“¿Podría Dios
crear una piedra tan pesada que El mismo no la pueda levantar?”
El Talmud
¿Cómo un sistema político puede coordinarse con la era técnica? No se responder. No estoy
convencido que eso sea la democracia.
Martin
Heidegger, Entrevista póstuma en der Spiegel.
Según acuciosos etnólogos, el dominio prehistórico del fuego no solo
permitió la diferencia de lo “crudo” y lo “cocido”, que disparó la gloria
antropológica de Levy Strauss, también empujó mutaciones empíricas más allá de
la organización simbólica. El “cocimiento” transformaba los alimentos,
aceleraba la tarea del aparato digestivo: la revolucionaria técnica permitía
externalizar parte de la fisiología. El fuego metaforizó “la luz” que inaugura
la teología, y luego la Ilustración del Siglo XVIII, incluso el “insight” de
los psicoanalistas y otras alquimias del “espíritu”, pero no habría sido solo
la alegoría y esplendor que había robado Prometeo, también
entregó, mediante el cocido, el aligeramiento que disminuía el estómago y
permitía agrandar el cerebro. Fue quizás la garrocha biológica del gran salto
antropológico de la evolución.
La
agricultura fue la revolución agraciada por los estudiosos clásicos de la
evolución. De unos recolectores y cazadores, inspirados en recoger del mismo
sitio que sembraban, derivó una pétrea urbanización, nuevos sistemas de poder,
la escritura y el comercio, y quizás la esclavitud. Tal vez no puedan
diferenciarse los acabados cambios cuantitativos y cualitativos que impuso la
agricultura, pero fundamentaron la identidad genérica que desplegó la especie.
Esa repentina evolución tuvo novedades tan enigmáticas como el fuego, aunque afectaron
con menor notoriedad la fisiología respecto a la cultura, las relaciones y el
ambiente. La dimensión fáctica no sobresaltaba esencialmente la especie,
cambiaba la herramienta, no el brazo. El progreso ocurría, pero no se buscaba
afanosamente como en la modernidad. En el pasado reciente, la ciencia ficción,
envanecida con la vanguardia técnica lograda por el siglo XX, imaginaba un
vasto futuro ascendente que ahora es solo archivo y memoria de lo abolido. Hoy,
cuando el pasado y el futuro, que siempre se visitaban en el presente, fueron
fagocitados por un gran instante perpetuo y aturdido, suceden nuevas mutaciones
apenas entrevistas. Este futuro, mucho más cercano, no tiene afinidad con el
antiguo porvenir. Curiosamente, la siniestra relación de la ciencia y el
totalitarismo, que infamó al violento siglo XX, vuelve a tronar un eco bíblico
sobre los limites humanos y divinos del poder.
Hace pocas décadas,
lo que en la lupa variable de las comparaciones equivale a muchos milenios, la
tecnología empezó una notoria transformación del mismo sujeto que la había
promovido, tal como hizo el fuego cuando hipotéticamente mutó el cerebro. Esta
vez en otra dirección. Las calculadoras electrónicas dejaron una generación
progresivamente despojada de la habilidad de multiplicar y dividir, que devino en
fósil artesanía mental; la abundancia
fotográfica logró duplicar y acercar la escena, pero en desmedro de la creativa
memoria histórica que permitía al ayer gravitar hacia el futuro; la comunicación en
tiempo real de eventos ordenados por algoritmos, sustituyó la recepción
reflexiva, abolió los tiempos largos, y solo
dejó el flash de la sorpresa infantil en la pantalla; la velocidad anuló la narración personal de la
experiencia, aparte de la literaria y la social, sustituidas por el vértigo invasivo
del presente ; la aventura de perderse en la exploración del “Flaneur”, que
guarda también la divagación, el paseo y el misterio “real” de lo incierto, fue
sobreseída por los dones adictivos del GPS y las aplicaciones intrusas del internet; la fragmentación electrónica del teléfono
crónico desvaneció la demora, las pausas y el arte de la conversación personal.
Todas esas puntadas configuraron un cambio tangible de la especie: ¿pero fue un
aumento de sus posibilidades o de la inermidad?
La
Inteligencia artificial es la nueva presencia de este escenario dudoso, viene
rodeada de promesas y amenazas, y resulta imposible recibirla con una mirada
neutra. Nos alerta una aprensión traumática instalada. Ya sabemos que aligera
muchos procesos médicos, simplifica el universo estadístico, amplía la
expectativa científica y facilita el control de riesgos, pero también sabemos
que permite manipular elecciones, gestar prejuicios, relatos de conveniencia, e
incluso administrar prolijos bombardeos y matanzas de inocentes de los que
nadie tiene responsabilidad. Enjambres de armas autónomas dispersan hoy la cadena
bélica y la remota impasibilidad cuántica permite a los truhanes políticos
despreocuparse de toda referencia ética. Como en las fases más crueles del
impiadoso siglo XX, el caos convive con la sincronización, el éxtasis criminal
con la pasteurizada masacre cibernética. No hace falta la memoria del fascismo
clásico porque ya es actuada, los fantasmas están vivos y no son ajenos a la
aparición de esta Inteligencia Artificial, joya de la civilización, que trae
ligados el mesianismo y el apocalipsis, como aquellos venerables totalitarismos.
