Fue Arthur Koestler, escritor, intelectual,
aventurero, voluntario de gestas heroicas, condenado a muerte en las cárceles fascistas
de España, y uno de los primeros comunistas que denunció el estalinismo en
crónicas y novelas, quien escribió el resonante ensayo “La tribu numero 13”.
Trata del reino de los Khazares, una etnia nutrida por orígenes tártaros y
turcos, que se habría convertido al judaísmo en el difuso siglo VIII de la difusa
estepa caucásica. Esa nebulosa nación, que habría persistido tres siglos,
mezclaba la guerra con el comercio, participaba en la original ruta de la seda,
y mediaba con alianzas y batallas entre turcos, rusos, árabes, persas, vikingos
y eslavos. Habituada al paganismo, según la leyenda, en la oferta de los tres monoteísmos,
la corte seminómada habría elegido el de Moisés. Sostenidos por esa decisión, princesas
y reyes de fe mosaica legislaban en aquel primer estado judío posterior a la caída
del segundo templo. Algunas equivocas imágenes medievales, un arqueológico correo
alegórico de la Geniza del Cairo, no logran enjugar esa romántica ensoñación de
las carencias historiográficas turcas, rusas, judías o israelíes. El Rabí, filósofo y poeta español del siglo
XI, Yehuda Haleví, había originado las centrales noticias de esa reflexiva conversión
en su libro “ El Cuzari”. Era solo una alegoría de las tres religiones que compartían
entonces la península ibérica, traduciendo y rivalizando intelectualmente sus
creencias. Antes de Koestler, había llamado apenas la atención de Ernest Renán
en el siglo XIX. El interés de este último, que había pugnado minuciosamente
para demostrar que Jesús no era en realidad judío, se explica fácilmente por la
frecuente tendencia antisemita de aquel catolicismo por adulterar la historia
judía y separar los imprescindibles hebreos bíblicos de los viles judíos execrados.
En el caso de Koestler, uno de los primeros judíos modernos que estrenaba el perfil
de cosmopolita y hombre de acción, la leyenda debía ser bienvenida por otras
causas. En los años veinte, después de escuchar una lúcida y ferviente conferencia
de Vladimir Jabotinsky en Budapest, se tornó un entregado sionista antes de
abocarse al Comintern. Es fácil suponer que el afán de heroísmo de Koestler podría
haber excitado el ensueño de ancestros guerreros, abuelos que jineteaban por la
estepa con la soltura y brío de un olímpico esgrimista judío, aquel contemporáneo
campeón húngaro que luego evaporó Holocausto. El enigmático “deseo de ser un
piel roja”, no habitaba solo a judíos como Kafka.
Casi todas las historias, como la imprevista
arenilla que forma perla en la almeja, parten de una irritación imposible de
absorber en la memoria social. Casi toda historia es trauma. Hace pocos días, emergió
en Polonia una perla reluciente, lustrada en museos, medios y universidades, sobre
una tragedia que anegaba de humanismo el pasado. Rememoraban nacionalmente una
familia polaca muerta por los nazis por proteger a judíos. Ese breve e intenso
drama, no solo brilla por su nobleza, también por la excepcionalidad. Alimenta el
exotismo estadístico, su contraste notorio con la complicidad multitudinaria de
polacos y nazis, los miserables saqueos desalmados y pogromos posteriores a la guerra,
como el de Kielce, sin contar el corriente antisemitismo costumbrista.
La almeja de los cuzares segregaba épica y
romanticismo para un judaísmo inerme, con bucólicas postales pastorales de una
armónica vida sefaradí, que Yeuda Haleví repartía astutamente en sus diálogos
poéticos; la almeja de la abnegada familia polaca, salpica gotas de redención
para un naufragio ético que sigue consumiendo la memoria europea. La producción
mítica es tan importante como la exploración histórica, y no pocas veces su secreto
gestor. La lesión original gesta la perla y ésta ilumina y oscurece los frisos
de “nuestra” historia.
En 1989, año clave del derrumbe soviético, el
cineasta polaco Kievslosky, dio a conocer su reconocido film “El decálogo”, una
versión televisiva, en sucesivos episodios, de los diez mandamientos. Algunos
de estos reconocidos cortometrajes serian luego llevados al cine. La película
calzaba justo con el momento político: un Papa polaco que promovía el declive soviético
y la independencia de su país, la rebeldía de Lech Walesa que pasaba del
carisma publico sindical al político, y una burocracia soviética vibrante de
reforma y derrumbe. El film retorna a través de la fe al encuentro de su identidad
íntima previa al comunismo. Asediado por rusos, germanos y su propio feudalismo,
ese pueblo forjó su identidad fusionando tenazmente nacionalidad y catolicismo.
Tocaba ahora salir de la fe sin fieles del comunismo hacia el cristianismo original.
