Expansión
ideológica de la mitología
Después que la escritura estableció su mítico y casi omnímodo poder legislativo, abarcando contratos, códigos morales, edictos, artes y convenios, podríamos suponer que mermó la proliferación oral de los mitos. Paradójicamente, esa canonización fue a su vez rebasada sin cesar por la literatura. La ficción procuraba aviesamente revivir la libertad mítica abandonada en la oralidad. Arrastraba sus espectros hasta civilizarlos en nuevas instituciones. Tal vez el gato de Schrodinger que vive y muere en la física cuántica sea descendiente directo del gato emparedado de Edgard Allan Poe que vive y muere en el cuento, que a su vez proviene de las inmortales deidades felinas del Oriente. La escritura, cuya virtud ordenadora reconoció tempranamente la clínica de los trastornos mentales, lograba arrear desde la antigüedad las imaginaciones perdidas. Su don simbolizarte y aplacador del ímpetu pulsional, su notable capacidad de fundar jerarquías complejas, oposiciones y extensiones de mayor representación, quizás haya implicado una revolución cuyos efectos desconocemos. La capacidad de esa virtud para modificar el espacio y el tiempo transformó también el cosmos. La Biblia, Homero, Gilgamesh son testimonios todavía inconmensurables del mundo fundado por la letra sobre sobre el aluvión de hechos ignotos.
Aunque la palabra ‘’mamita’’ sea más larga que ‘’mamá, y sugiere para alguien que solo lee el espacio del dibujo una mamá más grande, resulta una palabra más chica para el alfabetizado; ‘’ Morir en Paris con aguacero, en un jueves del cual guardo ya el recuerdo’’ no podría expresarse en gestos ,imágenes y sonidos, solamente reside en las inflexiones espléndidas que ofrece esa escritura melancólica de Cesar Vallejos ; tampoco el suspenso del presente por el que la enunciación ‘’casi desesperado’’ puede significar mayor desesperación subjetiva que ‘’muy desesperado’’ puede registrarse fuera de una narración dramática escrita. La escritura funda otro espacio, curva el tiempo, corre los ángulos del punto de vista, distancia las cosas y el sujeto, amplía la perspectiva y permite una nueva construcción de la subjetividad. Esa intimidad multiplicada pudo gestar la vasta temporalidad publica que todavía compartimos. Las ideologías religiosas o políticas, las identidades nacionales o culturales, precisan la imaginación de un nosotros ampliado que solamente pudo cristalizar la escritura.
Somos mucho más escritos de lo que creemos y apenas podemos alcanzar a leernos. Incluso el género creado por Sigmund Freud, la novela imaginaria del neurótico, es una escritura virtual; la reescribimos al releerla, y resulta una construcción fundamental para soldar fantasmas inconscientes con ideologías históricas. Antes de su laberíntica interioridad moderna, casi igual de vacilante como en su arcaica etapa oral, conoció el exterior de las prensas y tuvo decisivos antecedentes literarios, como Cervantes, Stendhal o Flaubert. Todos se inscribían sobre aquellas escrituras iniciales que habían aplacado la vasta mitología de la oralidad humana. Como en la anárquica actualidad, aquella reinaba solo en tiempo presente. Los linajes bíblicos, la espera en Ítaca, las dinastías en el Gilgamesh fueron los inventores del tiempo para esa vaguedad histórica que después se llamó Occidente.
En algún sentido, para la modernidad, la subjetividad psicoanalítica exploraba el mismo interior que inventaba, pero casi en paralelo con el que excavaba Shliemann para su Troya o Carter para su Tutankamón. Se gestaba un soporte subjetivo mayor para esa exterioridad histórica que estaba instalándose como principio realista. Ninguna de estas arqueologías agregó o quitó a la historia, que finalmente era un sostén imaginario del presente, no un real verificable. Maneras de eslabonar la cultura que facilitó a Occidente tanta memoria como olvido para el Oriente, dones que alternaban sus diversas eficacias. Para el imaginario social de la historia, no son ‘’ Salambó’’ o ‘’Guerra y Paz’’, documentos menores cuando rememoramos Cartago o la Invasión napoleónica a Rusia. La memoria social tiene caminos desconocidos y relecturas también desconocidas ¿alguien puede desprender la nieve diferenciada y los desastres bélicos invernales de Hitler o Napoleón para la golpeada memoria popular de los rusos? ¿Cuántos incidentes bélicos del Medio Oriente no son hoy pensados e incluso sentidos sobre la inagotable trascendencia Bíblica o Coránica? Casi no hubo presente tan demandado como el pasado en la moderna memoria occidental.
