sencilla que los siguió padeciendo secretamente. Por la vergüenza o el miedo, o la negación defensiva a lo desconocido, esos percances de “foggys” casi no tuvieron relato. Como estas tormentosas neblinas eran contemporáneas a las disoluciones ideológicas y las teorías extremistas y conspirativas, un magma mental confuso erupcionaba la vida cotidiana. Algunas teorías esotéricas barajaban la presencia de poderes oscuros.   Desconozco el origen de una insólita crónica que transcribo sobre dos habitantes italianos, quizás de la misma Italia, o de barrios populares de Argentina o Uruguay, y tampoco la fecha del padecimiento. Esa omisión circunstancial hace sospechar que fueron datos primariamente recogidos por la Inteligencia Artificial, siempre interesada en estos micro acontecimientos cotidianos sin contexto, que procesa preventivamente con puntillosa discreción. La impecable prosa de la I.A, su creativa imitación, no permite saber si un escritor simula esa tecnología o la tecnología simula un escritor, y quizás hasta un lector. Sin conocimiento del tipo de impostura del relato, el simple episodio crudo impone una insondable extrañeza que vale compartir. Quizás Calógero y Marini sean nombres ficticios, o símbolos de algo desconocido. El tono simula una narración omnisciente, de falsa cercanía subjetiva. El virtuosismo de la descripción no pretende ningún origen. La crónica irrumpió en mi blog reenviada con el exótico título que dejé intacto en el comienzo, y esta introducción al texto no pretende interpretarlo ni darle ningún sentido. Es simplemente lo que llegó.

   “Calogero Arcone inspiraba una severidad mustia, honda y vencida, amasada en la rutina lenta y el bienoliente silencio vegetal de la verdulería. Contrastaba su semblante con el colorido que lo rodeaba, y el mutismo rubricaba la limpia soledad. Propietario de negocio y padre de familia fueron señas suficientes para tratar su vago alrededor, y luego lo caracterizaba sentarse en una silla de paja tras la máquina registradora, dispuesto a diluirse en la postergada calma de siesta. Después del contagio, incluso vacunado, aumentó el cansancio diario. La jornada tenía largos remansos, con breves arreglos de la mercadería y ajustes contables, interrumpidas por una entrega episódica a la somnolencia. Sin dejar de atender el local, se abandonaba a brisas interiores por distintos mares de tiempo. Parecía sentirse una estatua viva. Solo sus ardientes ojos, cuando los pesados parpados les dejaban mirar, mostraban un eco volcánico remoto, ajeno al momento. La caldera se balanceaba en el oleaje sin apagarse. Estaba aclimatado al resentimiento del cansancio crónico. Era un carácter que rumiaba, desde la cerrada pasividad y diligencia, un constante rencor anónimo. Lo poseía esa entidad fervorosa, densa, pero sin argumentos; las antiguas cuentas de la venganza se gastaron de recorrer el collar, perdieron su materia y solo la fatigada órbita diaria perduraba. La meditación desaforada había abierto enormes horizontes interiores, longitudes mayores a su vida anterior. Como hacía con el aire, respiraba el fracaso, pero también lo ignoraba. Esperar el destino detrás de cajones de peras, mandarinas y bananas, que, como una vida de humano, maduraban y pudrían, o recibir la flamante juventud de los tomates y el olor exaltado de las sandías, rozaba con fugaces señales su escepticismo. Nunca había cultivado la ilusión, y ahora solo cumplía con la procesión del tiempo. La gente se habituó a respetar ese enfático retiro y le suponían un propósito secreto, y esta simplificación de los otros afianzaba su escasa expectativa por la presencia extraña, y secaba la espera de una alegría amistosa o un misterio. Todos los clientes eran el mismo, todo el vecindario ya era el mundo. Había otro mundo en el mas allá de la somnolencia, un imperio de presentimientos galácticos y mensajes remotos que apenas atisbaba.

      Algo empezó a gravitar en aquel cosmos difuso y creciente, y procedía de la humilde realidad vecinal. Una presencia incrustada alteraba el barrio íntimo y anónimo, alisado de costumbres durante décadas. Era el sordo resplandor de la nueva tienda de loza y lámparas del otro lado de la calle. En su fulgor, lo extraño venía inocente, sin prisa, pero sin pausa. Massimo Marini, un rostro redondeado por el buen humor, una panza negligente, y una simpatía natural, sin causa ni tema, se había convertido en su minucioso contrario. Lo grave es que esa distinción no le ocurría a Marini, jovialmente cegado a las diferencias puntuales, solo al cabizbundo Calógero, enfermo de amarga precisión. Fiel a una premisa ancestral, el recién llegado dispensaba a todos la misma cordialidad involuntaria. Los comerciantes no tenían antagonismo visible. La facilidad dichosa y el laborioso ascetismo, podían no haber chocado nunca, pero ocurrió, sin que hayan podido descifrarlo testigos rutinarios o informes familiares.

