Las fases
imaginarias
El vacío apabullante, la presencia en
la ausencia, el rigor de un poder inminente que fusiona la voz y la verdad, anuncia
el absoluto monoteísmo judío, tal como lo caracterizaba Gershom Sholem al
investigar su entidad religiosa. ‘’Yo soy el que soy’’ es el punto cero del
enunciado y la enunciación, la autoridad que autoriza, sin transacciones ni
mediaciones, sin hijo de Dios, ni semidioses como Aquiles o Hércules. La
despojada creencia mantiene una distancia inconmensurable que no exige ser
escrita o indagada, y esa radicalidad envuelve indirectamente el misterio del
verbo y de las cosas. Deja en las palabras el ejercicio de cualquier
acercamiento a la Divinidad, pero en esa proximidad la palabra no es menos
inexpugnable que las cosas mismas. No desconoce las representaciones visuales,
pero no exceden la llama de la vela y no abandona la resonancia lingüística. La
presencia divina se irradia articulando esas dos dimensiones complementarias,
la luz y la palabra, derramadas, difundiéndose hacia afuera, como los primeros
cabalistas ilustraron en las partículas ígneas de las sefirot. Son esenciales metáforas
gnósticas que flamearon desde Platón hasta Bachelard. Hay aquí una gran
similitud con el platonismo y sus distintos niveles para las ideas. Los
primeros desplazamientos míticos suscitan esos esbozos sincréticos, de la misma
manera que en ‘’ El Timeo’’ Platón planteaba una divinidad única, ordenadora
del cosmos. Esa confluencia entre el politeísmo griego y el monoteísmo judío fue
cambiante, controversial y también irrefutable cuando se extiende en el mapa de
los siglos, pero deja diferencias en la experiencia de lo sagrado.
La mezcla de percepciones cruzó las dos
culturas después de Alejandro, aunque ya previamente los judíos eran
considerados por los griegos como un pueblo de ‘’filósofos’’. Fue con la
Septuaginta, esa traducción controversial que difundió la Biblia en Alejandría para ser leída en el
ámbito cristiano, que se fusionaron mayormente las intersecciones. Hubo muchos
pensadores del período helenístico y también romano que consideraron a Platón
como ‘’un Moisés que habla griego ‘’ y a Moisés un legislador histórico mayor, tal
como Licurgo o Pericles. La
confrontación creciente del primer y segundo testamento después de la caída del
segundo templo, mediada por el sinuoso poder imperial, los edictos de
Constantino, la represión de Alejandría y la dispersión de su poderosa
comunidad judía, determinaron las figuras míticas oficiales y el aluvional
reforzamiento de imágenes que lo siguió. No obstante el poderío y la centralización
social de las creencias culturales, parece que un fondo mítico siguiese girando
en profundidad y arrastrase sus términos básicos. Los arquetipos colectivos,
aunque gestados y mantenidos en procesos inconscientes individuales, que
alimentan con figuras genéricas los fantasmas neuróticos de las diferentes
patologías, tienen un ámbito de sentido propio. Las unidades y eslabones
mitológicos parecen tener un significado diferencial que liga de manera
indirecta unos con otros, como ocurre con el lenguaje, de manera que términos
opuestos sostienen su sentido, y no se puede borrar un infierno sin borrar un
paraíso y viceversa. Cuando este cosmos, de contundencia casi invisible,
desencadena sus términos mayores, se despliega un caos imaginario. Nada más
apropiado que la volubilidad entre los mitos para ilustrar como el aleteo de la
mariposa genera un tsunami en el pacífico.
