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PARTE 2 : ANARQUIA IMAGINARIA DE UN PRESENTE CANIBAL

 
Las fases imaginarias
   El vacío apabullante, la presencia en la ausencia, el rigor de un poder inminente que fusiona la voz y la verdad, anuncia el absoluto monoteísmo judío, tal como lo caracterizaba Gershom Sholem al investigar su entidad religiosa. ‘’Yo soy el que soy’’ es el punto cero del enunciado y la enunciación, la autoridad que autoriza, sin transacciones ni mediaciones, sin hijo de Dios, ni semidioses como Aquiles o Hércules. La despojada creencia mantiene una distancia inconmensurable que no exige ser escrita o indagada, y esa radicalidad envuelve indirectamente el misterio del verbo y de las cosas. Deja en las palabras el ejercicio de cualquier acercamiento a la Divinidad, pero en esa proximidad la palabra no es menos inexpugnable que las cosas mismas. No desconoce las representaciones visuales, pero no exceden la llama de la vela y no abandona la resonancia lingüística. La presencia divina se irradia articulando esas dos dimensiones complementarias, la luz y la palabra, derramadas, difundiéndose hacia afuera, como los primeros cabalistas ilustraron en las partículas ígneas de las sefirot. Son esenciales metáforas gnósticas que flamearon desde Platón hasta Bachelard. Hay aquí una gran similitud con el platonismo y sus distintos niveles para las ideas. Los primeros desplazamientos míticos suscitan esos esbozos sincréticos, de la misma manera que en ‘’ El Timeo’’ Platón planteaba una divinidad única, ordenadora del cosmos. Esa confluencia entre el politeísmo griego y el monoteísmo judío fue cambiante, controversial y también irrefutable cuando se extiende en el mapa de los siglos, pero deja diferencias en la experiencia de lo sagrado.
    La mezcla de percepciones cruzó las dos culturas después de Alejandro, aunque ya previamente los judíos eran considerados por los griegos como un pueblo de ‘’filósofos’’. Fue con la Septuaginta, esa traducción controversial que difundió  la Biblia en Alejandría para ser leída en el ámbito cristiano, que se fusionaron mayormente las intersecciones. Hubo muchos pensadores del período helenístico y también romano que consideraron a Platón como ‘’un Moisés que habla griego ‘’ y a Moisés un legislador histórico mayor, tal como Licurgo o Pericles.  La confrontación creciente del primer y segundo testamento después de la caída del segundo templo, mediada por el sinuoso poder imperial, los edictos de Constantino, la represión de Alejandría y la dispersión de su poderosa comunidad judía, determinaron las figuras míticas oficiales y el aluvional reforzamiento de imágenes que lo siguió. No obstante el poderío y la centralización social de las creencias culturales, parece que un fondo mítico siguiese girando en profundidad y arrastrase sus términos básicos. Los arquetipos colectivos, aunque gestados y mantenidos en procesos inconscientes individuales, que alimentan con figuras genéricas los fantasmas neuróticos de las diferentes patologías, tienen un ámbito de sentido propio. Las unidades y eslabones mitológicos parecen tener un significado diferencial que liga de manera indirecta unos con otros, como ocurre con el lenguaje, de manera que términos opuestos sostienen su sentido, y no se puede borrar un infierno sin borrar un paraíso y viceversa. Cuando este cosmos, de contundencia casi invisible, desencadena sus términos mayores, se despliega un caos imaginario. Nada más apropiado que la volubilidad entre los mitos para ilustrar como el aleteo de la mariposa genera un tsunami en el pacífico.
