“¿Hacia dónde corre por el bosque escrito el corzo escrito? “
WISLAWA SZYMBORSKA
He leído en mi teléfono que ahora hay poesía en internet, y es el género impredecible que mejor se adapta. En ese caldo genésico digital, donde toda narración se ahoga, la poesía puede flotar. No me sorprende, la poesía siempre aspiraba, creo, a la primera palabra o a la última, En el siglo XVIII Hölderlin avisó “la poesía es lo que queda”. Por cierto, es la que revoloteaba mas cerca de las cosas, pero no se quien lo advierte hoy, cuando el crepúsculo del amanecer y de la tarde se confunden, y el aleteo puede avisar una extinción. Mientras se desvanecía en la psicosis, Hölderlin también pudo versificar “poetizar, la ocupación mas inocente de todas. Para eso se ha dado al hombre el más peligroso de los bienes, el lenguaje, para que atestigüe quién es “.
Hace más de setenta años que Michel Foucault publicó “Las palabras y las cosas”, un ensayo que declaraba un viejo orgullo literario: el imperio de la lengua sobre la realidad. Se iniciaba con la cita de aquella extravagante clasificación china que desplegaba la brillante ironía de Borges. Unos quince años antes, Borges había descifrado en “ La biblioteca de Babel” el arbitrario y fatal universo de palabras que sostenía el mundo, Era el trance revelador que ya había vislumbrado Wittgenstein, y mucho antes Mauthner, y antes los cabalistas. Las rebeldías iracundas del simbolismo, el modernismo, el surrealismo, y otras vanguardias verbales, se desplomaban como ingenuas bravuconadas frente a la espeluznante revelación. Un orden que era también un enigma, una cárcel y la más espléndida donación humana, Entre la naturaleza y nosotros, entre la realidad y nosotros, entre todas las físicas y nosotros, estaban siempre las palabras, las letras y sus ignotos artificios. Las ideologías eran engañosas, como los mitos o los sueños, pero teníamos que resignar el horizonte a esta dictadura invisible, que se adelantaba a cualquier cosmología, y embanderaba lo más pequeño y lo más grande. Un vigoroso interior externo que estaba en todas partes. Era una ebullición, un feliz enjambre, que podía agitarse o aletargarse, alegrarse o ensombrecerse, pero nunca resecar sus capas, ni evaporarse, porque los fieles sostenían la deidad y la deidad a los fieles.
La lengua, esa piel del universo, el órgano mayor de la especie humana. Nada escapaba a su orbe caudaloso. Las letras traficaban el espíritu, las filosofías ganaban profundidad corriendo hacia el más lento pensamiento entre las letras, la poesía trataba las palabras de modo inaugural, como las primeras cosas, y aparte de esos dones, siempre nadaban entre relatos para todas las direcciones. El verbo bastaba. De pronto, esa divinidad cesó, los vocablos perdieron todo peso, y los hechos se sublevaron, desnudándose donde menos se esperaba. Sucedía una merma transparente. Los conceptos volaron, los discursos disolvieron y las ideas dispersaron, la gente seguía hablando y escuchando, pero en lejanía, como los pájaros, reconociendo apenas los sonidos familiares, las frases hechas, y las interjecciones. La autoridad no la tenían las ideas, ni siquiera los gobiernos o representantes. Aparecieron voces particulares que también eran generales, un poder directo emergió, grandes millonarios inteligentes y poderosos que se representaban a sí mismos. Cada personaje superior era un país o un continente, y el lenguaje de los medios de comunicación bufaba como una incesante pajarera. Nada era sagrado ni plebeyo, porque las palabras y las cosas, cuando se diferenciaban, era en favor de las cosas y su obstinado mutismo. Muchos veían por primera vez la realidad, pero no podían decirla, otros aprendieron a disfrutar olvidando, porque la memoria devino impalpable. Las bibliotecas estaban más vacías que los templos, y las guerras eran aceptadas como un paisaje sin título. Muchos descubrieron que, en el silencio, las cosas funcionaban mejor, otros empezaron a excluir las penosas palabras cargadas de sentidos, y dejaron unas pocas como herramientas, y esa sensación de modestia creció como neblina generosa. Nadie sabia lo que había perdido, excepto los pocos poderosos que mantuvieron su reserva verbal, una bodega protegida, aunque reducidos a rumores propios. Solo quedaba escuchar el viento, las hojas y las sirenas, las explosiones y los ecos apagados de los suicidios en seco, porque ya nadie podía encontrar la voz remota que hablaba como su alma. Lo ultimo que se fue era el tiempo, porque el ayer y el todavía, el instante y la eternidad, sin el soporte de las letras, se fundieron en el presente continuo.
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