Lengua, mito
y silencio
En la Biblia original judía, clausurada a
nuevos agregados después del enigmático período denominado ‘’ el silencio de
Dios’’ en el estudio de Fernando Klein de los siglos Inter testamentarios, se
acumuló una autoridad canónica interna. Marginadas las expresiones heréticas o
confirmatorias de otras fuentes, cuestionada la magia, sancionados los
múltiples escritos apócrifos, quedó esencialmente el lenguaje como único sostén;
tanto en los rituales que ordenan la liturgia como en las expresiones místicas
que derivan del mismo. La Tora es el nombre de la divinidad y también todos los
nombres de la misma. En el Tanaj, el Pentateuco, es decir la Tora, los profetas
y los comentarios, reside el lenguaje original de la creación; en colación el
mutismo, pensamiento y voluntad divina, adquieren su mismo misterio. La ‘’Sofia’’
es pensamiento y palabra constituida en sabiduría y ese aliento pasó algo de su
significado a la traducción griega, pero sin trasladar su sentido original. Es
un entendimiento esencial, posterior al mutismo que acompaña la infinitud inicial,
lo acepta, pero no articula su tendencia en contenido alguno de pensamiento,
palabra y cosa. La percepción de los cabalistas asignó a esta paradójica
condición el poder de la segunda Shejiná, sin diferencia de palabra y cosa,
según el estudio de G Sholem sobre el primer tratado cabalista de Isaac el
Ciego. Hay ya en esa condición algo del misterio fundamental del judaísmo. El
lenguaje tiene en su interior guardado un secreto, un sentido que invita
siempre a la literatura y a los cabalistas, y que excede la comunicación humana.
Esa frontera es tormentosa, de difícil trato, y es asimismo la que según Sholem
hacía de Walter Benjamín un místico en la modernidad, un maravilloso ‘’
flaneur’’ del lenguaje, buscador obsesivo de sus pliegues y señales ocultas. En
todos los sistemas religiosos y creencias míticas originales la escritura
ordenó y definió los mitos, pero asimismo en sus posibilidades literarias los
conmemoró y expandió. Aquella irónica observación borgiana ‘’La metafísica es
un género de la literatura fantástica’’ puede ser leída a la inversa ya que
buena parte de la literatura, incluso mucha de la no fantástica, podría
integrar la biblioteca apócrifa de los dogmas, cavilaciones y canones
religiosos.
Las relaciones
entre los mitos y las cosas inevitablemente invocan exhortaciones que se
acercan a sus orbitas y son obstinadamente repelidas. El lenguaje, las
palabras, el mágico alfabeto, y desde luego las letras cuando empieza la
escritura, y las hazañas literarias de la trascendencia, pueden mediar, pero no
pueden deshacer ni resolver ese compromiso que constituye cualquier esbozo diferencial
entre el humano y el mundo. En ese destiempo entre palabras y cosas y los
muchos tipos de silencio, parece haberse asentado aquel vacío inicial que
guarda la ‘’Sofía’’ en la segunda Shejiná. En esa detención el tiempo mesiánico
parece aludir a esa esperanza filtrada en lo imposible callado. Viene al caso citar la profunda observación
judía de un George Steiner crepuscular: ‘’ vivimos un largo sábado, un sábado
que no termina’’, referido a vivir un intervalo de silencio sin garantía. El
extraordinario análisis de George Steiner que había iluminado el relato de
Franz Kafka, ‘’ El silencio de las sirenas’’, logra desmontar, probablemente
desde este silencio, uno de los episodios homéricos mayores, Ulises y el canto
de las sirenas. Advertimos como un dilema griego muta entonces a una recepción
judía. El silencio de las sirenas era más insoportable que su canto. Es ese
silencio insoportable lo que su definición del sábado procura pasar, a nuestro
entender, de mudo a callado. Cabe citar
este mutismo tornasolado como una condición incesante de la lectura que
registré en el prólogo de mi texto ‘’ Lo mudo y lo callado ‘’: ‘’ El arte del
lector resulta doble y circular. Convertir en palabra lo que estaba callado, y
en callado lo que estaba mudo, y en mudo lo que estaba entregado al silencio, y
nuevamente en silencio el ruido de otras palabras, son algunos de esos trueques
del aire ( ‘’ Lo mudo y lo callado’’, Fernando Yurman, Colección Ensayo
Literario, Universidad Carabobo,2000). Un pueblo o religión de lectores, que habría
fusionado ambas identidades, nacional y religiosa, estaría determinado por este
ejercicio intemporal cíclico que en la oración y la lectura trafica el silencio
a lo mudo, lo mudo a lo callado y lo torna lenguaje capaz de silencio. Esos
escalones son intrínsecos de la lectura. El ejercicio sincrético de griegos y
judíos ha continuado en la literatura sirviendo la metafísica, y este cuento de
Kafka, como su contemporáneo Ulises de Joyce, atestiguan el afán arcaico de esa
exegesis.