Lengua, mito y silencio    
    En la Biblia original judía, clausurada a nuevos agregados después del enigmático período denominado ‘’ el silencio de Dios’’ en el estudio de Fernando Klein de los siglos Inter testamentarios, se acumuló una autoridad canónica interna. Marginadas las expresiones heréticas o confirmatorias de otras fuentes, cuestionada la magia, sancionados los múltiples escritos apócrifos, quedó esencialmente el lenguaje como único sostén; tanto en los rituales que ordenan la liturgia como en las expresiones místicas que derivan del mismo. La Tora es el nombre de la divinidad y también todos los nombres de la misma. En el Tanaj, el Pentateuco, es decir la Tora, los profetas y los comentarios, reside el lenguaje original de la creación; en colación el mutismo, pensamiento y voluntad divina, adquieren su mismo misterio. La ‘’Sofia’’ es pensamiento y palabra constituida en sabiduría y ese aliento pasó algo de su significado a la traducción griega, pero sin trasladar su sentido original. Es un entendimiento esencial, posterior al mutismo que acompaña la infinitud inicial, lo acepta, pero no articula su tendencia en contenido alguno de pensamiento, palabra y cosa. La percepción de los cabalistas asignó a esta paradójica condición el poder de la segunda Shejiná, sin diferencia de palabra y cosa, según el estudio de G Sholem sobre el primer tratado cabalista de Isaac el Ciego. Hay ya en esa condición algo del misterio fundamental del judaísmo. El lenguaje tiene en su interior guardado un secreto, un sentido que invita siempre a la literatura y a los cabalistas, y que excede la comunicación humana. Esa frontera es tormentosa, de difícil trato, y es asimismo la que según Sholem hacía de Walter Benjamín un místico en la modernidad, un maravilloso ‘’ flaneur’’ del lenguaje, buscador obsesivo de sus pliegues y señales ocultas. En todos los sistemas religiosos y creencias míticas originales la escritura ordenó y definió los mitos, pero asimismo en sus posibilidades literarias los conmemoró y expandió. Aquella irónica observación borgiana ‘’La metafísica es un género de la literatura fantástica’’ puede ser leída a la inversa ya que buena parte de la literatura, incluso mucha de la no fantástica, podría integrar la biblioteca apócrifa de los dogmas, cavilaciones y canones religiosos.
     Las relaciones entre los mitos y las cosas inevitablemente invocan exhortaciones que se acercan a sus orbitas y son obstinadamente repelidas. El lenguaje, las palabras, el mágico alfabeto, y desde luego las letras cuando empieza la escritura, y las hazañas literarias de la trascendencia, pueden mediar, pero no pueden deshacer ni resolver ese compromiso que constituye cualquier esbozo diferencial entre el humano y el mundo. En ese destiempo entre palabras y cosas y los muchos tipos de silencio, parece haberse asentado aquel vacío inicial que guarda la ‘’Sofía’’ en la segunda Shejiná. En esa detención el tiempo mesiánico parece aludir a esa esperanza filtrada en lo imposible callado.  Viene al caso citar la profunda observación judía de un George Steiner crepuscular: ‘’ vivimos un largo sábado, un sábado que no termina’’, referido a vivir un intervalo de silencio sin garantía. El extraordinario análisis de George Steiner que había iluminado el relato de Franz Kafka, ‘’ El silencio de las sirenas’’, logra desmontar, probablemente desde este silencio, uno de los episodios homéricos mayores, Ulises y el canto de las sirenas. Advertimos como un dilema griego muta entonces a una recepción judía. El silencio de las sirenas era más insoportable que su canto. Es ese silencio insoportable lo que su definición del sábado procura pasar, a nuestro entender, de mudo a callado.  Cabe citar este mutismo tornasolado como una condición incesante de la lectura que registré en el prólogo de mi texto ‘’ Lo mudo y lo callado ‘’: ‘’ El arte del lector resulta doble y circular. Convertir en palabra lo que estaba callado, y en callado lo que estaba mudo, y en mudo lo que estaba entregado al silencio, y nuevamente en silencio el ruido de otras palabras, son algunos de esos trueques del aire ( ‘’ Lo mudo y lo callado’’, Fernando Yurman, Colección Ensayo Literario, Universidad Carabobo,2000).  Un pueblo o religión de lectores, que habría fusionado ambas identidades, nacional y religiosa, estaría determinado por este ejercicio intemporal cíclico que en la oración y la lectura trafica el silencio a lo mudo, lo mudo a lo callado y lo torna lenguaje capaz de silencio. Esos escalones son intrínsecos de la lectura. El ejercicio sincrético de griegos y judíos ha continuado en la literatura sirviendo la metafísica, y este cuento de Kafka, como su contemporáneo Ulises de Joyce, atestiguan el afán arcaico de esa exegesis.
