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Parte 4. mitología moderna: el reino placido y peligroso del descenso simbólico.

 


 

    Debo a una generosa y amistosa critica el impulso de desentrañar con esta cuarta parte la perturbación mitológica que podría explicar el ascenso actual del antisemitismo. Las tres primeras, excesivamente condensadas, no ilustran con suficiente claridad la propuesta de ese hundimiento como un corrimiento mitológico y un descenso simbólico. Estaban más derivadas de impresiones agudas que de las construcciones cuidadosas que exigen y merecen mayor trabajo. En parte porque tratar de la mitología, y más aun con oído literario y resonancia psicoanalítica, hace patinar el soporte lógico convencional y lo imaginario cobra su precio con invitaciones impertinentes que se tornan intrusas. Muchas de esas intrusiones son sentidos míticos, místicos o poéticos que acompañaban antes el ejercicio intelectual, pero sin empastarlo. Una sensorialidad sin procesar y el descenso de la capacidad de abstracción simbólica hace hoy de esa especie receptiva una plaga psíquica para la precisión del hombre moderno. También sucede porque la experiencia de la que se extraen esas impresiones corresponde a una subjetividad personal de muchas décadas. Reflexión multiplicada por las caudalosas sombras existenciales que empapó las vicisitudes en el siglo XX. Todas me fueron gestadas en las capas de una sola vida, en la enigmática Argentina de Perón y de su posterior e irredimible dictadura militar, en el exilio y migración a la Venezuela saudita y el esperpéntico y maligno destino chavista, y luego el traslado a Israel, donde se avizoraba todo el planeta incierto y encendido con esas chispas. En el último período, casi un cuarto exilio, asistí a un azote de aislamiento, confusión, mesianismo desbordado, autodestrucción, y un antisemitismo global que exacerba y multiplica los percances nacionales.  Muchas cosas en el plato requieren ser ordenadas para una larga masticación, procuro facilitar el esfuerzo en esta cuarta entrega.

La temporalidad psíquica

    La cita anterior de las décadas vividas no es irrisoria, la experiencia generacional aporta una perspectiva de difícil trasmisión, sustancial para este análisis. Una observación debida a Hanna Arendt indicaba que, aparte de las imaginerías del pasado que constituyen el ejercicio ideológico marxista, es posible indagar escenarios nuevos no acumulativos. Para el primer caso se activan las pesadillas de los muertos sobre los vivos, para el otro los cambios históricos emergen de las miradas de nuevas generaciones, nacimientos y vidas que definen impredeciblemente la historia. Este oleaje que entrechoca identidad y juventud es decisivo. Abre la flamante caja de la lógica en cada generación, juegos deseantes para atravesar horizontes que los padres imaginaban especulativamente, pero ignoran vitalmente. Esta sencilla circularidad biológica fue poco atendida al tratar los asuntos históricos, aunque parece fundamental al considerar los vaivenes de la creencia social. Aparte de la mitología codificada y canonizada en los usuales discursos identificatorios, su evocación histórica y los panegíricos del origen, existe la emitida por la agitación cultural de cada época, coyunturas y acontecimientos, influjos que no se trasmiten generacionalmente por imaginaria fila india, sino que penetran horizontalmente por inexorable ósmosis social. Es la miríada de imágenes parciales que atraviesan con diversa intensidad las cadenas de imágenes y significaciones humanas. En cierto modo, el debate central de Sigmund Freud y Gustav Jung sobre la trasmisión y naturaleza del inconsciente colectivo se presenta sobre esta bisagra hibrida de un tiempo real y un pasado imaginario.  Estos encuentros verticales y horizontales son para Freud los de la particularidad edípica de los fantasmas personales con las ofertas mitológicas de cada cultura epocal. Para los Junguianos el inconsciente colectivo tiene materiales místicos que se han indagado místicamente, mediante un concepto tradicional de la memoria como conservadora del tiempo, un archivo teleológico de la especie. Es una trasmisión de arquetipos indelebles que se depositan como un légamo en el lecho nutriente del tiempo. La memoria es definida como un basamento originario, y siempre alentado por dicha metáfora a las acumulaciones rectilíneas. Por el contrario, para Freud, el inconsciente puede tornarse colectivo en el presente por fusión de significados que nunca cesaron de interactuar y pertenecen a la red viva y cambiante del sentido humano. Si el tiempo no es rectilíneo, uniforme y universal, como parece haber determinado la física de Einstein, tampoco lo es para la historia o para el tiempo histórico y las memoriosas mitologías que lo arman sobre esos presupuestos. Las pulsiones, sean las que fueren, y los signos de todo orden, organizan una movilidad tenazmente orientadora pero imposible de descifrar puesto que no tiene márgenes y se desconoce el centro.

   Hay densidades palpables, atributos diferenciales, con diferente posibilidad para dinamizar los procesos cognitivos. Tal como la mitología nórdica es diferente de la griega o la bíblica, lo es también la lógica que sostiene sus pasiones y el carácter de sus sujetos y acciones. Ciertas figuras fusionadas con el bien, el mal, la ira o el castigo, presentan diferencias fundamentales.