La misma imposibilidad de traducir las cosas
al mito la padece el mito con el lenguaje. Después de muchísimos estudios que
ya desde el siglo XIX desistieron de alegorizar el mito, simbolizarlo o
historiarlo, y admitieron su misterio central, no cesó de renovarse el mismo anhelo
hermenéutico. Ya en la modernidad, el laborioso intento estructuralista de Levy
Strauss de convertir al mismo mito en una lengua desconocida, o de suponerle desde
Malinowski una función antropológica hipotética, o en otras aproximaciones alguna
trascendencia fatalmente misteriosa, fallaron tanto como en los obstinados
cabalistas. El mito siguió resistiendo en innumerables pasajes y afinidades
idiosincráticas; había aceptado con muchísimas reservas la interpretación
alegórica de las religiones y la emeverista que procuraba el ‘’hueso’’ real o ‘’histórico’’
del relato aplastado. En todos los casos el mito inexplicable se tornaba
insoportable. Solamente Sigmund Freud en su trabajo casi postrero,
‘’Construcciones en el análisis’’, parece haberse quitado toda referencia
material histórica, desembarazado la narración de los hechos y advertido que su
formulación solo sirve a una pulsión actual. La pulsión, un anfibio de energía
biológica y semiótica, se reconoce en su oscuro e insondable vecindario. El
mito elude la explicación, perdura impecable de razonamiento, parece que solo
la misteriosa función poética puede visitarlo sin reclamo alguno, y no propone alguna
apelación por la visita. Freud encontró en esta condición narrativa ahistórica,
persistente e impenetrable, la pujanza de un efecto pulsional. La narración, no
la historia, acompaña la pulsión hasta el silencio.
El silencio
y lo ominoso
Ya F.W.J. Shelling,
al cual debemos la penetrante observación de la que Freud había derivado su
análisis fundamental de ‘’ Lo siniestro’’ (ominoso, ‘’unheimlich’’) en el
encuentro con lo ‘’real’’, encontraba en su estudio sobre los mitos que la
mitología no es ‘’alegórica’’, sino ‘’tautegórica’’, no es otra cosa que lo que
es o lo que significa. Pero ese borde del lenguaje no deja de ser lenguaje, y
el lenguaje y el conocimiento tienen una relación asintótica con la verdad
objetiva, que a su vez guarda una distancia asintótica con la hipotética
realidad. Sin reduccionismo, esa diferencia ineludible es la que revela la
experiencia fundamental de ‘’lo siniestro’’ que revela Freud. Una especie de caída
en el precipicio de una curva inalcanzable entre cosa y signo. La vivencia
ominosa que inunda la percepción familiar revela lo desconocido fundamental que
reside en la familiaridad. Esa dimensión desconocida, preservada de su alienación
a una imagen o un nombre, parece el núcleo de la creencia original judía y
gestor de su atracción y rechazo. No era casual que no haya habido traducción hebrea
para la palabra religión, ya que esta creencia tenía una condición incipiente,
era más una intuición que un ligamento.
El vértigo que
adelanta el espacio de la condición ominosa es ilustrado magistralmente por un relato
del período gnóstico que Joseph Campbell utiliza para refutar la distinción de
Jung entre signo y símbolo. Textualmente, ‘’ el problema de Yahvé es que piensa
que es Dios. El dice ¡Yo soy! No soy un símbolo’’. Y entonces, por supuesto,
cuando él es el único que es, entonces el dios de cualquier otro no es dios en
absoluto’’. Concretizar la imagen, concretizar el símbolo es siempre idolatría,
y concluye Campbell con una notable reflexión ‘’ Quizás es en razón de esta
idolatría inconsistente nuestra que vemos idolatría en todos los demás y
destruimos sus ídolos’’. Podríamos agregar aquí que el fanatismo idolátrico de
las ideologías evita la angustia, resulta una defensa patológica contra el
sentimiento ominoso, lo siniestro que asedia lo familiar.
