Casi toda
historia es trauma, ahí burbujea y se arremolina siempre la espuma de la
memoria (los pueblos felices no tienen historia). Es aquello único que
atraviesa dolorosamente el alma, marca un hito en la carretera del tiempo íntimo,
pero desfila con otras escenas para cimentar una memoria colectiva. Es el
imprevisto esbozo de un nosotros. Difundido
el sábado sangriento que los terroristas propinaron en el sur a todos los judíos,
muchos sintieron el gran reflujo del pasado que borraba y reiniciaba la historia
compartida. Mareados por el trastorno, no podían calibrar, ¿una reedición del Iom Quipur de 1973 ? ¿Unas torres gemelas en versión horizontal? ¿una
desquiciada ofensiva del Tet en caricatura revolucionaria? ¿un “Kishinev” en el
desierto? ¿sigue gozando el antisemitismo su mala salud de hierro? ¿somos los judíos
lo que siempre fuimos, aunque sea para los otros, y no para nosotros? Como una
instantánea, rememoraron el holocausto, ese tiempo sin tiempo. Y en verdad, las
escenas, propiciadas por Hamas con fines estratégicos, tienen un plus maligno,
algo que cualquier nariz judía puede oler. Emergió una anestesiada vida anterior,
sin el halo romántico de S. Aleijem, seca, injustificada, inerme, desnuda de toda compasión.
Es el murmullo que hace Bialik sobre “La ciudad de la matanza”. El judío sin
estado.
Aquel
desamparo central, que las Naciones Unidas trataron con infinito retardo, parecía
sobreseído. La proclamación universal de los Derechos Humanos, después de la segunda
guerra, se hizo tan popular como el futbol, pero no fue más que otra moneda
política, un insolvente valor de cambio para las cancillerías. Era la refundación
de lo humano, incluso sin ciudadanía, cuando ya no quedaban casi judíos para
tratarlos como humanos. Aquellos tribunales de Nuremberg que ventilaban esa
criminalidad, advertían el derecho a la diferencia, no solamente a la
presuntuosa igualdad de la revolución francesa. No obstante, estaban muy
apurados, ya se interesaban más por los ciudadanos de las renovadas democracias
y absolvieron todos los canallas que pudieron.
Una macabra mediación entre humanos y
ciudadanos , según G. Agamben, habia sido inaugurada por los campos de exterminio;
según M. Foucault, ya era una vieja enfermedad moderna: la biopolítica. Ese término
bicéfalo, de tanta inocencia universitaria, puede tornarse un oxímoron
descontrolado, un desarreglo autoinmune. Esa dimensión innominada abismó el sábado
maldito en el estupor familiar de las víctimas de Hamas. Es una familiaridad extraña,
indefinida pero inmediata, y expide esa atmosfera que Freud llamo lo “ominoso”
o lo “siniestro”, algo que campea nuevamente entre nosotros. Impactó por el
martillazo innumerable de un odio inicial y a la vez antiguo. Paradójicamente,
esa destructividad fulminante suscitó la devolución profunda de la identidad. En
lo siniestro circula lo real, llega a una raíz tan poderosa como la angustia. Entonces,
algo vuelve a germinar. Es una partida, sin otro enunciado que ese saber de lo “siniestro”.
“Nadie sabe lo que puede un cuerpo” decía Baruch Spinoza, y nadie dejo de saber
del cuerpo judío ese sábado inaugural. Esto no quita que ese túnel de tiempo sobre
el dolor de origen, venga también envuelto en una geopolítica maquiavélica, propiciada
por Irán, alentada por Rusia, aprobada por China, tolerada por otros. Es de
talante estratégico, pero arrastra la melodía del infierno. Convicciones,
fundamentales para otros escenarios, se sacan del desván para alimentar la
estopa verbal desquiciada por el fanatismo. Todos los desechos de la torva
imaginación ideológica del pasado, incluso “Los sabios de Zion” , “el
sacrificio de niños en pascua”, “Retratos de la colonización”, “ El sitio de
Leningrado”, ayudan en esta pujante cruzada. Una despolarización geopolítica que,
por razones esotéricas, se supone libertaria. Tiene tanto rigor visible como la
tierra plana, pero suma creyentes. Cuando se advierte la magnitud de las
manifestaciones antiisraelíes, es inevitable recordar a Borges cuando observaba
que el futbol es popular porque la estupidez es popular. Esa condición también
reencuentra a los judíos adheridos a una soledad de viejo cuño.
La vertiginosa
infamia de una escena de remoto linaje, sucedía esta vez sobre una red más compleja,
contradictoria, de cultura híbrida, con nexos mestizos, desvíos y bastardías,
para un presente nacional de incesante demanda. Un futuro heterogéneo para remembranzas
afines. En ocasiones, solo dos calles separan en Israel los devaneos de la inteligencia
artificial de la minuciosa y pausada devoción medieval; otras dos calles una polémica
universitaria sobre arte de vanguardia de la discusión feroz sobre el significado
“genuino” (no de profana arqueología) de cuevas y montones de piedra. Otra
distancia entre una población moderna y democrática, con acendrado sentido cívico,
de una población intoxicada largamente de resentimiento, atraso social, y
fanatismo sin horizonte. Sobre estos
huracanes en islas de tiempo, descendió este desastre, iluminador más que
apocalíptico.
Aprovechar el espacio
riesgoso de lo no establecido, refundar el origen en el desgarramiento
colectivo, sirve para aminorar y disolver diferencias. Tiempo donado para
limpiar lo corrupto, y usar la tierra arrasada del trauma para revisar, curar y
retomar la historia. Es preciso palpar lo dañado y lo que daña el cuerpo social;
el necesario, bienvenido y cruento exterminio de todo Hamas será apenas el
principio.
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