En octubre de
2018, seis años atrás, publiqué este artículo que pareciera haberlo escrito
ayer. Lo repito y mando sin cambiar una coma, como testimonio mareante de este
tiempo sin tiempo.
La mala salud de
hierro del prejuicio
Fernando Yurman
El crimen
de Pittsburgh, exasperadamente emblemático del odio a los judíos, expandió
ondas concéntricas sobre muchas interpretaciones. Unas de ellas, que ya había
sido formulada por Karl Kraus en la Viena antisemita previa al nazismo, indica
que el primer envilecimiento es el de las palabras. Ese aviso acusa hoy al
alarde violento y su recio desprecio del pensamiento correcto. Muchos ya habían
alertado, durante la campaña electoral norteamericana, la evolución en Trump de
un lenguaje con giros y metáforas que danzaban con el diablo. Lo mismo borboteaba
en Londres o Polonia y Hungría, y se naturalizaba en otros países. Es evidente
el ascenso de la agresión y la violencia en consonancia con esta melodía
verbal. Aquella retórica electoral de Chávez sobre “fritar la cabeza” de sus
adversarios, se rememora como su primer gesto hacia la represión venezolana
actual. En el caso de los judíos, esa nube verbal es muy antigua, los nazis
solo la remozaron, como describió Víctor Klemperer en “ La lengua del Tercer Reich”, pero los precede en siglos, procede de los
arcanos del odio social. De ahí que prenda con tanta facilidad, tonifique
oscuras hipótesis, y encienda las personalidades patológicas. Trastorno raigal,
coadyuvado por la sociedad: creerse Napoleón es caricatura común de la locura contemporánea,
pero suponer un complot mosaico universal o hacer de los judíos hijos del
diablo, más que locura es folklore de muchas subculturas. Quizás uno de los
efectos mayores de este crimen en Pittsburgh, fue desnudar la pasión antisemita
originaria, una fuerza remota, disfrazada en las últimas décadas por una
politización encubridora y torpe, munida con pretenciosa ideología contemporánea.
El siniestro prejuicio, tan temido por la razón, sobrelleva en esta pulsión una
mala salud de hierro que nunca ha cesado. Sus víctimas lo saben Ninguna larga y
milenaria nariz judía deja de olfatear el antisemitismo en las proclamas
ambiguas. Desconfía de aquellos que, ignorando enciclopédicamente el Medio Oriente,
se rasgan las vestiduras por la injusticia infligida a los palestinos, sin
nunca haberse inspirado piadosamente por los chechenos, los kurdos, los
rohingas, los africanos, los venezolanos,
las minorías de China, las mujeres árabes y los otros parias del mundo. Nada
los anima en esas protestas, no tienen el sabor que ofrecen los judíos a la
robusta apetencia del odio. Una trabajada retórica fue siempre acunando esas convicciones,
plenas y apasionadas, pero sin otro fundamento que el vigor de una ira inicial.
Cuando Robert Bower, ante la sinagoga de Pittsburg, proclamó “voy a entrar”,
enunció el pasaje del discurso acumulado al acto, la legitimación y goce de su
amado odio, el puro y duro antisemitismo originario.
En tiempos
que el antisemitismo era aceptablemente vergonzoso, no dejaba por eso de fluir,
de variar en los activos y pasivos políticos y culturales. En la remordiente
Alemania de postguerra, hubo notorias trayectorias filo semitas, exculpaciones
e incluso conversiones, como la descubierta recientemente en un alto dirigente
comunitario. En el diverso mundo islámico, muchos trataron de montarse en la habitual
marea antisemita para empujar ideologías extremistas y fertilizar la tradición
europea con nuevas siembras. Otros declaraban que no eran antisemitas porque
los árabes eran semitas, como si el significado del antisemitismo fuera
etimológico en vez de ideológico. Hubo cruces de interpretaciones históricas y geopolíticas,
y confusiones que emergieron de esta atmosfera vacilante entre códigos
diferentes. Un ejemplo es la negación del holocausto de muchos análisis
orientalistas sobre los judíos. Un ejemplo contrario es la adjudicación al
fascista muftí de Jerusalén el proyecto central y decisivo del Holocausto, como
si la hecatombe hubiera sido esencialmente antisraelí. Es cierto que una tendencia
árabe, visceralmente contraria a un estado judío, parecía confirmar esa conjetura
improvisada. En todo caso, la vivencia ancestral persecutoria siempre la
guardaban las tensas memorias de la diáspora; mucho menos los israelíes, casi liberados
del miedo y con muchos traumas históricos aliviados. Ni siquiera la ritual
visita a Auschwitz, el recorrido del museo del Yad Vashem o el difundido juicio
a Eichmann, pudieron suministrarles el miedo que ya no sentían. La sensibilidad
real, no conceptual, por uno de los prejuicios más feroces de la historia
humana, era intuida, a veces descifrada, pero en invicta clave nacional israelí,
no en la piel herida de las minorías. La diferencia entre una identidad de
mayoría o minoría no es abstracta, permea el pensamiento.
Por una sincronía sugerente y misteriosa en
la diana de estas diferencias, las informaciones televisivas compartieron la
escena orgullosa de los atletas israelíes, ganadores del campeonato mundial de
judo en una capital árabe, con imágenes de la perpleja comunidad de Pittsburg,
infamada dramáticamente por el odio elemental de los pogroms. No era ese
asesinato una prueba de la banalidad de mal, no era la dificultad filosófica de
pensar, ni un error de la razón o un transparente testimonio ideológico, solo
un nuevo acierto del viejo odio.
El
crimen de Pittsburgh, que posteriormente también ilustró la solidaridad de la
comunidad musulmana de EEUU, repone el carácter ancestral, irracional,
histórico e inequívoco del antisemitismo. Su patológica y extendida inocencia. Un
ácido maligno capaz de atravesar las ideologías, perforar en silencio el mundo bolchevique,
los claustros conservadores, la fe polaca, el nacionalismo húngaro o el
aislacionismo norteamericano. Es posible moderarlo, pero es difícil pensar su
extinción, al menos antes que la defectuosa especie humana comience a
enfurecerse con invasores marcianos o venusinos, los hipotéticos judíos del
futuro. No es este un odio meramente circunstancial, cumple una función
estructural con un Otro de occidente. Su ubicuidad es la de un auténtico
viajero, el verdadero errante del tiempo. Ese odio trashumante rebalsó en Pittsburgh los
estratos profundos de la lava, y manifestó su prístino origen, la pavorosa
inocencia del mal en la condición humana.
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