Poco antes de la segunda guerra Freud
desarrolla su trabajo ‘’ Construcciones en el análisis’’, que funde el relato
no con la historia sino con las vicisitudes pulsionales. Sucedía entonces un
antisemitismo global sobre el que podía leer lo mismo que sugería su clínica, y
lo privado y lo público emergían en la misma cara del espejo. La pulsión dictaba
la historia. Probablemente ese mismo ambiente promovió su último trabajo, sobre
Moisés y el monoteísmo, que gira sobre el destino ineluctable que dejó peligrosamente
fusionado signo y símbolo; fue un intento de ‘’historiar’’ lo inefable, tornarlo
narración y ubicar su anomalía histórica esencial. Aunque la anomalía judía era
milenaria, y para Freud no tenía carácter colonial o libertario, sino un enredo
mítico de enorme gravitación real, el esfuerzo agotador de esclarecimiento lo
percibió, desde su particular sensibilidad ideológica, Edward Said en el
análisis de Freud y los europeos. Una deducción radical lo hubiera llevado a
concluir que nada estaba más alejado del colonialismo que los judíos, que
durante milenios persistieron en su singularidad, una creencia anómala que se
sostenía sin Iglesia, Religión Nación ni Estado, ni tampoco colonialismo, que
era la multiplicación exterior del estado. Esa condición determinaba mucho de
la intolerancia.
La distancia preservada por el judaísmo con el
nombre, la cosa y la infinitud, no le salió nunca gratis. Una parte de la ira
que suscita hoy el estado de Israel probablemente deriva de la concreción, inevitablemente
idolátrica, de un antiguo espacio sagrado, idealizado, odiado y valorado con
insuperable ambivalencia. La ambivalencia entre una idealización evangélica y
su demonización geopolítica, le debe mucho a estos vientos imaginarios que giran
su creencia en una mitología antigua consolidada de manera secular. La
tendencia ominosa en los vaivenes históricos catastróficos que el experto
Adolfo Roitman, arqueólogo curador de los rollos del Mar Muerto e investigador
de religiones comparadas, observa sobre su propio pueblo le sugiere un
involuntario pulso autodestructivo. No es el único que interrogó la perplejidad
que empaña los poquísimos años de autentica independencia de un pueblo milenario.
Adolfo Roitman lo llamó ‘’ un gen autodestructivo’’. Quizás
esta contundente metáfora ilumina algo de este vacío fundador sin reposo, esta
valiente perplejidad existencial, que conmina a una ambivalencia insuperable.
La ambivalencia que rodea esta condición
religiosa no se imprime solamente en los judíos. Afecta todos los aledaños. No
es necesario recordar el trágico desenlace de muchos seguidores de Sabetai
Zevi, o la confrontación entre Hasidim y Mitnadguim, en el movido siglo XVIII,
rememorar los salones de Kantianos iluminados y las brujerías desesperadas en
Europa Oriental, antes que se imaginasen violinistas en los techos cantando para
el futuro. Siempre fue difícil ser judío. Basta observar las masas urbanas de
religiosos ortodoxos inundando Jerusalén con todos los artificios de la
idolatría más ramplona para recibir subsidios y evitar el ejercito, que quieren
que los defienda si falla el rezo. Esta
inclinación idolátrica no es accidental, deriva de la difícil exigencia de una ética originaria desnuda y silenciosa,
mas cercana actualmente a los millones de israelíes que no cesan de servir su
comunidad sin discursos estridentes ni teologías visibles.