El film de Kieslowski procura bautizar esa conciencia. Una candorosa visión religiosa
del comienzo, incluyendo la inocencia alegórica del agua y las palomas, retoma las
estampas católicas de los mandamientos adscriptos a Jesucristo. El amor, la
culpa, la inocencia, el pecado, la pureza, desfilan para un renacimiento que
pasa barniz al oscuro siglo de degradaciones. Para ese ominoso telón, el fascismo,
el nazismo, el antisemitismo y la maligna burocracia soviética, nunca fueron
ajenas. Cabe aquí intacta la observación de Joseph Brodsky sobre Rusia: “el que
no era víctima era verdugo, y a veces ambas cosas”.
A diferencia de los diez mandamientos judíos,
que algunos consideran el primer fundamento político de la teología y otros el
primer fundamento teológico de la política, en este film procuran la subjetividad
eclesiástica, un interior cristiano presuntamente perdido. Para Moisés, incluso
por la doble versión que obligó la ruptura de las tablas, la operación era fundante,
convertiría una religión en pueblo o un pueblo en religión, pero daría las
normas primeras para un estado. Esa decisión atraviesa el acervo jurídico de
occidente, y ni el organismo metafórico de Hobbes, ni el tratado herético de
Baruch Spinoza, pudieron evitar este influjo. En el film de Kieslowski, esos
mandamientos son trasegados a anécdotas de sentimentalismo cristiano, una afectividad
azotada de reproches, culpas y deseos transgresores, aparte del insobornable amor
interior. Los diez mandamientos no son aquí leyes, solo indicaciones forzadas de
bondad cristiana; se parecen mucho a un encubrimiento de la atrocidad ética que
padece esa cultura. El primer capítulo, articula una oposición entre el saber científico
de un padre y la fe y amor de su hermana. El contenido debate entre tia
espiritual y padre seducido por la matemática y alejado de la “verdadera”
piedad, determina el sacrificio del hijo. El segundo capítulo trata de un
inocente y casual perjurio. No merece suspenso, excepto para una fe que perdió toda
capacidad de compromiso, excepto el juramento; condición ilustrativa de una
burocracia y unos civiles que convivían mintiéndose, o disociados entre lo que sabían,
creían y hablaban. El juramento no logra chispa en esa densa hipocresía. Para
Giorgio Agamben, el juramento no ocurre antes ni después de la enunciación, sino
en la enunciación misma, cuando el sujeto se apropia y declara su palabra. El filósofo
rastrea los orígenes religiosos de ese iniciático ritual. ¿Pero cómo se apropiaban,
para este caso, en una sociedad donde la veda inicial era ante todo contra esa propiedad?
El juramento implicado en la trama del film es inocuo, irrelevante, excepto
para la potencia mágica del creyente en el juramento. Ilustra la pasividad, la superstición
pagana por bendiciones y maldiciones. El efecto, de imperdonable ingenuidad, es
aquí más fantástico que metafísico. Un caso posterior, el capítulo que honra a
los padres, incorpora el anhelo incestuoso, naturalizando la pasión, como un
goce escondido sin límites, ya que el mandamiento depende, más que de una norma
fundante, de declaraciones postales y misterios imaginarios. Lo interesante de
esta serie es que permite vislumbrar lo oculto, la honda dificultad para mirar
el siniestro pasado de crímenes, aquello que los ha formado socialmente, tanto
como la gris arquitectura que los habita.
Treinta años después de este film, una película
polaca en blanco y negro, “Ida”, trata una de las secuelas eclesiásticas del encubrimiento
de crímenes contra los judíos. Este film, aclamado por la crítica en el exterior,
fue ferozmente condenado por la cultura oficial polaca. Los espejos son
peligrosos en ese ambiente, la historia mítica, incubada largamente como abrigo
del orgullo nacional, rechaza colectivamente la verdad.
En Israel, hay actualmente 15 jueces, toda
la corte suprema, debatiendo la pertinencia de la división de poderes. Defienden
el estatuto del poder judicial con los voceros corsarios de un gobierno forajido
que quiere legitimarse. Tirando todo por la borda, este gobierno aprovechó un
breve peldaño electoral democrático para excitar una coalición desquiciada por
el afán de poder e impunidad. Cada parte enfrentada, tiene guardada su memoria
y una narrativa de cómo le fue en la feria. Todos han derivado de una almeja
diferente de la misma marea histórica. Hay quienes guardan el celoso equilibrio
que promovió la independencia, preservando una memoria de valores cívicos universales,
otros fetichizan a la mayoría mediante una coalición amasada en el contubernio.
Se trata de citar el imaginario soberano por la voluntad de cambiar las reglas básicas.
Eso de pronto revive mi propia almeja, es exactamente lo que hizo Chaves en
Venezuela, en su desopilante asamblea, para cambiar el nombre de Venezuela por “República
Bolivariana de Venezuela”, cambiar el escudo, la cara del prócer, la historia
de su muerte, y el destino histórico que proclamaba. Gracias a su gigantesca
obra, el Soberano de aquel país perdió 7 millones de habitantes emigrados por
hambre y miedo, sin contar asesinados y suicidas, y los especializados en sobrevivir,
los zombis que quedaron, ya no tienen siquiera almeja para disfrazar una historia.
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