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Cruce de crepúsculos

 



La estrategia de analizar los dispersos algoritmos de las pasiones públicas ha permitido centrifugar las pulsiones electorales hacia el triunfo de Donald Trump. Su convulsivo histrionismo, entrenado en shows televisivos, las simplificadas ambiciones y estentóreos prejuicios, que la sociedad mantenía vivos pero silenciados, tuvieron mayor efecto que en elecciones anteriores. La revelación sobre la “microfísica” de las redes públicas arrojó altos réditos oportunistas, pero luego evidenció innegables peligros. “Los ingenieros del caos”, según el ensayo del investigador Giuliano Da Empoli, incrementaron su virtuosismo en alianzas directas con las mentes científicas, contaron la mayor eficiencia y el menor escrúpulo. Las usinas del poder auscultaban, con una concentración técnica espeluznante, el espectro de amor-odio que atraviesa minuciosamente la vida cotidiana sin registro consciente. El pulpo estadístico chupaba las finas briznas del tejido emotivo, los ideales, temores y ofensas parciales, para bordarlos traducidos en un mayor título político. Pero ilustraron también la sombría amenaza que acecharía sin control nuestro destino.

Son muchas, quizás infinitas, las memorias sociales, aunque hay una engañosa que siempre se apodera del calendario y confecciona una historia. Las otras, particulares, sometidas e inermes, no tienen historia, son como los pueblos originarios de la mente, recolectores y cazadores de escenas para el alimento diario. Esa vida furtiva no alcanza ningún perfil, la memoria tiránica oficial la desdeña, la borra y protege su impostura mental. No obstante, la hormigueante sombra de memorias fugaces ocasionalmente sube, erosiona. A veces agarra a la otra en un desprevenido escalón de la corrupción o el descuido. La sorprendida criatura del calendario se retuerce, resiste la envoltura de luces: ¿yo? ¿Cuándo fue? ¿Qué era? A veces las silvestres remembranzas se tornan predadoras, atacan en bandadas, suceden sin petición, súbitas como un granizo. El Alzheimer oficial es crónico, incesante y salvaje, pero no toma siempre prisioneros y tolera insidiosos sobrevivientes. Esos restos suelen flotar, forman una almadía de sentido y esperan la futura inundación de la realidad.

A pesar del paquete tramposo perpetrado por las elecciones, un imprevisto enrarecimiento empapó las consecuencias de los eficientes canales tecnológicos, y quizás castigó su triunfalismo. Las decisiones posteriores de la presidencia de Donald Trump y su vertiginoso combo, ya no derivaron de los algoritmos de las redes, como sus arengas, sino de los dictados patológicos personales. La “gigantomaquia” que ya ejerce sin respiro desvanece los matices, hipnotiza el gesto y dejó un tendal de sorprendidos. Se dirá que siempre ha sido así con las autocracias, desde Pedro el Grande hasta Napoleón, de Trujillo a Chávez, pero en este caso la potencia acumulada previamente, por la aniquilación indiscriminada de los discursos y sus referencias, hizo que el desvarío pudiera girar en la más peligrosa “rueda libre”. En su tiempo, el feroz absolutismo de los emperadores chinos era castigado con revueltas campesinas, y muchos absolutistas no podían prescindir de instituciones mediadoras, en otros casos, parlamentos, asambleas, vínculos internacionales, frenaban o embragaban las decisiones, pero en este caso, la pérdida súbita de una dimensión reflexiva que había alimentado la realidad y la leyenda, el orbe democrático y sus ideales humanistas, otorgó a cada brutalidad irreflexiva el falso mérito de un gesto pragmático ( como si aupara cada torpeza una mezcla fantasmal de Jeremy Bentham y William James). En un tiempo de vacilación, a veces con pavor y a veces reflexiva, la certeza obtusa adquiere esplendor, y lo brilloso se torna brillante. Las decisiones convulsivas, sin las limitaciones convencionales del temple democrático, aumentan el derrumbe del nivel simbólico al ámbito imaginario; la sintaxis que encadena reflexivamente el sentido desciende a las partículas de memes, interjecciones y fonemas. Ese tartamudeo mental favorece las redes sociales que empoderan sus emporios por la venta de un opio de bajo costo. La degradación mental daña gobernantes y gobernados, dado que el contagio delirante atraviesa todos los estamentos y promueve una mentalidad presimbólica, una regresión racional de la civilización. Ciertos síntomas deberían alarmar sobre esta disminución intelectual con gran poder tecnológico. Los patios de la locura son ahora el Medio Oriente, pero el brote maligno afecta el planeta entero. El antisemitismo en occidente, la hondura contagiosa que adquirió, no es ajena a esta disgregación de la racionalidad. Tampoco las conductas autodestructivas nacionales, estadistas que “suicidan” a su país para no morir solos. Al pulverizarse la cadena del tráfico reflexivo, tanto en sus narraciones como en su lógica, en su contexto y en su texto, emerge naturalmente el subsuelo mítico de las sociedades. Muere el concepto y despierta el onirismo, el trauma subyacente, el odio ignoto que pierde la dirección, la temida pesadilla. La cultura occidental tiene en el antisemitismo uno de sus núcleos míticos más sombríos, como también el rechazo de la diversidad y de su propia ilustración. Para India o Pakistán, son los odios ancestrales que incendiaban los enfrentamientos de los creyentes, sin que la colonización británica, el fervor de Gandhi, el antiimperialismo, el socialismo o la modernidad, los hubiera desdibujado. En China, el Imperio del Centro es el fantasma que esboza su sofisticada diplomacia financiera junto al “camino de la seda; ambos organizan su identidad con una tenacidad mítica que ninguna geografía pudo borronear. En América Latina no era necesario despertar los mitos, ahí durmieron la siesta todos sus caudillos. Lo cierto es que esta caída del horizonte reflexivo en una fragmentación imaginaria promueve aún más el tsunami destructivo de las redes sociales. Su secuela degrada el público,  administradores y gobernantes; solamente las instituciones logran mantener una racionalidad acumulada, pero indefensa sin el fervor democrático que las apoye. La capacidad de alertar el “enloquecimiento” se pierde en el carnaval de flashes, mentiras, fragmentos emocionales, porque todo esta tomado por el registro delirante. Sucede la preocupación acerca del triunfo hipotético de la IA sobre la especie humana, pero se omite la caída de la misma especie en una etapa presimbólica, sin diálogos y reflexiones, con balbuceantes mitos que anestesian progresivamente la conciencia y disuelven todo compromiso cívico. Esta derrota humana es la relevante, pero un crepúsculo oculta el otro, y la inmortalidad robótica se torna plausible, y nos hace pensar que aquella legendaria observación de Franz Kafka “ Hay esperanza, sí, pero no para nosotros” era solo una profecía.

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