Cabe
recordar aquí que quizás el primer antropólogo evolucionista moderno, el
erudito del siglo XVIII, Ch De Brosses, un ejemplo preclaro de la ilustración enciclopédica,
testimonió en 1760 una prudencia que todavía inquieta. Con empuje racional
ordenó el sistema de creencias comparadas en el devenir religioso de la civilización:
un primer estado fetichista, otro politeísta y finalmente uno monoteísta de la
civilización contemporánea. El primero, que ejemplificaba en África y Asia,
giraba en los atributos mágicos del fetiche, un objeto cargado de poder que
luego James G Frazer habría de explorar en la Rama dorada. Fue el primer investigador
que usaba la palabra fetiche, término que clasificaba una edad primitiva de
todos los pueblos, excepto, según su investigación, los judíos, inmunes a ese
error y que siempre fueron monoteístas. No le hubiera sido difícil salir de esa
puritana aseveración con un simple repaso del becerro de oro y otros ejemplos
de magias y brujerías bíblicas que nadie pudo expurgar, pero mantuvo férreamente
su tesis. También la excepcionalidad judía la planteaba el adelantado
Giambattista Vico, el mayor fundador materialista de la historia, precipitado
por una racionalidad inexorable, pero sin mover al pueblo judío de una afirmación
milagrosa de orden teológico. La lucidez y la importancia del aporte de ambos a
la ciencia histórica y a la noción del tiempo humano, realza el sentido
profundo del escrúpulo, el presunto significado en su propia teología cristiana,
pero también la necesidad de una creencia imaginaria central. La mitología, aun
dispersa, parece sostenerse en columnas tácitas, vínculos interiores de
consolidación insuperable. También a Darwin le costó enormemente dar a luz las
conclusiones de su verificada teoría evolucionista en confrontación de su fe,
la misma que alentaba su razonamiento y lo impulsaba a su vez a pensar doctamente,
según sus escritos personales. El respeto al primer monoteísmo parece estar impulsado por lo que perdura éticamente en este
primer escalón de la creencia.
Todo pareciera
indicar que el universo mitológico esta integrado, pero que aparte de sus lazos
causales convencionales hay otros colaterales o tácitos no menos importantes.
Tiene el ajuste y la coherencia intima de los signos y sus mismas zonas
desconocidas retoman el ámbito metafórico. Se ha probado que si el color rojo
que indica peligro fuese sustituido convencionalmente por el verde que es su
contrario, el peligro no se asociaría a la imagen abrupta de la sangre sino a
la inminencia de lo venenoso, y el rojo a la súbita alegría cotidiana. Si un
simple fogonazo de tráfico puede suscitar esos insondables caminos, que no
harían las escenas sacralizadas cuando mudan un sentido.
La verdad es sólo un esbozo subjetivo, un flameante
arresto religioso sublevado a la limitación del conocimiento, cuando está casi embargado
por lo sagrado. No obstante, ha habido maneras distintas de girar en ese
curvado horizonte de sucesos que nos atrae y repele y es probable que la
mitología conserve una de esas maneras. El poeta John Donne lamentaba
crudamente la perdida del cosmos que en su tiempo había infligido Copérnico, veía
claro el daño a una homogénea centralidad teológica; la desamparada subjetividad
de su gran poema precisaba la antigua cosmogonía para que las campanas sonasen
para todos. Esa formulación abundaba en esos tiempos. Ahora sabemos que casi
toda la ciencia de la naturaleza del siglo XVIII y XIX estaba entusiasmada con
el resplandor mitológico de Newton que quizás mitigaba esa perdida. La teoría
de la gravedad y la influencia física a distancias remotas, un tiempo
simultáneo en un mismo espacio, permitía unificar otra vez el viejo olimpo
fragmentado. Ese orden podía incluso trasladar las omnímodas leyes naturales hacia
la vida y la historia de la especie como hizo la dialéctica. Se podían estrenar
teorías y leyes materiales tan vistosas mitológicamente como las de los
griegos. Una historia dialéctica de ese tenor, como probó irónicamente Walter
Benjamín, solo precisa un enanito escondido que mueva la rueda ilusional. El
lenguaje acompañaba con igual docilidad los nuevos devaneos científicos como
antes a los mitos, ya que el carácter arbitrario y móvil de los nombres permite
ese ejercicio en su propio espacio de juego. La modernidad fue en gran parte
una transformación verbal que ahora se está disipando muy rápido, y a ello
contribuye posiblemente la perdida irremisible de la lectura; cuyo declive rematará
la creciente IA que no está afectada por ningún vértigo. Tengo amigos que
defienden de buena fe el aporte que los resúmenes de la IA entrega
abnegadamente a su comprensión. En mi caso persiste la sensación de que esos
laboriosos ordenamientos alejan un paso más la experiencia del tema, lo
recortan y expulsan de la genuina ignorancia para sustituirla por mercancía
predecible. Aplana más lo que venía aplanado, pero que permitio durante siglos
levantar muchas capas imprevistas. Ese dictamen prioritario del pensamiento y
el lenguaje había exaltado por milenios la gran literatura compartida, la
lectura incesante de muchísimos silencios que todavía susurraban, y cuando
presentía su futura agonía envanecía las letras y pulsaba el gongorismo, el surrealismo,
el modernismo, el simbolismo, y los otros intentos de subversión inocua del
lenguaje ; quizás deberían incluirse también en esos alardes desafiantes los
pujos destructivos, los iracundos afanes místicos y románticos, incluso los
fascistas ( furiosamente vertidos al marinetismo en poesía y al jacobinismo en
política). Es la lectura lo que se estaba perdiendo en esos esfuerzos por
estirar la palabra hacia la cosa.