    La misma imposibilidad de traducir las cosas al mito la padece el mito con el lenguaje. Después de muchísimos estudios que ya desde el siglo XIX desistieron de alegorizar el mito, simbolizarlo o historiarlo, y admitieron su misterio central, no cesó de renovarse el mismo anhelo hermenéutico. Ya en la modernidad, el laborioso intento estructuralista de Levy Strauss de convertir al mismo mito en una lengua desconocida, o de suponerle desde Malinowski una función antropológica hipotética, o en otras aproximaciones alguna trascendencia fatalmente misteriosa, fallaron tanto como en los obstinados cabalistas. El mito siguió resistiendo en innumerables pasajes y afinidades idiosincráticas; había aceptado con muchísimas reservas la interpretación alegórica de las religiones y la emeverista que procuraba el ‘’hueso’’ real o ‘’histórico’’ del relato aplastado. En todos los casos el mito inexplicable se tornaba insoportable. Solamente Sigmund Freud en su trabajo casi postrero, ‘’Construcciones en el análisis’’, parece haberse quitado toda referencia material histórica, desembarazado la narración de los hechos y advertido que su formulación solo sirve a una pulsión actual. La pulsión, un anfibio de energía biológica y semiótica, se reconoce en su oscuro e insondable vecindario. El mito elude la explicación, perdura impecable de razonamiento, parece que solo la misteriosa función poética puede visitarlo sin reclamo alguno, y no propone alguna apelación por la visita. Freud encontró en esta condición narrativa ahistórica, persistente e impenetrable, la pujanza de un efecto pulsional. La narración, no la historia, acompaña la pulsión hasta el silencio.
El silencio y lo ominoso  
   Ya F.W.J. Shelling, al cual debemos la penetrante observación de la que Freud había derivado su análisis fundamental de ‘’ Lo siniestro’’ (ominoso, ‘’unheimlich’’) en el encuentro con lo ‘’real’’, encontraba en su estudio sobre los mitos que la mitología no es ‘’alegórica’’, sino ‘’tautegórica’’, no es otra cosa que lo que es o lo que significa. Pero ese borde del lenguaje no deja de ser lenguaje, y el lenguaje y el conocimiento tienen una relación asintótica con la verdad objetiva, que a su vez guarda una distancia asintótica con la hipotética realidad. Sin reduccionismo, esa diferencia ineludible es la que revela la experiencia fundamental de ‘’lo siniestro’’ que revela Freud. Una especie de caída en el precipicio de una curva inalcanzable entre cosa y signo. La vivencia ominosa que inunda la percepción familiar revela lo desconocido fundamental que reside en la familiaridad. Esa dimensión desconocida, preservada de su alienación a una imagen o un nombre, parece el núcleo de la creencia original judía y gestor de su atracción y rechazo. No era casual que no haya habido traducción hebrea para la palabra religión, ya que esta creencia tenía una condición incipiente, era más una intuición que un ligamento.
    El vértigo que adelanta el espacio de la condición ominosa es ilustrado magistralmente por un relato del período gnóstico que Joseph Campbell utiliza para refutar la distinción de Jung entre signo y símbolo. Textualmente, ‘’ el problema de Yahvé es que piensa que es Dios. El dice ¡Yo soy! No soy un símbolo’’. Y entonces, por supuesto, cuando él es el único que es, entonces el dios de cualquier otro no es dios en absoluto’’. Concretizar la imagen, concretizar el símbolo es siempre idolatría, y concluye Campbell con una notable reflexión ‘’ Quizás es en razón de esta idolatría inconsistente nuestra que vemos idolatría en todos los demás y destruimos sus ídolos’’. Podríamos agregar aquí que el fanatismo idolátrico de las ideologías evita la angustia, resulta una defensa patológica contra el sentimiento ominoso, lo siniestro que asedia lo familiar.
