La inminencia de lenguajes generados por inteligencia artificial erosiona con una sombra de duda los lenguajes naturales, que son, según Román Jacobson, los que siempre apoyaron la imaginación y la invención humana. Esa inquietud podría crecer en la literatura, depositaria preferida de los encantos y misterios de la lengua natural. La historia literaria de siglos fue otorgando al lenguaje un carácter sagrado, particularmente enfático en los clásicos, pero siempre impulsado por la deslumbrante distinción de la creatividad humana. La idea, ya probada, de gestar textos con una nueva y desconocida inteligencia digital, estremece la sensibilidad estética que nutre la cultura verbal. Ese gran arcón guarda también los diversos tipos de silencio, las imposibilidades y dispositivos donde se originó el lenguaje, y nació y vive la escritura. La homogeneidad humana guarda sus sentidos y los trasmite. Por cierto, la pluma de Víctor Hugo o Poe, cuya tinta recibía el sanguíneo impulso del brazo, no habría podido percutir los secos policiales de la maquina de escribir de Hammet o Chandler, pero el instrumento solo torneaba, moldeaba el estilo, no trasmutaba esencialmente el pensamiento, la forma o el contenido. Hoy la ilusión de Pierre Menard, el autor del Quijote que imaginó Borges, podría devenir real por inspiración electrónica. Esa conjetura incita para revisitar a Cervantes, un conspirador mayor de la modernidad, cuya inocencia parece despedirse de aquel reto imposible.
La idea de un
clásico como expresión sacralizada, donde todo es esencial y nada es contingente,
resulta hoy una alternativa material. La biblia podría donarse otra vez al creyente,
fraguada desde el poder de otra especie, en la que cada letra y cada espacio
blanco volverían a dictaminarse como fatales. También los clásicos podrían reinaugurar
una fidelidad intemporal. El libro más editado después de la Biblia ha sido el
Quijote, y su primer párrafo “En un lugar de la Mancha….” tiene tanta devoción reverencial
como el primer verbo de las escrituras. Un imperio de certezas de origen
enigmático parece infatigable en todos los clásicos. ¿Su carga pasaría exámenes
cuánticos?
Detrás del Quijote
se advierte, como en pocos libros, la presencia poderosa de la imprenta y su
vasta conquista del mundo manuscrito. Es la invisible frontera que lo separa
del Dante, Virgilio, Homero o la Biblia. La originalidad y el plagio que atraviesan los
desvelos de esta obra es parte de ese pasaje técnico reflejado en sombras,
espejismos y disfraces. Salón de carnavalesca condición, aparte de las razones
críticas que había reflexionado Mijael Bajtín, ilustra no solo la mezcla de
estamentos y clases de una sociedad semifeudal, también la mezcla de
identidades y filiaciones que fluye en la práctica viva, continuada y promiscua
de los escribas. Tiempo ansioso de potestades intrigantes, esquelas, diarios y
crónicas confesionales que circulaban al mismo tiempo que la expansión de las
prensas. De manera que, como aclaró con sólidos fundamentos el filólogo Alfonso
Martín Jiménez, en su minuciosa investigación sobre “Las dos segundas partes
del Quijote”, era posible que, a la inversa de lo que sostiene el consenso de
monumentos y homenajes, el texto impreso de Cervantes se hubiese inspirado profusamente
del manuscrito del Quijote apócrifo del desconocido Alonso Fernández de
Avellaneda. Su velado conocimiento previo hizo la segunda parte mucho más
consistente que la primera, en gran medida por los espejismos estimulantes de su
rivalidad con Avellaneda, pero también por su narración manuscrita. Con precisa
comparación de textos, manuscritos e impresos, el investigador Alfonso Martin Jiménez
invierte la dirección de la copia, y considera al apócrifo el aporte esencial
de una gestación compartida. Le adjudica a la valoración de originalidad que
caracterizó al romanticismo y a su complementaria descalificación de la imitación,
preconizada elogiosamente desde la antigüedad, la decimonónica dificultad de
aceptar la condición “mestiza” de la obra. Como la imprenta sacraliza la fijeza
y mitifica el dictamen de la creación literaria, quedaban sobreseídos los
manuscritos que luego desaparecían, aunque seguían latiendo oscuramente en las
fuentes. Para este caso, el manuscrito del hidalgo apócrifo era fundamental, y se
instala sobre una determinación creativa de la lengua misma. Ya al comienzo de