Antes que Wittgenstein
hubiese dictaminado el lenguaje como un absoluto y cerrado dispositivo de
juegos, esa condición encarcelada y prodigiosa ya había sido denunciada por Fritz
Mauthner, un descendiente de la secta esotérica de Jacob Frank, aquellos
desvariados derivados de los trágicos sabetaistas y sus laboriosos precursores,
los incansables cabalistas. Estos cabalistas podían solapar el fatigado encerramiento
en el lenguaje con la oscura exclusión social que padecían cuando avizoraban el
resplandor mesiánico. Las escaleras metafísicas de las sefirot transcurrían entre
barrocas y sombrías mazmorras espirituales, similares a las de Piranesi por lo
intrincadas, pero en su trascendencia permitían la reparación lejana del
universo, y finalmente facilitaron el mesianismo torrencial que arrastró a
Sabetai Zevi. Esta fe en la luz de los nombres encriptados y la busca incesante
del consuelo mesiánico, probablemente explica las reacciones opuestas que las
siguieron, el carácter nihilista y destructivo de las sectas herederas de opresión
insoportable. Fritz Mauthner, venido de esa abrumadora cascada cosmogónica,
logró configurar una de las primeras filosofías ateas, muy inspirado en la obra
de Spinoza, aunque lo distinguió especialmente una desmitificación segura del
lenguaje, un escepticismo radical que sin duda influyó luego en Wittgenstein. Aunque este apenas lo menciona, y no lo
reconoce como precursor central; esa afinidad era como evidenciar un origen. Como
conciudadanos de Viena, seguramente sabían los antecedentes esotéricos que los precedía
étnicamente, el trato reverencial con la lengua. El fascinante análisis de Gershom Sholem
sobre el mesianismo judío desvariado de Jacob Frank, ese nihilismo destructivo
y anárquico que termino secularizado y volcado en la revolución francesa, creo
que es un testimonio de un tipo de crisis patológica, grupal y secreta, que
adelantaba muchas de las que atravesaron luego el siglo XX. El nihilismo
destructivo actual tiene un temple similar y cultiva infiernos entre dientes
para preservar algunos mitos y aniquilar otros. Aquello ‘’ que no ha llegado’’
de una espera torturante tuvo un efecto disruptivo parecido al explorado por
Sholem, pero en una masa mucho mayor...
Mitos,
canones y lenguaje
Los mitos del Mediterráneo oriental fueron
agitados por invasiones y conquistas que mezclaron orígenes y límites de una
importancia fundamental para todo el Mediterráneo. Tanto en el Oriente, de
permanente inestabilidad bélica y deslumbrantes revelaciones, como en el
estable y acumulativo mediterráneo occidental, los mitos tejían sus redes sobre
las posibilidades de sus propios sujetos históricos.
Entre la Biblia hebrea y el cristianismo
hubo un periodo de más cuatro siglos que los estudiosos de los orígenes del
monoteísmo denominaron Inter testamentario. Entre uno y otro testamento sucedió
lo que Fernando Klein, el erudito historiador bíblico sobre libros apócrifos
perdidos, llamó ‘’el silencio de Dios’’. Ese mutismo caracterizaba un cese formal
de cuatro siglos en la adición de nuevos escritos, que culminó en la clausura
de la biblia original hebrea. Fue el
periodo en que en la liturgia de los templos procuraba evitar la influencia de
fetiches, brujerías y hechizos, que sobrevivían a la primera legislación bíblica.