El trasvasamiento entre mitología, escritura y literatura es quizás tan poderoso que no se nota porque arrastra al mismo lector. La folletinesca ‘’Mi lucha’, esa biografía de Hitler que multiplicó el vigor de las proclamas ideológicas y morales del socialismo con el esplendor romántico que ya acumulaba el orbe libresco, selló el rumbo patológico desatado por la crisis de Weimar. Sin ese relato sentimental no hubiera prendido una identificación popular maligna de esa envergadura. El líder moldeado fue aquí anterior a su régimen y teoría, a diferencia de los lideres marxistas que emergieron a posteriori. Para las economías comparativas las medidas de Hitler no diferían tanto de las de Roosevelt, Mussolini o las recomendaciones de Keynes, pero fueron blindadas por una poderosa identidad paranoica que les atrapó el destino. La fotografía y el cine le dio a la masa su primer espejo para verse en una epifanía protagónica, pero ese folletín le entregó la profundidad del lazo íntimo con la queja y la acusación por la ofensa imaginaria. La mitología nazi había logrado digerir sus propios nibelungos y sumó los griegos prestados por el empuje romántico y operístico pintarrajeado en un escenario campesino. El campesinado, victimizado por las máquinas, fue embadurnado de ideales. Esa persuasión hipnótica ya fue temprana, debería considerarse el feroz anhelo de Jacob Burckhardt por reinventar la pureza de una presunta antigüedad clásica, la avasallante apuesta musical de Wagner por tronantes orígenes arcaicos, los viajes intelectuales de Goethe a Italia buscando modestia aldeana y pies descalzos. Vale cotejar el romanticismo destructivo que citaba la juventud y la muerte, y el pesado pacto fáustico, con la ligera fe de Frankenstein en la ciencia natural y el magnetismo, o comparar la nostálgica y resignada pintura paisajística inglesa con la exaltada alegoría alemana por imperiosas nubes y montañas, para sentir los dioses vengativos que apelaba la vida rural germana contra la imparable revolución industrial. La cruel transición del artesanado campesino a la industria en escala fue vertiginosa en Alemania, y no tuvieron el largo y elaborado duelo que la pintura y la literatura ejercieron en la perplejidad rural inglesa. La ofensa alemana era existencial, metafísica y diabólica, no dependía de reformas ni era negociable; el consolador amor nazi a la naturaleza, al cuerpo y a las madres apenas enjugaban aquel odio: esforzadamente se reescribió una mitología que fundía las ofensas acumuladas en un horizonte de justicia total, un mesianismo vivo. La inclemencia del antisemitismo nazi le debe a la plenitud de esta configuración más que a sus anticipaciones fanáticas luteranas o a la corriente barbarie medieval. Ni siquiera la sangre vertida en guerra pudo borrar lo que había sido inscripto en esa generación, una disposición raigal, dispuesta a reflotarse en cualquier esbozo populista.
El antisemitismo tiene con la emergencia del caudillo alemán un nexo intimo muy denso, sugiere un trasvasamiento mítico que vale la pena explorar. En nuestra época el antisemitismo retorna, pero globalmente, como una epidemia imparable de gestos similares, y las figuras mitológicas vuelven a encarnar su potencial maniqueo. Lo nuevo es su dimensión globalizante y la incorporación del sionismo. A diferencia del entrecomillado del siglo XX, ahora el antisemitismo se envuelve en el antisionismo, incluso lo constituye en el nuevo antisemitismo para soslayar el espejo vergonzante del anterior; es el mismo impulso y hasta más transparente. Es una platea para analizar estos corrimientos geológicos de la mitología, que parecen ocurrir sin sujeto visible y con notoria ceguera de los implicados. Antes los judíos debían irse a Palestina, ahora es ahí donde no pueden quedarse, solo un detalle para el arcaico guion expulsivo.