la primera parte, Cervantes siembra la duda sobre el origen y apellido del
ingenioso hidalgo. No se proclama autor, solo “padrastro y no padre” de la
criatura que engendra, y en el famoso capítulo 9 determina su origen árabe y
enfatiza la ambigua traducción de los papeles de la narración original. Pero
sobre estas traslaciones de los autores presuntos del texto al mismo texto,
impone no solo la escritura de la historia sino el relato derivado de esa
escritura, de manera que nunca pierde la magia, los defectos gramaticales de la
oralidad y su palpable contemporaneidad. Ese encanto es tributario de una
creación nueva y también del conflicto real de dos escritores sublevados en una
misma lengua. El “oído callejero” de Cervantes (que admiraba Alberto
Guerchunoff) deshilvanaba “charlando” un texto para componer el otro. Los
errores, distorsiones y baches de las parrafadas nunca traicionan la impetuosa
pujanza narrativa. La marea de traducciones que siguió a su publicación, los
descuidos de las prensas, las inevitables negligencias editoriales, nunca
debilitaron ese macizo carruaje narrativo sostenido por el pegamento de una
honda querella. Su encantadora torpeza, cuya ambición, sin presunción académica,
inaugura quizás la subjetividad moderna, aumenta la sospecha de su origen judío
converso, y quizás marrano, que muchos indicios habían señalado. Los continuos
malabares entre voces, orígenes e identidades, entre marranos, moriscos y
cristianos viejos, la disputa entre una lengua oficial y aceptada con otras
secretas, íntimas y minoritarias, lo atestiguan. Los espejos de un mundo
interior replegado del exterior, son algunos de los efectos marranos en la
subjetividad de aquella España. El tráfico clandestino de libelos encubiertos,
declaraciones anónimas o falseadas, desfilaban en tinta detrás de las ediciones
de la época. Su irrupción se tornó parte de la obra, como magistralmente
concibió Cervantes.
Curiosamente, o quizás
por una coherencia profunda para ese tiempo, cuando los autorretratos de Rembrandt
y las especulaciones de Descartes develaban el Yo de los creadores
renacentistas, se formulaba también el disfraz, el remedo y la copia de
orígenes superpuestos. Aparte del riesgo marrano, de las venganzas, invectivas
y rumores, que también había padecido Mateo Alemán en sus ediciones plagiadas
de “Guzmán de Alfarache”, y su ingeniosa respuesta vengativa de imitar al
imitador, había en este caso un drama personal cuyos pasillos anuncian una
envergadura histórica mayor.
En la primera parte del Ingenioso Hidalgo de
Cervantes, publicada en 1605, sucede en el capítulo 22 el dialogo entre el
Quijote y Gines de Pasamonte (el temido galeote al que libera de sus cadenas).
En ese trance retoma Cervantes la terrible historia real de otro cautivo de
Argelia, que estuvo remando en galeras y había peleado también en Lepanto. Era Jerónimo
Pasamonte que, retornado a España, había escrito su propia y tremenda biografía,
con un paralelismo espeluznante. En uno de los fragmentos sobre su arrojo parecía
haber saqueado una pasajera imagen heroica de Cervantes, glorificada en la
batalla compartida. Cervantes conoció el manuscrito antes de su publicación y
se habría vengado trasladando esa dramática biografía a esta escena de los
galeotes, donde distorsiona y degrada al viejo soldado con tildes de miserable
y cobarde. Enfurecido con su “doble histórico”, también incorporó aviesamente
la historia del cautivo en capítulos posteriores. Queda claro al investigador
que Avellaneda no es otro que Jerónimo de Pasamonte, que devolvió a su vez la
ofensa escribiendo la segunda parte del Quijote, Ese manuscrito valioso fue
conocido por Cervantes antes de su publicación y lo incitó a resucitar su
Quijote, ya muerto y despedido con sonetos y epitafios postreros en 1605.
Decidió revivirlo para la tercera salida que constituye su segunda parte. Empujado
por el rencor también procedió a trasladar muchas críticas y alusiones sobre
Pasamonte a sus Novelas Ejemplares de 1613. Cuando Pasamonte-Avellaneda publicó
en 1614, Cervantes empezó a escribirlo en 1615. El conocimiento previo del
manuscrito, muy bien digerido y enriquecido con alusiones constantes al libro
rival, quedo fundido en la magistral versión cervantina. Estas vidas paralelas (aunque
el cautiverio de Pasamonte fue de 17 años, varios en galeras, y no de 5 como el
de Cervantes), ilustran el vinculo creativo entre manuscrito y publicación impresa.