Entre el placer y el goce fetichista

    Un concepto de Freud, la condición fetichista, que se diferencia del diagnóstico clínico de perversión fetichista por su carácter normal en la sexualidad humana, nos había permitido en otro estudio registrar la circulación de los fantasmas libidinales más allá de los debates ideológicos de los géneros (  ‘’La condición fetichista como gozne histórico del erotismo ‘’, ‘’ Crónica del anhelo’’ , Fernando Yurman. Monte Avila Editores Latinoamericana CA. 2005). El énfasis cambiante en el rasgo libidinal: cabello, mirada, sonrisas, piel, voz, historia, nombre, tiene también una función epocal, circula con la cultura fusionando prohibición y deseo. No de otra manera circula la fetichización de creencias o rasgos identificatorios parciales y colectivos como nación, religión, idioma, biografía, familia, moral. Son énfasis, como los ‘’punctus’’ que había detectado Roland Barthes en la imagen fotográfica, que condensan un sentido. Muchos de ellos, como los rasgos de la condición fetichista, sellan pulsiones de orígenes desconocidos. Su intensidad ocasionalmente frena o alienta la elaboración conceptual de cualquier vínculo. Aunque la condición fetichista no constituye una patología, es un sistema modulador del deseo que puede tornarse ocasionalmente rígido. Advertimos por ese encapsulamiento como la añoranza originaria y el ensueño histórico pueden desembocar en un nacionalismo feroz o un sesgo normativo positivo adquirir una expresión represiva sádica. Los prejuicios son, en sus inicios, ahorrativos sistemas orientadores. Resultan formaciones primitivas, normales e inevitables, como las supersticiones, y sin problemas prescinden del sostén racional, pero son proclives al desborde pulsional en contextos desorganizantes. Ese descarrilamiento siempre amenaza ese horizonte imaginario. El mismo fervor religioso que lleva a la oración, la invocación o la interpretación del texto sagrado, desemboca en el talismán, la reliquia y el fetiche, de mayor concentración afectiva, pero sin la movilidad conceptual de los anteriores. Con menos poder institucional en las sociedades modernas, los artefactos mágicos perduran, sobreviven recluidos en costumbres y ámbitos arcaicos, y en situaciones de crisis alcanzan un protagonismo inesperado. Así ocurre con todos los fragmentos flotantes de la mitología aparentemente abolida. Muchos, sin mayor alarma, circulan sancionados como juramentos, rituales cívicos o conjuros sociales.

Entre la sensación y el concepto

  Las características representaciones que organizan el pensamiento en imágenes, signos, símbolos, señales, indicios, y otras captaciones de la semiótica, parecen decisivas en los intercambios sociales, pero con diferente incidencia. Los conceptos y los símbolos son más trabajados cognitivamente y parecen más disponibles para la movilidad reversible del pensamiento. Los otros, aunque están relacionados con un procesamiento simbólico, están apoyados en percepciones e imágenes iniciales y tangibles no reversibles. Hay una afinidad entre la reliquia o el fetiche y el osito o la almohada que estudió Wilfred Winnicott como acompañante infantil. Este objeto transicional alivia al niño y anticipa la llamada a la madre, cuando el nombre implica una presencia en la ausencia. Este puente afectivo persiste, se encuentra como creación en la obra de arte, en la condición fetichista, el prejuicio, la superstición o la reliquia, porque apoyan corporalmente el psiquismo con un adentro-afuera, una intimidad externa. Lo concreto e indiscernible de las sensaciones brinda certeza, pero puede inhibir en muchos casos el acceso a un nivel cognitivo superior. Aquel personaje de Borges, quizás su antítesis en la función simbólica, ‘’Funes el memorioso’’, tenía una mayor riqueza sensorial, pero estaba impedido para reflexionar sobre las mismas. Cabe recordar aquí aquella observación de Aldous Huxley, derivada parcialmente de su lúcida experiencia con drogas, acerca de una tendencia biológica a demorar y expulsar sensaciones que pueden ser invasivas para el sistema receptivo humano. Es probable que la enorme riqueza sensorial que suscitan sustancias embriagantes, estados oníricos, místicos o poéticos, haya sido sacrificada para dar mayores facilidades a representaciones complejas del acervo cognitivo. Los conceptos, esquemas y modelos más abstractos tienen mayores posibilidades cognitivas que los indicios o imágenes; estos últimos parecen más intensos y concluyentes, además son menos trabajosos y dan una alta satisfacción. Quizás un equilibrio dosificado entre estas dimensiones, cercanas y distantes de la sensorialidad, precede a un eficaz ordenamiento cognitivo. Hay atributos sensibles que confirman o reniegan del concepto, pero su alta densidad también puede restarle eficacia. La represión, tal como la había definido Freud, es un filtro necesario para la producción de símbolos que alejan de la gozosa y peligrosa marea sensorial. A su vez, una actividad intelectual meramente operatoria, aumentaría su eficacia, pero perdería la dimensión ética y estética, mística y poética que alienta también el ejercicio intelectual. Todo pensador, especialmente el sensible a la poesía, la fe o los mitos, esta obligado a navegar entre Escila y Caribdis, la doble tentación del ejercicio intelectual humano. Quizás solamente la I.A puede evitar ese pasaje inevitable para nuestra especie. Esta condición peligrosa se registra en la cavilación profunda, personalizada y obsesiva, como en la colectiva polémica ideológica. Cabe recordar aquí que la poderosa maquinaria teórica e intelectual del marxismo alemán y su poderoso partido poco pudo hacer frente a la convicción sensorializada, mística y mítica, de las huestes irracionales de Hitler. La caída de cualquier nivel simbólico o su renegación vengativa por emergencia de goces fetichizados, desata una marea mitológica que invade toda la vida social. Buena parte de la anarquía mitológica que trata este articulo puede interpretarse como reacción a esta muerte anunciada. Usualmente la cultura administraba con eficiencia estas tensiones, las formulaciones del arte como de las ideologías han logrado tornear, dar figura y neutralizar la miríada torrencial de vivencias que las religiones no lograban ya procesar durante la Ilustración. Difícil saber cuánto debemos a Borges o Rodin o debimos a Shakespeare o Cervantes para organizar nuestras mitologías corrientes, permitiendo una realidad imaginaria compartida. Esas transformaciones moldearon una identidad tolerante a la intensidad perpetua de lo real que fue acechanza corriente en toda la historia.