Mientras los israelíes desconocían el subsuelo mitológico sustantivo de la historia en la que caminaban, y algunos animosos incluso habían avizorado un revivido escenario bíblico, un joven musulmán fue elegido como alcalde demócrata de Nueva York sin mella por sus proclamas radicales antiisraelíes. Sus declamaciones desconocen a Maduro, del que derivan las mayores y trágicas migraciones latinas a Nueva York, pero se preocupaba universitariamente por los famosos palestinos y los flamantes errores de Israel. Con hábil oportunismo hizo un uso diestro de la persistente ignorancia israelí sobre el antisemitismo, del quizás comprensible olvido israelí de la sensibilidad del judío diasporico (la mitad del pueblo judío), o de su simple y ciega creencia que este prejuicio es una simple manipulación política oriental y no uno de los más hondos mitos occidentales. El tema, aunque tenga expresión anecdótica, alude a una trasformación de la mitología ideológica muy compleja y difícil de descifrar. ¿Tiene acaso la globalización un efecto removedor de los equilibrios mitológicos similar a la revolución industrial al comenzar el siglo XX? ¿Como se fusiona Israel, los judíos y el mal mundial en esta nueva ofensa? ¿El deslumbrante éxito tecnológico y globalizante israelí provoca el mismo resentimiento que tuvo el éxito judío para incorporarse en la apertura liberal europea en el siglo XIX y XX? ¿Como se entronca una identidad y un prejuicio milenario en este nuevo escenario disponible para todos los rumbos de la imaginación tecnológica?
Tecnología y
pasiones
La unificación caudillo pueblo mediante la identificación primaria que señalamos moviliza sin demora las presencias míticas mas arcaicas, ya que el populismo, de eso se trata, es la cíclica redimensión mítica de toda realidad social. Incluso en tiempos de globalización oscila el péndulo mítico, la localización se enardece y esa expresión incluyente masiva requiere la consecuente exclusión. El pueblo recién gestado en cualquier epifanía popular (poco importa la antigüedad histórica de la nación) requiere un antipueblo, y uno de sus candidatos es el judío, un pueblo y religión sin cristalizar. Precisamente, por su tenaz mantenimiento en la incertidumbre primaria que los griegos excluyen, resulta el fantasma propicio de toda idolatría cerrada; incluso con otras mascaras mantiene un caudillo metafísico, en un espacio incierto, sostenido por un vínculo intenso y abstracto. En los códigos de las redes digitales perdura esa ambigüedad incriminatoria a la que se adhiere el prejuicio. Contra esa indefinición de hierro enfila el afán narcisista de certeza, la necesidad de sutura idolátrica de todo fanatismo. Esto no implica que históricamente el pueblo judío no padezca la constante tentación de certidumbre y el espejismo de seguridad fanática en todas sus formas, incluso como heroica o perversa tentación autodestructiva, pero esa realidad no hace mella en el perfil mítico del judío para los otros, incluso para el espejeante Otro digital.
La comunicación digital se ajusta cabalmente al orbe mítico por su carácter simplificador, incesante, donde el pasado y el futuro no cuentan, solo el impulsivo presente; son arrebatos pasionales adictivos, ninguna reflexión atraviesa intacta el flash emotivo de la pantalla. La travesía lógica exige tiempo anudado, conclusión, que la tormenta digital disuelve en suspenso crónico. Los algoritmos son detectores de una fauna mítica que nos habita sin conocimiento nuestro, como las bacterias, y también las alimenta. El código del software, como se ha comprobado, incorpora los prejuicios elementales de nuestra cultura y tiene un poder performativo mas poderoso que el lenguaje convencional. Los conceptos son iguales, pero la mediación importa mucho, el pasaje de una comunicación de masas analógica a una digital también ha trastornado sus primeros contenidos. Las recientes elecciones, tanto de la derecha como de izquierda, del presidente republicano como del alcalde neoyorquino demócrata ilustran el poder codificador de las redes digitales, su capacidad de transformar creencias en tiempos muy breves e intensos. La relación íntima digital, la demora y el apego visual, ha pasado a ser más importante que la personal en la configuración de la subjetividad. Las relaciones sociales reales son la corteza más superficial de la identidad configurada por pantalla. La acción política deriva de modo más predecible de la inscripción selectiva en las redes que de la experiencia dramática en las calles, y el antisemitismo que suscita es más flexible pero más vasto.