Una narración refractada por escritores distintos que configuraron un solo
autor, el fantasma verdadero de una desgarrada historia real. La imprenta los
aplanó, fusionó la guerra de manuscritos, que a su vez había aplanado la
trágica confrontación de una inmolada generación. Ambos soldados pasaron de la
arrogancia imperial de Felipe II a la decadencia irremediable de Felipe III. En
el capitulo que coteja las letras y las armas, se devela algo de la vicisitud
compartida. En una digresión de talante existencial, Cervantes rememora y
maldice la pólvora de las nuevas batallas que destruyen vidas o miembros y
arruinó su mano izquierda. Tuvo solo el vigor de su derecha para convertir el
estruendo de aquellas pretensiones en la melancolía de la vida escrita. El
rechazo a los libros de caballería, que seguían publicándose entonces y
circulaban también en manuscritos, fue quizás el rechazo conjunto de esas dos
vidas, que fueron una en la autoría solapada de la primera novela moderna. Esto
lo supimos siglos más tarde. La querella fue la forma que habría tomado una
melancólica hermandad. El conflicto sumergido saluda la imprenta, que remarca en
la vida un sentido paralelo, noveliza lo real en complicidad con el olvido y no
es menos alienante y arbitraria que los delirios de la caballería.
Ya entrado el
mismo siglo en que publicó Cervantes y Pasamonte, La Rochefoucauld pudo decir
que muchas personas no se habrían enamorado si antes no hubieran leído la
palabra amor. Leído en imprenta, sin duda, que cristaliza el ideal, porque el
manuscrito todavía guardaba la imprecisión divagante del cuerpo y estaba
expuesto a los mismos avatares que el autor. Esa prehistoria de la novela no
podría ser recogida por Pierre Menard, pero cabe la pregunta de si podría
aventurar su confección en uno de estos nuevos lenguajes del orbe cuántico, los
que doblan, extienden y afinan otra vez el aplanamiento de la experiencia
humana.
Walter Benjamin sostuvo que después de la
primera guerra los hombres perdieron la capacidad narrativa de constituir una experiencia.
Quizás es lo que había ocurrido, la precipitación traumática de esas trincheras
los habría despojado de “la experiencia” que configuraron en guerras
anteriores. Notablemente, hubo muchas crónicas personales, novelas y relatos
biográficos en todos los bandos de esa conflagración, a diferencia del siglo
anterior que apenas tuvo crónica bélica personal. Tolstoi escribió, sin haberlas
presenciado, la batalla de Borodino y la quema de Moscú, la guerra
norteamericana de secesión tuvo su mejor cronista en Hart Crane, que nació
cuando llevaba años terminada, Flaubert revivió cartagineses y romanos en
Salambó, Walter Scott escribió, mientras se apagaban los cañones de Waterloo, sus
primeras novelas históricas medievales, y Lord Byron murió guerreando en Grecia
sin que ninguna batalla propia hubiese inspirado su poética. Sobre ese fondo de
experiencia bélica real y escritura, que tiene muchos ecos del debate
cervantino entre las letras y las armas, se esboza la función del lenguaje no
solo como ordenador de la realidad sino también como persuasivo abono cultural,
distanciador simbólico entre la paz y la violencia. El gran friso de Lepanto
subyace al Quijote, y también a la continua batalla de Oriente y Occidente y a la
correlativa nostalgia pluralista por Toledo. Una memoria tan vasta fuerza
transitar por muchas vías, conscientes, inconscientes, míticas e imaginadas,
que la Inteligencia artificial no podría contar. La construcción narrativa de
la realidad que ejercita el lenguaje se realiza sobre un océano de memorias y
deseos que segrega solo la vida humana.
Un largo debate lingüístico y antropológico de
la segunda mitad del siglo XX, entre una gramática universal propuesta por
Chomsky y una lengua interior provista por la cultura, que postulaba Vigotsky,
arribó a la difusa orilla que empareja las teorías. El origen del lenguaje ahora
se piensa como la vaga sociedad entre un don misterioso de la evolución genética
y un efecto incalculable en la interacción de la especie. A este precioso
enigma le suceden actualmente los lenguajes de la Inteligencia Artificial.
Otros ya hablan por ellos, pero a la vez desean y temen que esos lenguajes
inventen sus padres y padrastros, sin el fervor de la memoria humana, ese
desván vivo que siempre nos acompañaba en los aterrados abismos del tiempo. Parece
amoblarse un nuevo universo, meramente económico, sin cultura ni política, de puros
hechos netos sin pasado. Los nuevos
lenguajes, podemos presumir, atravesaran otros abismos, en otras criaturas de ese
presente hipertrofiado por electrones sin horizonte histórico..
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