     Poco antes de la segunda guerra Freud desarrolla su trabajo ‘’ Construcciones en el análisis’’, que funde el relato no con la historia sino con las vicisitudes pulsionales. Sucedía entonces un antisemitismo global sobre el que podía leer lo mismo que sugería su clínica, y lo privado y lo público emergían en la misma cara del espejo. La pulsión dictaba la historia. Probablemente ese mismo ambiente promovió su último trabajo, sobre Moisés y el monoteísmo, que gira sobre el destino ineluctable que dejó peligrosamente fusionado signo y símbolo; fue un intento de ‘’historiar’’ lo inefable, tornarlo narración y ubicar su anomalía histórica esencial. Aunque la anomalía judía era milenaria, y para Freud no tenía carácter colonial o libertario, sino un enredo mítico de enorme gravitación real, el esfuerzo agotador de esclarecimiento lo percibió, desde su particular sensibilidad ideológica, Edward Said en el análisis de Freud y los europeos. Una deducción radical lo hubiera llevado a concluir que nada estaba más alejado del colonialismo que los judíos, que durante milenios persistieron en su singularidad, una creencia anómala que se sostenía sin Iglesia, Religión Nación ni Estado, ni tampoco colonialismo, que era la multiplicación exterior del estado. Esa condición determinaba mucho de la intolerancia. 
     La distancia preservada por el judaísmo con el nombre, la cosa y la infinitud, no le salió nunca gratis. Una parte de la ira que suscita hoy el estado de Israel probablemente deriva de la concreción, inevitablemente idolátrica, de un antiguo espacio sagrado, idealizado, odiado y valorado con insuperable ambivalencia. La ambivalencia entre una idealización evangélica y su demonización geopolítica, le debe mucho a estos vientos imaginarios que giran su creencia en una mitología antigua consolidada de manera secular. La tendencia ominosa en los vaivenes históricos catastróficos que el experto Adolfo Roitman, arqueólogo curador de los rollos del Mar Muerto e investigador de religiones comparadas, observa sobre su propio pueblo le sugiere un involuntario pulso autodestructivo. No es el único que interrogó la perplejidad que empaña los poquísimos años de autentica independencia de un pueblo milenario. Adolfo Roitman lo llamó ‘’ un gen autodestructivo’’.   Quizás esta contundente metáfora ilumina algo de este vacío fundador sin reposo, esta valiente perplejidad existencial, que conmina a una ambivalencia insuperable.
     La ambivalencia que rodea esta condición religiosa no se imprime solamente en los judíos. Afecta todos los aledaños. No es necesario recordar el trágico desenlace de muchos seguidores de Sabetai Zevi, o la confrontación entre Hasidim y Mitnadguim, en el movido siglo XVIII, rememorar los salones de Kantianos iluminados y las brujerías desesperadas en Europa Oriental, antes que se imaginasen violinistas en los techos cantando para el futuro. Siempre fue difícil ser judío. Basta observar las masas urbanas de religiosos ortodoxos inundando Jerusalén con todos los artificios de la idolatría más ramplona para recibir subsidios y evitar el ejercito, que quieren que los defienda si falla el rezo.  Esta inclinación idolátrica no es accidental, deriva de la difícil exigencia  de una ética originaria desnuda y silenciosa, mas cercana actualmente a los millones de israelíes que no cesan de servir su comunidad sin discursos estridentes ni teologías visibles.  