Los desafíos políticos

  Acelerando el asunto, cabe observar que en el ámbito político habitual suele haber una puja esencial entre la democracia representativa y la participativa, en última instancia un cotejo perceptivo entre el rostro y la institución, entre el indicio y el símbolo. Durante mucho tiempo la democracia representativa, que incluía la esclavitud para los griegos, no pudo exceder las ciudades, la percepción fáctica del mundo compartido.  La identificación grupal otorgó alta fortaleza épica a esa circunscripción, pero no les permitió gestar un imperio y menos una nación, porque requerían nuevas abstracciones. Ese desafío se renueva. En estos tiempos de globalización se transforman las percepciones espaciales, los vínculos míticos con el paisaje y los lugares habitados, también nos asfixia la expansión sociológica del ‘’no lugar’’, y se requiere una remodelación que pocas sociedades logran. Los judíos, que siempre vivieron en una globalización no formalizada, posiblemente se trasladaron con esa facilidad cognitiva, pero a la mayoría de las naciones occidentales les resulto más difícil. En otros desafíos no menos inquietantes, existieron grandes descifradores, descendientes de los aedas y los coros, que acompañaban la gesta transformadora. Los géneros estéticos y literarios aluden al gran esfuerzo de captación de todas las épocas. Los ejemplos notables de Borges, Kafka, Pessoa, y tantos no citados para los tiempos modernos, sumados a las modulaciones musicales y visuales del arte, no logran emularse hoy. En su ensayo crítico Posliteratura, Alain Finkielkraut considera, con una causalidad inversa a la expuesta aqui, que la expansión ideológica igualitarista indiscriminada suscito el final de la experiencia literaria. Todo parece indicarnos que los fenómenos de woke y antiwokes, de cancelación y simplificación, más que causas son simples expresiones de este descenso simbólico registrado en todos los ámbitos, y el crepúsculo literario es parte de la disminución general del arte. Asistimos a un vasto agotamiento, un descenso simbólico general. Es difícil negar una dificultad esencial de la humanidad para procesar la presente amplitud geográfica y temporal y el carácter abismal de los nuevos universos científicos.

  Aumenta este problema un fantasma amenazante especifico, el expansivo flash tecnológico de la IA. Sucede cuando ya la digitalización incrementó la distancia entre la dimensión asible de la imagen y el concepto. El descenso en la capacidad abstracta y simbólica es reconocible. Se registra en la cultura, quizás por la misma causa. Hay una decadencia simultanea de las artes, la sensibilidad personalizada, los intercambios culturales, la reflexión compartida y la conversación esclarecedora. Son dones que la difusión masiva de artículos filosóficos y polémicas preformadas nunca pudieron sustituir. En tal condición, el deslizamiento de la masa mitológica sin referencias fue indetenible. Desde los antivacunas a la proclama de una tierra plana, desde el antisemitismo a la hipocondría generalizada, de los ideales de longevidad y transformación corporal a la brutalidad como pragmatismo, el racismo o la xenofobia, un torrente regresivo fue desatado. Nada frenó el vigor de una invasión sensorial simplificadora en las construcciones cognitivas. Esas tormentas ocurrían antes, pero se normatizaban contenidas por la rica experiencia intelectual y crítica de la sociedad. La humanidad actual, como el memorioso Funes, consciente y tullido, sensible e invalidado, recibe todo el gran oleaje informativo del mundo, pero no lo puede procesar para producir conceptos y experiencias.    

 

    

 

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