¿En qué
consiste el don totalitario? ¿Cómo se entrelaza la tecnología y el poder?
Cuando Binet inventó el primer test de inteligencia, y alguien preguntaba qué
es la inteligencia se le contestaba lo que mide el test de Binet. Con la
inteligencia artificial encontramos aporías y callejones similares, porque no
es clara la adaptación que procura la nueva instancia cognitiva, y una
definición desde si misma ya implica un principio de dominación. Los concentrados
creadores de la criatura se ven cada tanto sobresaltados por el riesgo
existencial de la civilización, profecía que emana del ambivalente éxtasis
científico que los inunda. Algunos alertan que un poder de esa dimensión no
puede estar en pocas manos, otros creen que su porvenir prescindirá de
cualquier mano y generará otra especie sobre el planeta. Todos coinciden en que
cada espectro cultural emitirá sus valores en la criatura y que la competencia
internacional sin freno no permite ahora a nadie abandonar la sortija. Quizás,
presintiendo este temple incontrolado, en el comienzo de siglo XXI Frederic
Jameson postuló “hoy es más fácil pensar en el fin del mundo que pensar el fin
del capitalismo”. Aunque el trepidante desasosiego se parece más a un
anarcocapitalismo, y esboza un progreso salvaje con trasfondo mitológico.
La mayoría de
las potencias tecnológicas tienen un comportamiento hibrido, laboratorios de
vanguardia con apetencias feudales, las pulsiones dionisíacas que promueve
Trump en el anestesiado ritmo digital. Todos amarrados a una escalada con norte
impersonal y sin brújula. Los administradores actuales de la gestión global,
que nunca había sido tan degradada por la ramplonería autoritaria de gobernantes
descalificados, transgresores y confusos, no atinan en acomodar una decisión
relevante frente a la emergencia de análisis lingüísticos que pueden predecir y
manipular la opinión pública. La democracia, se sabe, respira con lentitud, y a
veces tose, mientras la tecnología aumenta velocidad y expande el riesgo. No es
ajena a esta condición la disminución vertiginosa del horizonte democrático en
todas las sociedades, el aumento corrosivo de la desconfianza social, la pérdida
de responsabilidad, el ascenso mesiánico de las teorías, la estampida
disfrazada, pero indetenible, frente a la inminencia de una vasta desigualdad.
Se siente el temple conspirativo de multitudes acorraladas, porque el
mesianismo y el apocalipsis vuelven siempre de la mano. Tres veces por semana
tenía el presidente norteamericano reuniones sobre el tema de la Inteligencia
Artificial Generativa, indicando el lugar que tiene esta tecnología entre los
desvelos encumbrados. La aprensión por eventos catastróficos y la apetencia de
nuevos imperios asedian por igual las proyecciones estratégicas.
Es fácil
pensar que la distopía ya ha comenzado y parte de ella es que no se nota. En
China hay una monumental telaraña de cámaras de vigilancia sostenidas por IA que
controlan de manera omnipotente una población que acepta con fluidez ser
vigilada. Constituye, aparte de la presagiada por los robots, una nueva especie
humana de religión perpetua. Expide la santidad social que siempre practicaron
los totalitarismos, una sociedad que teme, se espía y se exalta a si misma. Esa
felicidad totalitaria también la promueven los nuevos arrestos fascistas en
todo el mundo o los que ordenan los grupos en pobres y ricos de GPU (tarjetas gráficas)
o definen pactos y geografías nuevas sin referencias. La anomia tecnológica
desata un estado de excepción universal. El desparpajo de Nicolas Maduro para
burlarse de un pueblo entero no es ahora un extravagante cisne negro, resulta
la expresión más cabal de tiempos sin coherencia simbólica, sin estado de
derecho, arreados por la crudeza desnuda sin otro revestimiento que los
infatigables chips. Como un retorno freudiano de lo reprimido, con un pujo impermeable a cualquier malestar de la
cultura, las pulsiones más oscuras y destructivas se vuelcan desencajadas en el
tejido social. La unificación abusiva de los viejos totalitarismos requería la
radio y el cine para licuar de modo homogéneo y religioso el “nacionalismo” de
la masa o “el pueblo” unido, mientras el moderno requiere la vasta y absoluta
liturgia de las redes digitales. Aquellos totalitarismos se apropiaron
ideológicamente de la trascendencia unificante que tenían las religiones, los
actuales andan desnudos de relatos y la política es pragmática hasta el hueso,
sin referencias simbólicas para una mayoría difusa, seca, profana y sin rumbo. La
IA Generativa preside como una divinidad distante la disolución del pacto
humano por algunos opulentos ángeles exterminadores que postulan la historia en
una obtusa dirección. La escatología abandonó los espacios celestiales para
administrar el planeta y redistribuir los altares de la trascendencia, electrones
impacientes de eficacia heredan la abarcante pupila de Mussolini, Stalin o Hitler.