     Una lampara novedosa, cuyo bombillo encendido se proyectaba en una colorida pantalla que hacía girar el espejismo óptico del galope de caballos en el agua, empezó a presidir la vidriera de Marini. A la primera mirada indiferente de Calógero, siguió la íntima sensación de haber visto esa escena. Lo punzaba este reconocimiento, al que se agregaba el rumor de una burla vertiginosa. No lograba desautorizar esa convicción, hasta que logró orientar su sospecha unos días atrás, en alguno de esos ensueños que a veces lo molestaban hasta despertar. Era algo que venía desde el corazón de la oscuridad, y tenía un parecido. Esta revelación apenas lo apaciguó, porque nada explicaba lo que pretendía el infantil señuelo hípico que giraba en la vitrina al otro lado de la calle. Para promover su negocio, Marini lo encendía en las noches festivas y, para cualquiera que pasaba, el tornasolado galope circular competía con las sombras habituales.

      Desde detrás de la caja registradora, en la cómoda silla de paja, trató Calógero de olvidar el incidente de su atención. Apenas podía lograrlo, aquella coincidencia, tan difícil de precisar, desprendía un sentido secreto que lo hacía muy sospechoso. Además, esa vibración sardónica que acompañaba la epopeya equina no dejaba de arañar su memoria como un sarcasmo. Salió a su calle, miro dos y tres veces la insobornable y demente pantalla luminosa, débil testimonio del hipotético sueño, pero sin ir más allá de lo que sabía. La ultima vez que salió estaba en la puerta Marini, cuajado de luz, con su sonrisa estampada, desconociendo los incesantes caballos que circulaban a su costado sobre el oleaje titilante. La rudimentaria pantalla incesante no disminuía nunca la eficacia de la ilusión. Calógero abandonó el soleado friso tumultuoso, entró en la destilada penumbra de la frutería, y se enfrascó en la caja registradora. No era una retirada, pero algo del torpe espejismo eléctrico lo confrontaba en alguna parte desconocida. Y lo desconocido era también familiar.

   Una mujer nueva del barrio, ávida de presentación, desconocía el carácter amable pero solido de su mutismo, y trató de conversar con el verdulero. Esbozó una observación amistosa sobre el nuevo negocio de aparatos eléctricos, y sobre la buena vecindad del dueño y su familia. El pesado silencio de Calógero fue acompañado por su mirada quieta, seca, coronada por una mano fría con el vuelto del pago. La mujer se alejó saludando confusamente.

   Una noche distinta a todas las noches, Calógero se levantó sin despertar a su mujer, sorteó el dormitorio de los hijos, y salió a la acera por la puerta de atrás. La calle estaba desierta, silenciosa, con sombras fijas, como pintadas en las paredes, ni un gato. En la esquina giró sobre la cuadra de los negocios. La media cuadra estaba iluminada por la vidriera de Marini, extrañamente parado en la acera mirándolo con cordial sorpresa. Caminó sin sentir sus pasos, como flotando, y se acercó a este vecino con quien solo había intercambiado cortas miradas. La sonrisa de Marini estaba inmóvil como si fuera un cartel pintado. Se detuvo delante del cartel y la boca saludó con un sonido de gárgara. Miró la pantalla y Marini dijo que estaban vivos y que no los provocase, todo sin dejar de sonreír. El rostro fluorescente y sereno de Marini era también trémulo, efundia una luz que parecía haber ondeado por el agua del cerebro. En la vitrina sobresaltada, los caballos aumentaban el frenesí en cada oleaje. Calógero empezó a caminar hacia atrás, llegó hasta la esquina sin dar la espalda y sobrevino la sombra.

     En la mañana, contra su costumbre, Calogero se quedó mirando el techo del dormitorio, observando el mapa de sus grietas, sin saber si había soñado o todo aquello había pasado. Luego, en la verdulería, no cesaba la duda, por el contrario, la realidad del día la amplificaba. Trato de ver a Marini, pero no aparecía. Y él era el único testigo, a menos que no quisiese serlo. Ese día agobiante de calor, casi parado después del cierre dominical, no trajo muchos clientes, y algunas intervenciones monosilábicas no interrumpieron su concentración. Era imposible saber si había sido sueño, pero incluso en ese caso no quedaba excluida algo de la aventura nocturna, que podría haber sido y no haber sido. La fuerza de esa noche invadía el ambiente, y los pómulos relucientes de las ciruelas parecían pupilas. Algunos caminos de aire cruzaron el silencio, giraron entre los estantes y giraron otra vez sembrando algo inentendible pero que lo entendía con benevolencia. ¿Ocurrió en un instante, y no era sueño, el gato de Schrodinger pasó como una sombra entre las peras relucientes y dejó la frase Huan Tzu había soñado que era una mariposa o la mariposa soñaba que era Huan Tzu? No era la primera que vez que pasaba este acontecimiento estrambótico y entrañable, levitaban garabatos en momentos de somnolencia cordial. A pesar de la lluvia ácida y el calor químico, emergía el suave murmullo en algunas tardes hondas. Sucedía siempre igual, fácil y remoto, pero no era para entender nada. Solo indicios. Si fue o no pedazo de un sueño lo sabría alguna vez.

