La galaxia de una memoria muy vieja suele extraviar los recuerdos en orbitas tan remotas como las del cometa Halley. Hace muchas décadas había leído y olvidado un cuento que, sin motivo aparente, recupere en estos días. Fue escrito hace más de setenta años por un escritor israelí, Aaron Megued, que con meditada justeza lo había titulado “El nombre”. El tema era contemporáneo, modesto y seco de alusiones pretenciosas. Una joven y desafiante pareja israelí (en aquella alborozada modernidad nacional), deseaba poner a su primer hijo un nombre israelí, mientras que el abuelo, sobreviviente de los campos y ajeno al crisol de culturas, anhelaba perpetuar el nombre galútico de un nieto perdido en la guerra. Entre discusiones, triunfa el ligero deseo juvenil, que para el abuelo completa la operación de aniquilar su entrañable mundo de ayer. El anciano retira entonces con desconsuelo y digno silencio su persistente anhelo de filiación. El escritor finaliza el relato con pocas frases discretas, pero atisbando, en aquel presente que inauguraba el niño, una atmosfera ominosa de orfandad. Ese instante final contenía un aura desolada, irremediable, un pesar estricto y duro como un diamante. Aquel cuento y su críptico anatema yacía olvidado en la negrura del olvido, pero resplandecía en estos días como un cometa fugaz. Parecía un fotográfico instante cósmico, un flash revelador sobre el presente de Israel. Como si el apaciguado y preciso relato hubiera encontrado su lector setenta años después, y la orfandad que sella su epílogo hubiera emergido en el océano de triste actualidad. Creí al principio que ese fogonazo del lacónico relato podría haber sido invitado por algún reciente malestar mental, síntoma de nuestro ámbito político desquiciado. Recordé que me había irritado mucho la comparación del bárbaro ataque del 7 de octubre con la “Shoa”, por gente que ignora o niega el tamaño descomunal del Holocausto, y degrada, con la misma torpeza que los negadores antisemitas, ese drama sagrado mayor del pueblo judío. Recordé alguien, que no era el peor que escuché, haciendo un calculo de muertos diarios en el vandalismo de Hamas con el promedio de muertos en los cuatro años del exterminio de los nazis, y cuyo análisis concluía en que Hitler no tendría el primer puesto en la sanguinaria historia del antisemitismo. Ya mucho antes había escuchado de un “conocedor”, al que ninguna ignorancia le era ajena, que lo más grave no fueron los nazis, sino el Muftí de Jerusalén. Esa espeluznante inocencia histórica de muchos israelíes sobre el terrorífico desván histórico acumulado por el pueblo judío sostuvo, sin duda, el retorno de aquella lectura. En este punto volvió el cometa Halley a mi memoria y, como una estampida fervorosa, aquel anciano que le decía al esposo de su nieta embarazada: “ Y tú crees que acá es todo nuevo, que lo que hubo allá pasó y se fue ? ¿En que eres superior a aquellos que nacieron allá?”.
Hoy
la identidad judía ancestral y el antisemitismo, su fiel compañero de viaje,
volvieron por sus fueros. El antisemitismo global de los últimos años no es
nuevo, es el de siempre, porque nunca se fue. Torneaba la identidad judía como
un corsét y ajustó sus clavijas. El debate que contiene aquel sencillo cuento
está sucediendo ahora. El presente impetuoso de la joven pareja no bastó para
fundar un origen. No hizo puente suficiente para transitar entre tiempos
míticos y reales. La trasmutación de una
identidad milenaria, densa y gravitatoria en toda su superficie vital, por otra
que incorpore un territorio y normalice un estado, es todavía un desafío. La
alquimia mística de esa transformación no tiene la velocidad química de la
política o las ideologías de la modernidad. El mesianismo ideológico y las
utopías políticas derivan del mesianismo religioso, pero necesariamente, tarde
o temprano, lo abandonan. Se sabe que todos los estados requieren un mito de
origen que los ancle en un tiempo colectivo, pero también un lazo suelto que
permita navegar. Eso no puede gestarse en el puro presente del ánimo
contemporáneo porque la velocidad tecnológica devora la historia. La identidad
es un poderoso capital imaginario que sostiene los estados, pero solo respira
en el lento tiempo de la trascendencia y no en el incesante aluvión actual de hechos y opiniones indiferenciadas.