Una tensa esperanza en estos poderes trascendentes no tolera la indeterminación
inherente a la vida democrática, su rico intercambio de facetas vagas y
tropiezos, su disgregación constante, y procura la nueva unidad totalitaria de
la sabiduría científica.
La democracia es un obstáculo de esta religión
tecnológica que procura comprimir centralmente la inexorable diversidad social.
Los parciales y heterogéneos proyectos caen por ello en una épica maníaca. Gershom
Sholem, un lúcido sionista de viejo cuño, quizás el mejor estudioso de las
oscuras lógicas del misticismo, había advertido contra el mesianismo, una
energía que se torna malévola y siempre trae el desastre cuando se la baja a
tierra. Esa tentación de politizar el desasosiego metafísico se ha difundido en
estos años más que la pandemia y envuelve hoy globalmente las fantasías
tecnológicas contra los retos climáticos, y también contra los retos sociales. Sin
pasiones trascendentes que entonen la azarosa sociedad abierta y enjuguen la
incertidumbre que expide el lacónico temple democrático, nada neutraliza
ofertas de las ideales criaturas imaginarias. La postulación de robots como
modelos de humanos buenos y eficientes, el anhelo de perfección fáctica, es una
extensión de otras criaturas ya probadas en el mito, Frankenstein o el Golem,
que siempre acompañaban los ensueños de Prometeo o de los cabalistas mesiánicos;
era también de rigor matarlos, como también ocurrió con la computadora de la
nave en el film de Kubrick “Odisea del Espacio”. El perfeccionamiento apolíneo
de lo humano lo expone siempre a su demoníaca destructividad, como ilustra
comparar el elegante desfile del ejército nazi a su entrada en Paris con el
derrotado ejercito nazi que cuatro años después desfiló en Moscú.
Quizás lo más grave no es el ascenso de la
Inteligencia artificial sino el descenso de la humana, la creciente incapacidad
para ordenar la realidad profana con autonomía y calculada limitación. El
creciente uso de narrativas impostadas, la autorrepresentación de motivos cada
vez mas alejados de las experiencias vividas, no deja de afectar el sentido
posible que asume la IA más allá de sus virtudes. La desigualdad que determina
la tecnología ya derivaba de la misma desigualdad tecnológica, las dependencias
y subordinaciones de muchas instancias cognitivas también. La IA parece ser por
sus riesgos cualitativos la terminal de llegada de las utopías y distopías que
nos acompañaron desde finales del siglo XX. Esta claro que la globalización,
cuyos efectos económicos siempre generaron controversia, tuvo mayor eficacia en
la cultura, especialmente por la digitalización y la revolución comunicativa.
La desaparición de jerarquías etarias, de saberes centrales y periféricos, de
ejes históricos centrales y marginales, ha modificado la interrelación de la
especie consigo misma, le ha dado una unidad variable que tiende a desdibujar
los estados, pueblos y naciones y a reinventar el lazo humano. Muchos
conflictos fundadores de larga duración se disuelven en el mapa emergente y
alientan nuevas presencias. Esa apertura mayor, plena de posibilidades, es amenazada
por esta nueva divinidad que somete a su creador cuando la invoca. Una sociedad
que no tolera la incertidumbre y ha perdido la trascendencia que durante siglos
le había prestado la religión y luego las ideologías, no logra atravesar la
experiencia profana e indeterminada de la democracia. El deslave simbólico
afectó también la capacidad de representación política, quedaron limadas las
articulaciones, y no hay “pivote” para encadenar el lenguaje social. La
capacidad de comunicar creció con la disminución correlativa de sus contenidos
relevantes.
Cuando
finalizó la guerra fría y comenzó eso que fue llamado “ el fin de la historia”
, se desató un espacio vacante que dejaba las democracias sin eje trascendente,
la sociedad no tenía determinaciones externas solo su propio e inasible trance
sin finalidad ulterior. El neoliberalismo no fue una apuesta valedera, la
despolarización creó nuevos polos y la desigualdad tomo otros nombres. Hubo una
suspensión de la continuidad histórica. La Revolución Francesa, uno de los
grandes peldaños de la historia europea, dejo de ser universal y la escalera
que siempre embocaba en la Comuna y la
Revolución de Octubre, se dispersó en la atmosfera globalizante, ya que no solo
cambió la dimensión del espacio sino también la del tiempo. Los derechos
humanos de aquella historia no tienen peso en China, y no por indiferencia
dictatorial sino por diferencia cultural e histórica. La tentación de
sacralizar mesiánicamente busca nuevas presas y la tecnología es un cebo totalitario,
como antes fue la nación o la utopía social. Nuevos pasados y nuevos futuros emergen,
no sabemos sus destinos, el mesianismo tecnológico es solo uno de ellos, y no
el mejor.
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