  Cabe recordar aquí que quizás el primer antropólogo evolucionista moderno, el erudito del siglo XVIII, Ch De Brosses, un ejemplo preclaro de la ilustración enciclopédica, testimonió en 1760 una prudencia que todavía inquieta. Con empuje racional ordenó el sistema de creencias comparadas en el devenir religioso de la civilización: un primer estado fetichista, otro politeísta y finalmente uno monoteísta de la civilización contemporánea. El primero, que ejemplificaba en África y Asia, giraba en los atributos mágicos del fetiche, un objeto cargado de poder que luego James G Frazer habría de explorar en la Rama dorada. Fue el primer investigador que usaba la palabra fetiche, término que clasificaba una edad primitiva de todos los pueblos, excepto, según su investigación, los judíos, inmunes a ese error y que siempre fueron monoteístas. No le hubiera sido difícil salir de esa puritana aseveración con un simple repaso del becerro de oro y otros ejemplos de magias y brujerías bíblicas que nadie pudo expurgar, pero mantuvo férreamente su tesis. También la excepcionalidad judía la planteaba el adelantado Giambattista Vico, el mayor fundador materialista de la historia, precipitado por una racionalidad inexorable, pero sin mover al pueblo judío de una afirmación milagrosa de orden teológico. La lucidez y la importancia del aporte de ambos a la ciencia histórica y a la noción del tiempo humano, realza el sentido profundo del escrúpulo, el presunto significado en su propia teología cristiana, pero también la necesidad de una creencia imaginaria central. La mitología, aun dispersa, parece sostenerse en columnas tácitas, vínculos interiores de consolidación insuperable. También a Darwin le costó enormemente dar a luz las conclusiones de su verificada teoría evolucionista en confrontación de su fe, la misma que alentaba su razonamiento y lo impulsaba a su vez a pensar doctamente, según sus escritos personales. El respeto al primer monoteísmo parece  estar impulsado por lo que perdura éticamente en este primer escalón de la creencia.
   Todo pareciera indicar que el universo mitológico esta integrado, pero que aparte de sus lazos causales convencionales hay otros colaterales o tácitos no menos importantes. Tiene el ajuste y la coherencia intima de los signos y sus mismas zonas desconocidas retoman el ámbito metafórico. Se ha probado que si el color rojo que indica peligro fuese sustituido convencionalmente por el verde que es su contrario, el peligro no se asociaría a la imagen abrupta de la sangre sino a la inminencia de lo venenoso, y el rojo a la súbita alegría cotidiana. Si un simple fogonazo de tráfico puede suscitar esos insondables caminos, que no harían las escenas sacralizadas cuando mudan un sentido.
    La verdad es sólo un esbozo subjetivo, un flameante arresto religioso sublevado a la limitación del conocimiento, cuando está casi embargado por lo sagrado. No obstante, ha habido maneras distintas de girar en ese curvado horizonte de sucesos que nos atrae y repele y es probable que la mitología conserve una de esas maneras. El poeta John Donne lamentaba crudamente la perdida del cosmos que en su tiempo había infligido Copérnico, veía claro el daño a una homogénea centralidad teológica; la desamparada subjetividad de su gran poema precisaba la antigua cosmogonía para que las campanas sonasen para todos. Esa formulación abundaba en esos tiempos. Ahora sabemos que casi toda la ciencia de la naturaleza del siglo XVIII y XIX estaba entusiasmada con el resplandor mitológico de Newton que quizás mitigaba esa perdida. La teoría de la gravedad y la influencia física a distancias remotas, un tiempo simultáneo en un mismo espacio, permitía unificar otra vez el viejo olimpo fragmentado. Ese orden podía incluso trasladar las omnímodas leyes naturales hacia la vida y la historia de la especie como hizo la dialéctica. Se podían estrenar teorías y leyes materiales tan vistosas mitológicamente como las de los griegos. Una historia dialéctica de ese tenor, como probó irónicamente Walter Benjamín, solo precisa un enanito escondido que mueva la rueda ilusional. El lenguaje acompañaba con igual docilidad los nuevos devaneos científicos como antes a los mitos, ya que el carácter arbitrario y móvil de los nombres permite ese ejercicio en su propio espacio de juego. La modernidad fue en gran parte una transformación verbal que ahora se está disipando muy rápido, y a ello contribuye posiblemente la perdida irremisible de la lectura; cuyo declive rematará la creciente IA que no está afectada por ningún vértigo. Tengo amigos que defienden de buena fe el aporte que los resúmenes de la IA entrega abnegadamente a su comprensión. En mi caso persiste la sensación de que esos laboriosos ordenamientos alejan un paso más la experiencia del tema, lo recortan y expulsan de la genuina ignorancia para sustituirla por mercancía predecible. Aplana más lo que venía aplanado, pero que permitio durante siglos levantar muchas capas imprevistas. Ese dictamen prioritario del pensamiento y el lenguaje había exaltado por milenios la gran literatura compartida, la lectura incesante de muchísimos silencios que todavía susurraban, y cuando presentía su futura agonía envanecía las letras y pulsaba el gongorismo, el surrealismo, el modernismo, el simbolismo, y los otros intentos de subversión inocua del lenguaje ; quizás deberían incluirse también en esos alardes desafiantes los pujos destructivos, los iracundos afanes místicos y románticos, incluso los fascistas ( furiosamente vertidos al marinetismo en poesía y al jacobinismo en política). Es la lectura lo que se estaba perdiendo en esos esfuerzos por estirar la palabra hacia la cosa.  