Caudillos
históricos y significantes de la pirámide
Quizás venga al caso recordar que el politeísmo griego esta relacionado con la multifuncionalidad de las ciudades mientras el monoteísmo judío deriva del caudillismo tribal del desierto. El debate en la dimensión caudillista es inicial, parece un ejercicio cíclico, una remodelación de formas primarias de la configuración grupal. Esa condición arrastra los poderosos dilemas de filiación y género. El proceso identificatorio de la familia primaria accede con mucha fluidez hacia la familia ampliada, y abuelos y tíos se constituyen en figuras facsimilares del padre biológico del primer vínculo. Esa migración de signos no ocurre de igual manera en los posteriores escalones del crecimiento social. Sin el apoyo sensorial, los padres putativos cambian la naturaleza de los vínculos, pero no su trasmisión inicial. Los padres políticos conocieron el carácter de ciertos gestos, frases o modales que afectan la paternidad simbólica del líder o la intensifican. En sociedades donde la vinculación familiar está muy lesionada, el nivel de la segunda paternidad simbólica se torna más intenso. Es fácil advertir en los antecedentes de los populismos peronistas y chavistas, los más notorios de América Latina, la incipiente formulación de significaciones previas del lugar político paternal.Esas anticipaciones larvales son distintas
En Venezuela, la guerra federal posterior a la guerra de independencia. que había sido la más sangrienta y disruptiva del continente, terminó de desarticular la organización familiar con efectos traumáticos que se trasladaron al siglo siguiente. La creciente entronización de Simón Bolívar como padre absoluto de la patria, reverenciado con rituales litúrgicos como procesiones o invocaciones mesiánicas, fue uno de los síntomas mayores de esa anomia dramática. No el único, también la emergencia de caudillos rurales paternales grupales, la organización matrilineal de la familia, ya que solo las madres perduraban funcionalmente en esa estructura, colaboraba con la tendencia notoria de las autoridades públicas por imponer artificiosas reglas de cortesía y respeto familiar compensatorio, con manuales de estimulación de normas morales, estéticas y ejemplos civilizatorios. Para la oficialidad educadora, la música y la pintura florecieron animosamente en ese culto, pero no las letras porque la opinión era muy censurada; posteriormente la televisión y los carteles, la pintura política ingenua y las redes digitales retomaron esa predilección visual. Chávez mismo emergió de una imagen televisiva fugaz, lo bastante breve para que su carisma no se evapore en sus desvaríos. Hasta la séptima década del siglo XX de Venezuela se procuraba en la política de los ministerios dedicados a la familia de establecer normatividad, disminuir el concubinato y aumentar el matrimonio civil para consolidar el modelo convencional europeo. En los barrios suburbanos y en arias sociales marginales se registraban, como en Buenos Aires, Río de Janeiro y otras urbes latinoamericanas, vínculos incestuosos, pero con la particularidad en estos casos de incorporar madre con hijo. La función de este trato era guardar una figura masculina en la familia ya que los padres solían ser rotativos y abandonantes. Era un índice genérico de una orfandad mayor en toda la sociedad. Sobre este fondo se elevaba políticamente el papel del caudillo, no en un significante vacío, sino como pleno ámbito significante de una demanda silenciada y traumática. Chaves juntaba en sus discursos la venida de Cristo, de Bolívar y del Padre de los pueblos de casi todos los folletines de izquierda. También potenció un feroz resentimiento al abandono (que el mismo había padecido con su abuela desalmada), de manera que había incluso más satisfacción en el vengativo despojo a los otros que en la satisfacción propia.
Perón fue precedido por una cultura de filiaciones no menos intensa, aunque más compleja. La radio, el cine, el vodevil, el tango, le prepararon el nido. La melancolía institucionalizada por la migración masiva a la argentina y el desarraigo de la población criolla fueron fundidas en un mismo reclamo que la cultura popular hizo suyo. Basta recorrer el melodramático cine argentino de los cuarenta, el teatro radial, el folletín y las novelas populares, para advertir como se esbozaba el mesianismo, el caudillo que ya Hipólito Yrigoyen adelantaba y el nacionalismo católico y los simpatizantes de Mussolini alentaban para forjar la identidad argentina. Entre el prestigio de ‘’La Hora de la Espada’’ de Lugones y los populares tangos de Manzi y Discépolo, se gestó el significante ‘’vacío’’ que lideraba la incertidumbre nacional, sin olvidar la tumultuosa declamación de las radionovelas, el cine y la literatura de masas. Esta comunicación gestó simultáneamente la carencia, el culpable y el liderazgo, rasgos amplificados para una sociedad que apenas lograba perfilarse para si misma.
