Debemos al
sarcástico humor de Alfred Hitchcock la teoría del Mac Guffin. Se trata de una
causa mínima inflada para narrar, un pretexto, un provisorio resorte para
disparar una trama que luego se despliega con fuerza en su propio horizonte
imaginario. Ese dispositivo fue a veces para el maestro del suspenso un mensaje
pegado en la ventanilla de un vagón de tren, unas campanadas del Big Ben, la escondida
mancha de sangre en el vestido de una muñeca, el intento de un asesinato
pasional en presencia de un detective cuyo vértigo le impediría observar la
caída de la víctima. La respiración incesante del miedo, una trama lúdica
poderosa, floreciente de señales y sugerencias, hacía olvidar el carácter
insustancial del motivo. La teoría de Alfred Hitchcock ha sido aplicada
profusamente en la permisividad imaginaria del cine, también por otros cineastas,
del modo más flagrante. En la clásica y reverenciada “Casablanca”, la ajustada
trama se dispara por la búsqueda desesperada de pasaportes para que los
resistentes exilados huyan de los nazis, pero después de intrigas, trampas, nostalgias
y decepciones, la pareja fugitiva sube al avión sin que nadie le pida un solo
documento ( el disparador único del guionista había sido olvidado en el fervor
de las tribulaciones). En otro clásico, aun más sacralizado, “ Citizen Kane “ ,
el argumento se despliega en la pesquisa frenética del significado de la palabra postrera del famoso y moribundo Kane,
antes que se cayese un vaso y entrase la enfermera al dormitorio. Había
expirado musitando “Rosebud”, nombre del pequeño trineo de infancia del
protagonista. Pero ese nombre no lo escuchó nadie (excepto el público de la
sala de cine). La enfermera entró después que lo pronunciase, de manera que la
pesquisa periodística no tenía ningún sustento. Esa falta de lógica no impidió
el encadenamiento extraordinario de una vida narrada, el pujo de una sociedad pletórica
y su controversial sentido.
En estos tiempos, tomados por la visualidad
mareante y el descenso de racionalidad, que antes solo sucedía en la feliz
oscuridad del cine, el fenómeno disparador se ha expandido. El Mac Guffin
circula por las políticas publicas como un duende desatado. Una poderosa
protesta contra la corrupción de las elites de Washington explotó hace unos
años por un Mac Guffin extraordinario,
una intriga que condensaba una conspiración de pedófilos demócratas y
drogadictos en una pizzería de Nueva York. Eso era solo política doméstica, torpeza
habitual en cultura de masas, pero recientemente varios buques de la armada
norteamericana hicieron un bloqueo real de aguas caribeñas de Venezuela. Como
si ensoñasen Midway hundieron con un
avanzado dron un presunto barco de pescadores, habitantes de esa costa
miserable. Los impulsaba la aguda
detección de inteligencia de una lanchita que encubriría un cargamento misterioso
de narcotraficantes. El escenario lo hubiera descalificado Woody Allen para su
película ‘’bananas’’ de los sesenta, pero le pareció muy sólido a la ambigüedad
incesante de Donald Trump, que volvió a hundir otro barquito, también sin aviso
ni revisión previa. No olvidemos que en su memoria marítima creadora ya contaba
haber rebautizado el golfo de México, un esbozo rapido para conquistar
Groenlandia e imaginado Gaza como una posible Riviera del Mediterráneo oriental,
un Montecarlo con un Príncipe Rainiero beduino.
Los judíos hemos padecido y disfrutado esta
imaginación a borbotones. Sabetai Zevi conmovió la penosa diáspora del siglo
XVII , desde Turquía hasta Holanda, desde Venecia hasta Salónica, con un inspirado
y poderoso movimiento de retorno y reivindicación para su doliente pueblo.
Cuando fue conminado severamente desde la Gran Puerta se convirtió al islam,
pero todos sus seguidores supieron que el Mac Guffin consistía en el
marranismo, un truco que los gentiles no advirtieron.Para los avisados sabetaistas
los judíos estábamos ganando de lejos con nuestro singular mesías que se pretendía
derrotado. Un ministro israelí actual
que ha profesionalizado el oficio, derivó estas dotes imaginarias hacia alturas
difíciles de alcanzar. Después de un fracaso gigantesco en Octubre de 1923,
sorteó hábilmente la insoslayable renuncia, y decidió que podía ser al mismo
tiempo Chamberlain y Churchill, como si los estadistas fueran heterónimos
cambiantes de su genio perpetuo. Durante un tiempo considerable llevó a cabo
una guerra que el mismo entiende a cabalidad, y solo en las profundidades
cambiantes de su mente, pero la despliega sobre todas las aristas sensibles que
envuelven la realidad israelí. Hay una
mayoría que no lo entiende, tampoco está de acuerdo y desespera. Sabe que la
inspiración declamatoria, tan fértil para la dicha cinematográfica, tiene a
veces resultados devastadores en la historia humana. Basta recordar que el
hábil e imparable ejército de Gengis Kan desmoronó toda la sociedad asiática
para castigar un indecoroso gesto contra sus diplomáticos en Persépolis. La
furia desatada configuró entonces el Imperio más grande por ese error
protocolar, pero también el más breve: se desintegró con la sucesión. Una de
las primeras versiones escritas de la Ilíada sostiene que el rapto de Helena
fue de un caprichoso fantasma que una versión oral había omitido, que la Helena
real se quedó en Grecia, y los diez años sangrientos de Aquiles y Héctor y la
aniquilación final de Troya fueron impulsados por una fantasía sin soporte. Un
Mac Guffin costoso, aunque permitió a los muchos aedas que fueron Homero tejer
la inolvidable Odisea que nos compensará esa saga espectral. La realidad histórica
es más dura, el incidente pintoresco de Sarajevo, esa ronda de ofensas y
honores reales que inicio la primera guerra mundial, fue un Mac Guffin que
cualquier cineasta hubiera desdeñado para desenvolver una masacre tan
descomunal.
