Los vendavales informativos actuales tienen la iluminación sobresaltada de un caleidoscopio, y su misma futilidad. La pretensión noticiera de ordenar desde el interior del cuerpo hasta el espacio cósmico, desde el espejismo de la farándula hasta vislumbres metafísicos, suelen derivar en una indigesta y rancia fritura. En ese plato, se adelantan asombros huecos, nombres alejados de los hechos, y los conceptos se dispersan sin anclarse. Dicha materia sostiene el pensamiento. No somos solamente polvo de estrellas, también polvo de algoritmos y semillas electrónicas. Las jóvenes generaciones maman con fruición esa estupidez luminosa, que nadie puede detener.
La inanición mental no es el menor riesgo entre los muchos que acechan
la especie, pero si el más encubierto por la comida rápida digital. Los derrotados glaciares, bosques y mares
moribundos avisan la catástrofe ecológica, la migración hacia las metrópolis
centrales resulta el tangible testimonio de la disfunción económica, el
carácter abiertamente psicótico de las guerras indica la degradación de los
estadistas a patanes oportunistas sin horizonte, pero apenas hay indicios del
descenso intelectual, la esterilidad conceptual y la nueva flora de estupidez
social que crece con vigor en esos vacíos. La mengua más inquietante es
invisible a los ojos.
Como entre los riesgos del azar está
también algún esbozo significativo o una extraviada presunción lógica, el
vendaval informativo deja rastros insistentes de ecuaciones fantasmas. Una
noticia cuenta que se redescubrió genéticamente, en la neutralidad de
microscopios y probetas, lo que ya habían sostenido muchos historiadores:
Cristóbal Colon era judío. Aparte de Américo Castro y una estela de
investigadores, desde las huellas en la
zona colombina de Santo Domingo hasta los manuscritos y cartas del Almirante,
todo esbozaba la personalidad de uno de los sefardíes que la Inquisición arrojó
al marranismo o a la conversión (como Fray Luis de León, Fernando Rojas, Mateo
Alemán, Santa Teresa de Jesús, Luis Vives y quizás hasta Miguel de Cervantes).
Poco antes de la arcaica primicia,, una trivial descortesía de México con el
Rey de España, en ocasión de inaugurar la nueva gestión de gobierno, desató un
clima bilateral de ofensas y perdones anacrónicos. Ambas noticias, Colon judío
y la monarquía cuestionada, no fueron indiferentes a la orgullosa hidalguía
madrileña, pionera actual del socialismo del siglo XXI y pulcra defensora
moderna de estados forajidos. Poco después, aparecieron en la prensa española
enjundiosas reflexiones sobre la odiada” Leyenda negra”, una invención
conspirativa adjudicada a los ingleses, coartada para “blanquear” en esa
“difamación” el aniquilamiento demográfico de las culturas mas avanzadas de la
América prehispánica. Consecuentemente, los cuestionamientos y reparos a la
científica verificación del origen de Colón no tardaron en aparecer. Se indignó
una orgullosa descendiente del navegante (cuya prueba no era irrefutable, pero
pretendía la inefable verdad de la remota estirpe). Otras protestas alertaban
la insidiosa intriga tecnológica contra la hispanidad. Paralelamente, se
conmovían las instituciones por el retorcijo de un viejo aforismo “ lo que
natura no da” , Salamanca no solamente presta sino organiza estafas
curriculares mediante el rector. Esta conmoción ética de la Ciencia Española (
un oxímoron, según Borges exageraba en
1930), dejaba de lado otros ecos del evento.
En este escenario, el Papa afirmó
airosamente la fe en Cristo, en vez de la sumisión a los mandamientos, a la
Torá, que no está suficientemente actualizada, porque para verdaderos
cristianos la ley no pone límites a la crueldad, como obviamente se puede
advertir (aunque no cita donde). Casi como por encanto, alguien rompió entonces
una estatua latinoamericana de Colon, que ahora, al revelarse judío, permitiría
explicar mejor el imperialismo europeo. Quizás era uno de los extravíos de la
insondable Tora, que el previsor Pio XII anticipó en su laboriosa comprensión
de la visión hitleriana. Fue un momento estelar para pasarle a otros la
“leyenda negra” y limpiar la ofendida memoria de la inquisición.
El uso informativo goloso de la palabra
genocidio ha privilegiado especialmente la barbarie bélica del medio oriente,
que merece muchas definiciones, menos la de genocidio, según fue dictaminada a
fines de la segunda guerra por los primeros juristas internacionales del tema.
No recuerdo quién, había observado entonces, con respecto de Alemania, “a los
judíos nunca nos van a perdonar Auschwitz”. Estas trayectorias informativas,
combinadas en el vertiginoso vacío, parece indicar que no sólo anticipaba una
latente Alemania, también la animosidad actual. Los dados del antisemitismo
caen en una dirección, solo hay que recogerlos y sumarlos. La declaración “Si
pierdo las elecciones será culpa de los judíos”, es un genuino palimpsesto del
Tercer Reich. Lo mas temible parece una brutalidad inocente. Como florecido en el espeluznante abismo mental, el pasado habla
por muchas bocas.
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