En tal tiempo hubo también una proliferación de escritos que extendían o
detallaban anteriores pasajes bíblicos, confeccionados en diásporas cercanas
que trataban de reforzar sus creencias en griego o en otras lenguas de uso
local. Esos textos, con fines religiosos didácticos, algunos de gran validez
documental, fueron considerados ‘’apócrifos’’ y excluidos radicalmente del
canon bíblico. Fue el destino de innumerables escritos valiosos, como los del
Eclesiastés, el libro de Enoc, las profecías de Daniel, y otros que se fundieron
posteriormente con escritos cristianos. Normalmente, los manuscritos
encontrados mezclaban fuentes judías antiguas y cristianas medievales más recientes.
Algunos textos solamente perduraron en lituano o griego. Los protestantes retomaron
parte del Nuevo Testamento católico y la Biblia judía original, sin estos
agregados que los católicos habían incorporado abiertamente. Los textos griegos
de la Biblia judía traducida en la Septuaginta, con muchos agregados de
concilios y dictámenes posteriores de la Iglesia romana, configuraron el cuerpo
textual cristiano. La mayoría de esos textos apócrifos originales no fueron
escritos originalmente en hebreo ni arameo, por lo que eran poco fiables para
los rabinos que determinaron una canonización temprana, rigurosa y excluyente
después del segundo templo. Esta restricción fue mitigada por la incorporación
del Talmud, los comentarios que vivifican, transforman y movilizan
interpretaciones, como una suerte de Wikipedia de siglos. Quizás tiene una
función similar a la que podría haber cumplido Homero con Hesíodo, aunque sin
sostener en sus saltarinas vicisitudes una variación diacrónica como la que respiran
a todo pulmón los mitos griegos. Esa canonización bíblica, cosmológica o
cosmogónica, pero no universal, seguramente contribuyó a la excepcionalidad
excluyente de la errancia judía.
Si bien es cierto
que entre el lenguaje y la ‘’ajenidad’’ de lo real o la divinidad
inconmensurable nunca dejó de existir para los judíos una tierra de nadie, tampoco
hubo intentos mayores que los de la misma literatura para habitarla
posteriormente. Había tomado el desvelo
literario una función pagana antes delegada a los mitos, y que la actual
ausencia de lectura general deja vacante, sin que haya perdurado el soporte
oral arcaico al enigma que precedía la era moderna. ¿Quién sabe lo que faltaba
cuando no estaba lo que hay hoy? En un pasaje conmovedor sobre la vivencia
perdida de su generación Walter Benjamín escribe ‘’ Una generación que había ido a la escuela en
tranvías tirados por caballos, estaba parada bajo el cielo en un paisaje en el
cual solamente las nubes seguían siendo iguales ‘’. Actualmente, podríamos avisarle, tampoco las
nubes son iguales, ni las estrellas, para no decir los ríos y lagunas y todos
ellos nos formaron no menos que los tranvías, porque los mitos mayores tenían
siempre sus rostros.
Según el
mitólogo Hans Shlumberger, ese papel legislador del mito podría deberse al
terror primitivo que provocaba originalmente el cosmos. Aunque sin disminuir el
fondo desconocido e indescifrable del mito, enarbolaba una tesis sobre el
desamparo cósmico inicial, afín a la concepción del Trauma de Nacimiento de
Otto Rank (que Shlumberger cita en su estudio) y abonaría la misión esotérica
del mito para acompañar la incertidumbre de la especie. Este trauma genérico,
aunque más sustantivo que las profusas especulaciones existenciales de
Heidegger o Sartre, no podría ser verificado por ninguna clínica. Una
experiencia anterior al desarrollo de la capacidad simbólica del humano para interpretarla
pertenece más a la metafísica que a la psicopatología. No obstante, es eficaz
el patetismo que promueve la mitología como reacción al desamparo, sobre todo
porque la misma mitología ocasionalmente lo relata en sus figuras, como en el
caso de Prometeo o Hércules, aunque sin la grandiosidad enigmática que alcanza
la condición humana en Job para la biblia.
A pesar de la exaltación de los macabeos o Sansón, los héroes judíos han
sido siempre más cercanos al mártir que a la ira orgullosa de Aquiles.
Próxima
entrega: parte 3
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