Un Mac Guffin reciente para Israel, y su
difusa guerra contra algo cada vez más sublime y metafísico, ocurrió en un discurso que explicaba que estamos
asediados, aislados, y nos obligaron a ser Esparta, y todos asumiremos ese
esplendido destino ( Aunque en buena onda el culto George Steiner había
comparado décadas atrás a Israel con Esparta,
cabía recordarle que, de todas las ciudades de la Hélade, Esparta es la
que menos aportó a la cultura griega. íncluso la leyenda de los trescientos de
las Termopilas les debe más a los declamadores y poetas atenienses que a los
espartanos; de Esparta quedo solo el recuerdo de esclavistas sanguinarios que
murieron absolutamente, porque todo lo que sabían era pelear y ninguno
trabajaba. Esparta, descubrieron pronto los asesores de este guion, no era un
buen Mac Guffin, su ideal de aislamiento no era compatible con el libre
comercio y las enseñanzas sagradas de Adam Smith, y hasta la Bolsa lo aseveraba
con sus aterrados valores. Curiosamente, en “La riqueza de las naciones” , el
ejemplo usado por su autor, fue Curazao,
una pequeña islita administrada por judíos holandeses que concitaba la
admiración del progresismo del siglo XVIII por la cabalidad de su libre
comercio. Si Adam Smith hubiera vivido en el siglo XXI hubiera olvidado Curazao
y elegido quizas Israel, por lo menos hasta el año 2022, cuando emergió el
notable y fatal Mac Guffin de la revelación profunda. Pensaban en este
dispositivo que Montesquieu no debía
considerarse tan importante, que la división de poderes no era tan funcional, y
que en esta democracia no gobierna realmente la mayoría real, sino un
cuerpo profesional letrado en leyes, privilegiado solo por su cultura y
conocimiento para decidir sobre las leyes. Creen que sus títulos elitescos les
otorgan más atribuciones que un sencillo
carnicero o un buen policía. Las leyes de la mayoría deberían elegirlas las
mayorías, declara la revelación de alma popular, tal como la cura de los
tuberculosos y los contagiados de viruela debería ser dirigida por tuberculosos
y brotados de viruelas. Ese disparador parecía la gran bandera de los mediocres
ocasionales, gente que nunca elegiría operarse con un cirujano elegido por
mayoría del voto barrial, sino por uno acreditado por médicos universitarios, pero
su vocación popular consideraba de otro modo a la arrogante y estudiosa
jurisprudencia. Otro Mac Guffin, anterior y urgente, resultaba muy vertiginoso,
era un llamado a unirse todos contra el enemigo, sin demoras para averiguar que pasa, solo con el mandato
de verdaderos patriotas, sin escamotear los hijos. Todos unidos, incluso
aquellos antipatriotas que detestan a Trump y sus salidas antisemitas, o a
Charlie Kirk, un declarado antisemita que creía que los judíos son los genuinos
enemigos de los blancos. También Trump había vaticinado que si perdía las
elecciones sería solo por culpa de los judíos. Lo decían, hay que reconocerlo,
con la misma petulancia repugnante de Hitler, pero amaban en verdad a Israel,
casi tanto como los evangelistas (para esa nueva trama de lealtades ya se había
fundado un Mac Guffin, Hitler , sugería, no fue el verdadero malo, descubrieron
que se había exagerado, el malo de verdad era el Muftí de Jerusalén, algo sabido
por los auténticos conocedores y amantes de Occidente). Al respecto, no pocos piensan, ilusionados
amistosamente con Hungría o Polonia o con la misma Le Pen, que debería
disminuir el prejuicio al prejuicio. Deberia revisarse eso de que no se puede
ser un poco antisemita, del mismo modo riguroso como una mujer no puede estar
un poco embarazada. Podría tolerarse en verdad un poco de antisemitismo. Podría
pensarse que un país judío, una verdadera luz de las naciones, debería ser
tolerante con ese sentimiento tan popular, al menos en algunos casos. Tal vez
con inspiración judeocristiana el amor del antisemita simpático podría ser un
próximo Mac Guffin de las redes locales.
Lo
raro del autor del Mac Guffin de Esparta, su ideal de autarquía, la inevitable
autocracia y el aislamiento, es que personalmente nunca quiere estar solo, siempre
está en coalición, fabricando guiones. Por alguna puntita todas las causas las
comparte, quiere que lo acompañen siempre, y puede entregar todo para estar festejando
en una coalición. Aunque ahora, como en aquellos versos de Borges, quizás
siente que ‘’No nos une el amor sino el espanto’’. Es por eso una extraña
vocación de soledad y companía, que podría ser también otro Mac Guffin, el
hombre que trataba de saltar sobre su sombra.
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