El carisma político en grandes sociedades, había indicado Max Weber, parece crecer paralelamente a una proletarización mental, fenómeno que Freud más tarde consideró como la identificación masiva que gesta un Superyó público. Con este encuadre no debería descartarse para Europa el denso pasado rural y artesanal en la industrialización alemana como uno de los escenarios fantasmáticos del caudillo que emergió luego en sus fracasadas sociedades urbanas. También en el sur de América el desamparo rural parece latir en las formaciones de caudillos. La mitología no requiere desiertos reales y los medios de comunicación de masas, la radio o el cine, trasladaron analógicamente el drama de la orfandad rural. No obstante, el pasaje de una comunicación de masas analógica a una digital también ha trastornado luego estos contenidos sin abolirlos. Las recientes elecciones, tanto de la derecha como de izquierda, del presidente republicano como del alcalde neoyorquino demócrata ilustra el poder codificador de las redes digitales, su capacidad imparable de transformar las creencias, en un tiempo en licuefacción de reclamos dramáticos cotidianos, quejas que todos oyen y nadie escucha. Por razones quizás antropológicas estas efervescencias tienen origen rural. Ese ‘’ pasado que ni siquiera es pasado’’, según observó William Faulkner sobre el sur norteamericano, y ese medio oeste resentido contra la cultura metropolitana de las costas, fueron una fuente caudillista de larga data en la política estadounidense.
El caudillismo moderno, que a veces se mezcla sin diferenciar con una clásica arrogancia fascista, parece un fenómeno inherente al populismo. Sin entrar en detalles históricos, el caudillismo moderno hereda el gestado en América Latina por lideres populistas antecedidos por caudillos rurales del siglo XIX, que a su vez lo habían heredado como masas rurales huérfanas de los inasibles virreinatos abolidos por la independencia. Era el fantasma virreinal de un poder personalizado del Rey y de Dios que todavía flotaba en la imaginación pública. También como formulación de una condición tribal casi intacta de la vida rural. Antagonizaba en su modestia colonial con la cultura liberal que expandía el libre cambio, pero sus pulsiones básicas no eran muy diferentes a las de los aldeanos que confrontaban el cambio en la modernidad alemana o la industrialización italiana o la inclemente globalización norteamericana. Para la revolución industrial inglesa, las persuasivas políticas para controlar los señores rentistas de la economía agrícola nunca lograron ajardinar pacíficamente las cumbres borrascosas de la vida rural hasta finales del siglo XIX. El llamado tribal nunca se agotó, pero fue transformado por un caudillismo nacional culto capaz de arrear sus fantasmas en otra dirección.
El antisemitismo parece un coeficiente tramado en la ecuación populista, comensal emergido en esos debates sobreseídos y revividos muchas veces con falsa bandera. Actualmente, la globalización que podría ser el final histórico del antisemitismo para los ideales universales, lo muestra desafiante con toda su mala salud de hierro. Es mucho más evidente su función cuando el antipueblo no existe de manera contundente como antes, es preciso dar nuevas puntadas al bordado del bastidor mitológico. Para la actual globalización debe reconstruirlo la fatigada imaginación antiimperialista. Paradojas que obligan a un antisemitismo que simultáneamente podría defender a los judíos en ciertos casos, para mantenerlos en la idealización, como el abstracto antipueblo necesario.
Una relectura mitológica en América Latina
En América latina, la escritura fusionó las mitologías dispersas en la tumultuosa oralidad indígena, como una primera fundación imaginaria de su historia. Ya el Inca Garcilaso había procurado fundir el legado hispano y europeo con las virtudes indígenas, las inquietantes especulaciones de León Hebreo y Giovanni Pico della Mirandola con la melancolía incaica. Los primeros esbozos teóricos independentistas de Manuel Belgrano o Francisco de Miranda guardaban esas mismas tendencias narrativas, el esbozo de una presencia negada en la colonia que pesaba en toda afirmación libertaria. El proyecto constitucional pergeñado por Miranda en 1806 es un reconocimiento de ese fondo de conflictos étnicos, religiosos y de pureza de sangre. La lista de minuciosas exclusiones atravesaba la colonia hispana sin haber sufrido polémica en ningún parlamento: sanciones inquisitoriales, punición del contrabando, jerarquías sociales. Las escrituras independentistas sancionaban la realidad de muchísimos reclamos ensordecidos. Todavía hoy España considera ‘’leyenda negra’’ la oscura y omitida exclusión que sometía a una sociedad completa. Las escrituras formales, declaraciones o edictos como los de ‘’ Guerra a muerte’’, la estudiada ‘’liberación de vientres’’, liberación de precios y creencias, permitían emerger y debatir por primera vez la misma situación que soltaban los grilletes. La solución libertaria permitía estructurar el problema.