   Antes que Wittgenstein hubiese dictaminado el lenguaje como un absoluto y cerrado dispositivo de juegos, esa condición encarcelada y prodigiosa ya había sido denunciada por Fritz Mauthner, un descendiente de la secta esotérica de Jacob Frank, aquellos desvariados derivados de los trágicos sabetaistas y sus laboriosos precursores, los incansables cabalistas. Estos cabalistas podían solapar el fatigado encerramiento en el lenguaje con la oscura exclusión social que padecían cuando avizoraban el resplandor mesiánico. Las escaleras metafísicas de las sefirot transcurrían entre barrocas y sombrías mazmorras espirituales, similares a las de Piranesi por lo intrincadas, pero en su trascendencia permitían la reparación lejana del universo, y finalmente facilitaron el mesianismo torrencial que arrastró a Sabetai Zevi. Esta fe en la luz de los nombres encriptados y la busca incesante del consuelo mesiánico, probablemente explica las reacciones opuestas que las siguieron, el carácter nihilista y destructivo de las sectas herederas de opresión insoportable. Fritz Mauthner, venido de esa abrumadora cascada cosmogónica, logró configurar una de las primeras filosofías ateas, muy inspirado en la obra de Spinoza, aunque lo distinguió especialmente una desmitificación segura del lenguaje, un escepticismo radical que sin duda influyó luego en Wittgenstein.  Aunque este apenas lo menciona, y no lo reconoce como precursor central; esa afinidad era como evidenciar un origen. Como conciudadanos de Viena, seguramente sabían los antecedentes esotéricos que los precedía étnicamente, el trato reverencial con la lengua.  El fascinante análisis de Gershom Sholem sobre el mesianismo judío desvariado de Jacob Frank, ese nihilismo destructivo y anárquico que termino secularizado y volcado en la revolución francesa, creo que es un testimonio de un tipo de crisis patológica, grupal y secreta, que adelantaba muchas de las que atravesaron luego el siglo XX. El nihilismo destructivo actual tiene un temple similar y cultiva infiernos entre dientes para preservar algunos mitos y aniquilar otros. Aquello ‘’ que no ha llegado’’ de una espera torturante tuvo un efecto disruptivo parecido al explorado por Sholem, pero en una masa mucho mayor...
Mitos, canones y lenguaje
    Los mitos del Mediterráneo oriental fueron agitados por invasiones y conquistas que mezclaron orígenes y límites de una importancia fundamental para todo el Mediterráneo. Tanto en el Oriente, de permanente inestabilidad bélica y deslumbrantes revelaciones, como en el estable y acumulativo mediterráneo occidental, los mitos tejían sus redes sobre las posibilidades de sus propios sujetos históricos.