Como los circuitos estelares de la memoria
siempre están acompañados, y un recuerdo llama a otro de la misma ristra, fue
inevitable recordar un fragmento literario, muy anterior, pero de lectura
reciente. Se trata del diario de infancia de Israel Yeoshua Singer. Este
hermano mayor de Bashevis Singer, un escritor injustamente olvidado que
escribió toda su obra en idish, sin expectativa de traducirla, dejó una crónica
de extraordinario valor de su primera infancia, sobre el resbaloso filo entre
el siglo XIX y XX. Un ataque cardíaco
interrumpió su vida y la escritura en 1944, antes de saber plenamente del
exterminio de la judería polaca que describía la crónica. El texto adquirió un
incesante valor documental, trata un tiempo en que el “shtetl” se sostenía en
su propia pobreza y oscuridad, sin la futura exaltación de Chagall, el humor
teatral de Sholem Aleijem, sin violinistas del tejado, ni la trabajada
elaboración del recuerdo del empeñoso Nobel Bashevis Singer. El mayor de los
Singer ya había escrito” Los hermanos azquenazhis” y “
La familia Karnovsky” , y otras novelas
y cuentos, tanto en Varsovia como en New York, pero esta crónica inconclusa,
que los editores titularon “ De un mundo que ya no está” , destila una
veracidad histórica insuperable. Joseph Roth, en el preludio de la segunda Guerra,
había publicado “ Judíos errantes”, un
repaso de la judería oriental por la mirada entrañable, perpleja y casi
arrepentida de un converso. Antes editó “Job”, una de sus extraordinarias novelas,
que segregaba la misma melancolía por las pasiones de un mundo perdido. Pero en
el caso de Israel J Singer, no es la melancolía de ninguna conversión, ni
siquiera de su airosa modernidad migratoria, sino la lente translucida sobre el
giro central, casi indescifrable, que lanzó aquellas comunidades a una violenta
modernidad. La época enrarecida en que los judíos abandonaban las referencias
externas de su identidad: poblados de madera y barro, sin agua corriente,
transporte ni electricidad, barbas y caftanes, vínculos aldeanos, comidas, rituales,
creencias, costumbres, saberes y destinos prefijados, azotados en pocos años
por el vértigo cosmopolita y una disolvente vida laica y urbana. Ese terremoto fue extraordinariamente breve,
tragó sus propias claves, y quedó casi indescifrable. El memorioso Israel
Joshua Singer, descendiente de una dinastía de rabinos, ilustra el acercamiento
suyo y de sus vecinos, con precauciones severas, a los primeros hombres
afeitados que hablaban idish, sin creer que fuesen judíos (azorados por un
extrañamiento comparable al de aztecas o incas frente a los conquistadores). Ilustra
como la velocidad del cambio dejó una identidad suspendida, la parte intima, irredenta
y sumergida del tempano flotante que fue entonces la judería moderna. Una
errancia que sigue derivándose de aquellas oscuras certezas, prehistoria que
nunca entraba en juego consciente, pero palpitaba sin cesar en el origen. Su
hermano, Bashevis Singer, se preguntaba intrigado, en su libro autobiográfico “Amor
y exilio”, en una Polonia más tardía que la de su hermano mayor, cómo ocurrió
que aquellos hijos de hombres temerosos de Dios pasaron a ser comisarios
soviéticos, anarquistas, sionistas politizados, bohemios y vanguardias de las
capitales occidentales. ¿Cómo sucede el salto, y cuál es la posibilidad de
desviarse y perderse?
Todas las naciones se configuran con
sustancias imaginarias, esos sueños no abandonan nunca la leyenda, pero son los
rasgos compartidos de las generaciones cotidianas los que reciclan sin cesar la
memoria histórica. La subjetividad colectiva tiene honduras que calan mucho más
allá de las expresiones formales. Ese tesoro de vivencias y nombres fertilizan
el sentido popular de la identidad para que el estado no sea una abstracción
hueca, sin pacto ni fundamento sensible. Una identidad, a menos que sea totalitaria,
no se alimenta a empujones como a un ganso para foie gras, se nutre en su
tiempo interno, con silencios especiales, sucede involuntariamente, y perdura
en lugares cotidianos propios de la experiencia social. La identidad no se
sanciona, se trasmite y se recibe en una respiración silenciosa.
La
pregunta de si una sociedad judía puede ser democrática tiene un tufo equívoco,
hace de la filiación un principio dogmático de “gerentes” de la fe, mientras que
la democracia exige vacilación, riesgo, incertidumbre, la virtud y el defecto
de la diversidad. Los proyectos autocráticos suelen mimar también el
patriotismo, el menos perspicaz de los sentidos sociales. En América latina, el
caudillismo y las mitologías del origen son una vieja y costosa patología
social, que ahora se ha tornado epidemia global. En su momento escuché a Chávez
proclamar “ Los verdaderos venezolanos
son Chavistas” , y esa condensación vertiginosa irrumpía en un tiempo todavía plural, en que las opiniones y
los hechos aún podían diferenciarse. El vértigo cuántico de la red digital retomó
y ahondó esa barbarie. Actualmente la realidad se vaporiza en la indetenible relatividad,
una afirmación y la contraria no se encuentran, el gato de Schrodinger muere y
revive todo el tiempo, y una nueva lógica se ha instalado en la recepción
global. Parece una esperada venganza contra la inteligencia y la razón
ilustrada. Las viejas mamparas de la reflexión resultan vetustas frente al
vendaval de sofismas salvajes y opiniones reflejas. La intrépida torpeza
intelectual adquirió un poder insospechado, innegable, para una recepción que adoptó
embanderarse en la estupidez popular. Como se puede advertir, Israel no es
inmune a este populismo destructivo de la democracia, pero lo agrava que el
país es nuevo y tiene un mito de origen muy lejano y ninguna arqueología puede
surcar la distancia para fijar la identidad. Hasta el hilo imaginario del
tiempo exige nutrirse con vivencias reales, de una viva y sustantiva memoria
generacional. Durante mucho tiempo esa mitología venía del futuro idealizado, y
el presente fundaba una prestigiosa prehistoria, ahora es preciso arbitrar otro
sentido del tiempo. Es preciso un sentido poroso y una identidad que respire para
que no sea un lastre, y permita la fértil incertidumbre de lo desconocido que
nos constituye.
Una crisis como la actual remueve todos los
sótanos y desvanes originarios, obliga a mirarse en el espejo del tiempo,
recorrer horizontes y perspectivas del entorno. No es necesario trasladarse
para estar fuera de caja, ya vemos lateralmente. Volver a pensar los orígenes
propios sin slogan ni imposturas, es ciertamente volver a pensar.
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