Es otro ejemplo, no menos ilustrativo de retroactividad, el operativo de pasar al mundo leído una lengua gaucha pampeana que no existía en la realidad social; la literatura gauchesca organizo en ella el gran mito de origen para el Rio de La Plata. Esas nuevas repúblicas, mediante la letra constitucional, la gramática ordenadora de Andrés Bello o la literatura positivista de Sarmiento, gestaron también el tiempo utópico, el mito del porvenir civilizatorio del Sur. Esa doble postura de la literatura, como limitadora creativa del mito oral y como protectora e impulsora de sus pulsiones vivas y soterradas, parece marcar su ambivalente función canónica en toda cultura. El ejercicio de la escritura es asimismo organizador del tiempo social. La afinidad del tiempo teológico de Milton y el tiempo universal de Newton, hereda simultáneamente la cadena del tiempo bíblico, así como los muchos ‘’ahoras’’ de la relatividad de Einstein heredan literariamente a Lewis Carroll; también las nuevas relaciones con el instante que había gestado el movimiento romántico, la fotografía y el impresionismo. Esa subjetividad no era previa a su lectura. Hay una complicidad entre la literatura y los mitos porque no se puede narrar la temporalidad sin referencias fabuladas y dictadas míticamente, y el tiempo resulta siempre una narración y una referencia. Es casi imposible tratar imaginariamente el nacimiento sin estrangular alguna cigüeña, ni ilusionar el porvenir sin esbozar un mesías o rememorar el pasado sin aludir a un paraíso perdido. Pero esa representación de lo indescifrable, que nos sitúa y nos ordena, ya que también somos el tiempo, tiene niveles de compromiso sobre el modo de habitar esa tierra de nadie que siempre reaparece.
El Canon y
el impulso imaginario
El poeta Mario Sa
Carneiro murió en 1916, su refinada obra fue valorada y retomada por Alberto
Caeiro, uno de los heterónimos más laboriosos de Fernando Pessoa, que, aparte
de él mismo y un fiel seudónimo, no había dejado de alentar otros ciento
cincuenta o ciento setenta heterónimos. Según los asombrados investigadores, en
el baúl de papeles que abrieron después de la muerte de Fernando Pessoa la
proliferación de heterónimos cubría desde fragmentos ocasionales hasta
biografías completas. Esa multiplicidad imaginaria, cuyo vigor arrastraba la
identidad diversa de los autores en la autoría original, es uno de los
testimonios mas claros de la arbitrariedad esencial de los nombres. En poesía,
había sostenido Octavio Paz, toda palabra es un nombre propio. La mayor
fidelidad a esa pasión de trujamán, que ya habían anticipado el misterioso
Lautréamont, Cavafis o Mary Shelley, quizás tuvo su cenit en el incierto
Pessoa, tal como podía haberlo descrito a su vez Alberto Caeiro o Bernardo
Soarez. Pero también esa revelación era igualmente nómada, y sin origen.
Heráclito, antes de no bañarse en el mismo rio, había advertido que el fuego,
el superior de los cuatro elementos, asimila a todos los objetos para
convertirlos en lo mismo, y que los nombres son variaciones de la apariencia.
No obstante, la radicalidad de esa trasmutación exterior también cambia, hay
diseños y espacios que ordenan lo mismo y lo distinto, pero en otra escala de
la variada representación. Por ejemplo, Jorge Luis Borges, tenía una tendencia
platónica, según había observado el filósofo Juan Nuño en su minucioso estudio,
pero los devotos lectores advertimos que sin embargo no adoraba las ideas,
nunca dejaba de raspar el suelo de sus símbolos, ya sea cuando buscaba el barro
americano en las representaciones europeas o cuando imaginaba un ‘’Funes el
Memorioso’’, un sujeto que por el magnetismo inexorable de la percepción
inmediata nunca accedía al concepto. Borges destilaba un platonismo renegado,
que incluía su propia controversia, como ocasionalmente hacía Platón. Irineo
Funes era en verdad un ‘’sensacionista’’, tal como Alberto Caeiro o Mario Sa
Carneiro. Eran modos distintos de entrar y salir de la caverna de Platón. Hay
dos relatos de gran paralelismo para estos autores que ahora indagamos, ‘’ el
hombre de los sueños’, de Sa Carneiro, y ‘’ Las ruinas circulares”, de J.L
Borges. En ambos casos se trata del sueño dirigido para construir la vida. En
el de Borges solamente el fuego podía revelar el carácter imaginario del hombre
soñado, un personaje que podía desempeñarse tan plenamente en condición onírica
que no sospechaba su humillante condición. Tampoco la sospechaba el soñador,
como si en esta versión del Golem, el rabino de Praga mirado por Dios fuera a
su vez un Golem, y también su creador. Era el mismo fuego conquistador de
Heráclito que consumía plenamente la diversidad constructiva de la imaginación.