     Entre la Biblia hebrea y el cristianismo hubo un periodo de más cuatro siglos que los estudiosos de los orígenes del monoteísmo denominaron Inter testamentario. Entre uno y otro testamento sucedió lo que Fernando Klein, el erudito historiador bíblico sobre libros apócrifos perdidos, llamó ‘’el silencio de Dios’’. Ese mutismo caracterizaba un cese formal de cuatro siglos en la adición de nuevos escritos, que culminó en la clausura de la biblia original hebrea.  Fue el periodo en que en la liturgia de los templos procuraba evitar la influencia de fetiches, brujerías y hechizos, que sobrevivían a la primera legislación bíblica. En tal tiempo hubo también una proliferación de escritos que extendían o detallaban anteriores pasajes bíblicos, confeccionados en diásporas cercanas que trataban de reforzar sus creencias en griego o en otras lenguas de uso local. Esos textos, con fines religiosos didácticos, algunos de gran validez documental, fueron considerados ‘’apócrifos’’ y excluidos radicalmente del canon bíblico. Fue el destino de innumerables escritos valiosos, como los del Eclesiastés, el libro de Enoc, las profecías de Daniel, y otros que se fundieron posteriormente con escritos cristianos. Normalmente, los manuscritos encontrados mezclaban fuentes judías antiguas y cristianas medievales más recientes. Algunos textos solamente perduraron en lituano o griego. Los protestantes retomaron parte del Nuevo Testamento católico y la Biblia judía original, sin estos agregados que los católicos habían incorporado abiertamente. Los textos griegos de la Biblia judía traducida en la Septuaginta, con muchos agregados de concilios y dictámenes posteriores de la Iglesia romana, configuraron el cuerpo textual cristiano. La mayoría de esos textos apócrifos originales no fueron escritos originalmente en hebreo ni arameo, por lo que eran poco fiables para los rabinos que determinaron una canonización temprana, rigurosa y excluyente después del segundo templo. Esta restricción fue mitigada por la incorporación del Talmud, los comentarios que vivifican, transforman y movilizan interpretaciones, como una suerte de Wikipedia de siglos. Quizás tiene una función similar a la que podría haber cumplido Homero con Hesíodo, aunque sin sostener en sus saltarinas vicisitudes una variación diacrónica como la que respiran a todo pulmón los mitos griegos. Esa canonización bíblica, cosmológica o cosmogónica, pero no universal, seguramente contribuyó a la excepcionalidad excluyente de la errancia judía.
   Si bien es cierto que entre el lenguaje y la ‘’ajenidad’’ de lo real o la divinidad inconmensurable nunca dejó de existir para los judíos una tierra de nadie, tampoco hubo intentos mayores que los de la misma literatura para habitarla posteriormente.  Había tomado el desvelo literario una función pagana antes delegada a los mitos, y que la actual ausencia de lectura general deja vacante, sin que haya perdurado el soporte oral arcaico al enigma que precedía la era moderna. ¿Quién sabe lo que faltaba cuando no estaba lo que hay hoy? En un pasaje conmovedor sobre la vivencia perdida de su generación Walter Benjamín escribe ‘’   Una generación que había ido a la escuela en tranvías tirados por caballos, estaba parada bajo el cielo en un paisaje en el cual solamente las nubes seguían siendo iguales ‘’.  Actualmente, podríamos avisarle, tampoco las nubes son iguales, ni las estrellas, para no decir los ríos y lagunas y todos ellos nos formaron no menos que los tranvías, porque los mitos mayores tenían siempre sus rostros.
      Según el mitólogo Hans Shlumberger, ese papel legislador del mito podría deberse al terror primitivo que provocaba originalmente el cosmos. Aunque sin disminuir el fondo desconocido e indescifrable del mito, enarbolaba una tesis sobre el desamparo cósmico inicial, afín a la concepción del Trauma de Nacimiento de Otto Rank (que Shlumberger cita en su estudio) y abonaría la misión esotérica del mito para acompañar la incertidumbre de la especie. Este trauma genérico, aunque más sustantivo que las profusas especulaciones existenciales de Heidegger o Sartre, no podría ser verificado por ninguna clínica. Una experiencia anterior al desarrollo de la capacidad simbólica del humano para interpretarla pertenece más a la metafísica que a la psicopatología. No obstante, es eficaz el patetismo que promueve la mitología como reacción al desamparo, sobre todo porque la misma mitología ocasionalmente lo relata en sus figuras, como en el caso de Prometeo o Hércules, aunque sin la grandiosidad enigmática que alcanza la condición humana en Job para la biblia.  A pesar de la exaltación de los macabeos o Sansón, los héroes judíos han sido siempre más cercanos al mártir que a la ira orgullosa de Aquiles.

Próxima entrega: parte 3

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