     Cuando en una de sus salidas, protegido por la penumbra de la puerta, volvió a espiar a Marini, el adversario tenía su anterior sonrisa estampada, como un gato hipócrita, pero sin la luminosidad de la noche. La pantalla y los caballos estaban apagados, como si escondiesen su luz de la luz solar. El pasivo papel de la lámpara no tenía prestancia. Todo confirmaba que no fue un sueño; si lo hubiera sido sería también un inevitable pasadizo nocturno entre ambos locales, una negociación secreta a través de la calle y de la noche.

  Esa noche soñó, pero supo que era sueño, porque un diáfano caballo blanco con alas, llamado Pegasus, sobrevolaba la calle, brillando los ojos como ciruelas, aleteando inquieto, con la crin agitada y las narices sensibles, temblorosas. ¿A quién de los dos buscaba, de dónde venía? Prefirió no despertarse y que unas nubes gigantes se llevasen el potro alado.

   En la mañana, lo inundó la claridad física y mental. Se paró aplomado en la puerta de la verdulería y la mirada detalló a Marini, matinal, colorido, y más sonriente que nunca. Decidió cruzar la calle y lo empapó el blanco sol neoclimático. Pudo adelantarse entre fogonazos y cedieron las lagunas visuales de la vitrina de los caballos, pero no vio a Marini. Movió los asediados ojos a derecha e izquierda, giró y lo divisó enfrente, en la otra acera, junto a la puerta de la verdulería. Estaba sonriente y colorido, y dos alas sedosas se desprendían de su costado, con franjas luminosas de colores, como una mariposa de sueños.

      En la soleada y vacía calle de la mañana siguiente solo se movía el carrusel de caballos en la lámpara encendida.  Ambos vecinos fueron denunciados por sus familias como plenamente desaparecidos. No hubo registros judiciales, y este apartado tampoco es judicial, difundirlo o tratarlo con alarma y sin esa consideración tiene consecuencias penales.”

    

   

 

 

Comentarios

Entradas más populares de este blog

A la verdad por el dolor

  Casi toda historia es trauma, ahí burbujea y se arremolina siempre la espuma de la memoria (los pueblos felices no tienen historia). Es aquello único que atraviesa dolorosamente el alma, marca un hito en la carretera del tiempo íntimo, pero desfila con otras escenas para cimentar una memoria colectiva. Es el imprevisto esbozo de un nosotros.  Difundido el sábado sangriento que los terroristas propinaron en el sur a todos los judíos, muchos sintieron el gran reflujo del pasado que borraba y reiniciaba la historia compartida. Mareados por el trastorno, no podían calibrar, ¿una reedición del Iom Quipur de 1973 ? ¿Unas torres gemelas en versión horizontal? ¿una desquiciada ofensiva del Tet en caricatura revolucionaria? ¿un “Kishinev” en el desierto? ¿sigue gozando el antisemitismo su mala salud de hierro? ¿somos los judíos lo que siempre fuimos, aunque sea para los otros, y no para nosotros? Como una instantánea, rememoraron el holocausto, ese tiempo sin tiempo. Y en verdad, las escenas,

HISTORIA DETRÁS DE LA HISTORIA

    “No  hay Historia solo hay historiadores”, un aforismo que siempre vuelve por sus fueros. Antes, circula por intersticios y emerge en el reverso de la crónica para burlarse de contemporáneos afianzados. Cada época descubre alguna vez su pasada escenografía, y se revelan mamparas, bambalinas y decorados a la luz variable del tiempo. Vetas opacas de microhistoria en la gran Historia, relatos afónicos, paneles ilustrados con memoria propia, espacios de doble fondo, indican otras lecturas veladas. En algunos casos, el susurro narrativo arrasa con los andamios de las explicaciones de turno.  Una revelación paradigmática es hoy aquel film reestrenado en el cine Metro de Viena, “La ciudad sin judíos”.    Realizado sobre una novela de Hugo Betauer, el film había sido proyectado por primera vez en 1924, cuando Hitler estaba preso en Múnich y el Nacional Socialismo todavía era incipiente y poco temible. Como una de las primeras narraciones críticas del antisemitismo moderno, el guion lo ilus

El judío en la Edad Media digital

            Nuestra más remota intimidad nace en el otro, somos nosotros porque ellos son ellos y a su vez lo son desde nosotros. Este cruce de espejos regula las identidades, suscita los señuelos del amor y del odio, define las pertenencias y exclusiones que sostiene toda cultura. Ese voluble equilibrio, que alteran las crisis políticas y económicas, es como un sismógrafo de la vida social.  Desde el cambio climático a la globalización, desde la turbulencia pandémica a las migraciones masivas, los estratos de la identidad son perturbados en los rangos religiosos, nacionales, ciudadanos e incluso de la especie misma con otras especies. Aquellas definiciones jurídicas de Carl Schmitt durante el nazismo, el Otro como fundamento de la política, tiene verificaciones psicológicas en la misma constitución psíquica. La cultura europea hizo girar sus orígenes sobre fuentes griegas, romanas y judías, y sus acechanzas sobre el Otro en el misterioso Oriente, fundado por los griegos en sus