Pero revelaba en el cuento de Borges la distancia infinitesimal entre la
realidad hipotética y la consistencia minuciosa del sueño humano. En cambio, el
hombre soñado por el personaje de Sa Carneiro, recordado luego por Alberto
Caeiro, que imaginó a su vez Fernando Pessoa, se desplazaba incesante a otro
sueño también en la ficcion, que lo deriva alborozado a otro sueño, que incluye
otro…. En estos desplazamientos se circunda una realidad que toma la forma de
una regla negada, un límite tácito que se desplaza hasta un núcleo ultimo
inalcanzable. En Borges el soñador era soñado, y sobreviene el vértigo de la
revelación intolerable, pero no de la fuga. Viene al caso considerar la
afinidad y diferencias de los escenarios reales del sueño, los límites y las
normas, como asimismo la realidad que acotan y legislan, y el carácter de ese
vértigo final de la imaginación.
La Lisboa de Pessoa había dejado de ser Europa hace mucho tiempo, tenía un fastuoso porvenir por detrás, y el férreo conservadurismo que lo rodeaba solo podía entusiasmarse con las utopías del pasado. No había porvenir en el futuro, y el mesianismo del Sebastianismo (quizás una herencia marrana que cuidaron los jesuitas conversos de la hecatombe portuguesa), seguía moldeando un futuro terrestre de orden celestial. El devastador terremoto de 1752, contra todo lo esperado, no fue una clara señal divina; no había dejado una iglesia en pie, pero no afectó el alto barrio de los burdeles y su declarada impiedad. Este sismo, fundamental en la historia europea, había sacado de cuajo el anhelo portugués de ilusionar hacia adelante. Lo condenó al pasado, no había que guardar la tradición, ya sucedía en todas partes.
En la decadencia casi abstracta del orbe portugués, Fernando Pessoa era un cabal empleado contable que escribía sus poemas de pie, y profesaba su profunda admiración por el patrón Vásquez. El ámbito real era la oficina y su patrón, y por la ventana podía inspirarse en la vida y el arte que pasaba caminando por la acera en la calle de los Doradores. Ese patrón ancestral, inagotable e impalpable, legislaba los límites, administraba el presente real. Lograba que el gigantesco ensueño de Camoens siguiese navegando sin llegar nunca. Lisboa deriva etimológicamente de Ulises, fue fundada míticamente por este griego tramposo que entretenía los dioses mientras Penélope destejía. Esa demora incesante la envuelve.
La Argentina de Borges fue una ficcion distinta, sin realidad hipotética perdida. Tomó la forma geográfica que dictaron el ferrocarril y el telégrafo, e inventó teleológicamente un país que desemboca en esa geografía. Es una historia de pasiones y enemigos de cartón pintado, con una lengua gauchesca gestada por unos pocos escritores liricos sobre personajes analfabetos. Esta ficcion precisó a su vez otra que la ordenase y la desmitificase, y que luego la mistificase distinto. Desembocaba siempre en Borges, y después otra vez en el Martin Fierro, Lugones, Sarmiento, sus renovados inventores nacionales. En este caso contaba una vasta y viva cultura europea inmigrante, ávida de memoria, y una realidad local sin historia ni nombre acendrado (la Pampa la descubrió Guillermo Hudson desde Inglaterra, cuando añoraba su lejana infancia extravagante), Lugones fue libre para exaltar el gaucho cuando estaba desaparecido o metamorfoseado en el proto cabecita negra que vendría después. A Borges solo le quedaba desmantelar símbolos para sembrarlos de nuevo, porque todos habían sido soñados. Su padre, profesor de psicología, sostenía que los hijos enseñan a los padres, como en la historia argentina, de manera que Borges debía buscar solitariamente sus límites y las normas para su inteligencia desaforada. En vez de fugarse hacia el sueño incansable había decidido simbolizarlos, darle otra vuelta de tuerca. El era por sí mismo un heterónimo, y advirtió rápido que el Yo era solo inflexión verbal. En esa identidad sin prestancia ni engaño, hasta podían confundirlo con sus ancestros, pese a la devoción restrictiva a sus mayores y el amor a su madre. El escenario se ofrecía vacío, hasta encontró a Macedonio, un filósofo presocrático en pleno ejercicio de incertidumbre porteña. Pero Borges debía fundar un origen, un país y, un autor. A la inversa de Kafka, que tenia un padre terrible, la muralla china de Borges procura tiempo y espacio. La de Kafka exige al mensajero atravesarlas sin cesar, con el mismo ánimo de su cuento acerca de ser una piel roja o la pujanza que gasta el circo de Oklahoma. También es cierto que el escenario público de Kafka guardaba amenazas terribles: el Imperio Austrohúngaro era solo legislación y estamentos jerárquicos, burocracia mecánica para una unificación tan falsa como las bambalinas argentinas, pero mucho más peligrosas. Correr como una piel roja o atravesar murallas no era una fuga indeterminada en un sueño indeterminado, sino desesperada huida desde ‘’El proceso’, un general y tragicómico destino austrohúngaro.
Borges precisaba los símbolos, aunque se burlaba de ellos, porque eran muy parecidos al concepto aliviador: legislaban, ordenaban, sumaban lo particular, diferenciaban tiempo y espacio, herencia e instante, padre e hijo, pasado y presente, y distinguían todo mucho antes de llegar al misterio (a la inminencia de una revelación que no se produce, como definió aliviadoramente el hecho estético). Pessoa precisaba a cambio las sensaciones del sueño, la vida dionisiaca onírica, porque el mundo apolíneo ya estaba todo perdido, tanto en el escenario como en sí mismo: un patrón, por más que mande, no es realmente un padre, y estaba obligado a ser un fingidor. Borges se las arreglo para amar y odiar a Lugones como a un genuino padre literario; su prólogo a ‘’El hacedor’’ lo testifica, y continúa además ese testimonio en el primer cuento de ese mismo libro. La trasmisión del poder, mediante el puñal del padre de Homero, que anticipa el rumor de hexámetros, unifica la historia de ambos ciegos. Es el mismo puñal que aquel viejo de ‘’ El Sur’’, ‘’pulido como una sentencia’’, le lanza a Juan Dhalman. El puñal que corta y une para la trasmisión de símbolos y generaciones (como en el ritual de la circuncisión).
No vamos a resumir la imprecisión previa para no impedir pensar e imaginar los cruces, y andariveles de estos buscadores insomnes de nombres. Aunque se advierte que la literatura, creadora de mitos igual que los traumas, potenciando dos escenas que se sellan y forjan la memoria, tiene distancias y riesgos distintos con la realidad que aluden. Borges interpretaba, disolvía y creaba mitos y su proyección nacional es difícil de calcular.
En su artículo sobre la metáfora, un agregado posterior a las ‘’ Kenningar ‘’, Borges observa que Aristóteles funda la analogía de la metáfora sobre las mismas cosas, no sobre las palabras. Este señalamiento es fundamental para considerar en esta aproximación al mito dos direcciones de la metáfora. Borges no desconoce el destino imaginario, el placer de una absolución de la palabra por la palabra misma, que según Borges concluye en ‘’objetos verbales puros, puros e independientes como un cristal o como un anillo de plata’’. En el otro rumbo contempla como Joyce persigue endemoniadamente horizontes de sentido y sufre o goza el fracaso (las esplendidas derrotas que Virginia Wolf había definido en su análisis de la obra del irlandés). Pero no trata aquí otras direcciones, excepto por la fugaz indicación sobre Aristóteles y el breve artículo que termina señalando que ‘’alguna vez sabremos la verdad y el error que estas conjeturas encierran’’. Nosotros indagamos las sensaciones casi infinitas del ensueño y el sueño de Pessoa, o la simbolización de los símbolos de Kafka o Borges, porque un objeto verbal puro, una palabra- cosa, como sucede en la poesía, es un límite al desplazamiento verbal, pero todavía no es una cosa. Quizás Aristóteles, que no era platónico, trataba de esbozar ‘’la cosa’’ del conocimiento. La ciencia que imaginaba o alardeaba lo real, usando algunas cosas como poleas, con metáforas que bajan la analogía hacia el presunto objeto imposible, pero sin abandonar nunca el incesante universo de nombres para tratar el infinito, que a la postre es solo un nombre.
Este ordenamiento del espacio y el tiempo es el universo mítico. está obligado a un reciclamiento incesante, a delirios ideológicos y a a turbaciones alucinatorias como el antisemitismo. La globalización es entre otras cosas una exigencia epistémica. En su procesamiento hay una ebullición mítica que no logra nunca equilibrarse. Es insondable el origen de esas corrientes que desestabilizan los imaginarios compartidos, un espacio cuya entropía profunda desconocemos. Podría conjeturarse que la inminencia de una inteligencia artificial, de una presencia que nace en este espacio y lo trasciende nos indica el final de la especie, al menos nuestra especie de gente, y nos deja este efecto inesperado y también incomprensible.
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